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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 29 de enero de 1984

 

1. La liturgia de hoy celebra la dignidad de los "pobres", en particular de los "pobres de espíritu", de los que son mansos y humildes de corazón como Cristo. Son el resto santo de Israel, los herederos de las promesas, los portadores de la esperanza del Pueblo de Dios. Ellos alcanzarán para sí y para todos los bienes mesiánicos. María es ciertamente uno de ellos. "Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación. Finalmente, con Ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumpla plenitud de los tiempos y se instaura la nueva Economía..." (Lumen gentium, 55).

María no sólo recibió al Salvador y lo dio al mundo, sino que puso su vida enteramente al servicio del misterio de la salvación. Esta obra suya se revela con particular evidencia en el misterio de Caná. Dicho episodio en el que aparece el primero de los "signos", es decir, de los milagros de Jesús, presenta un contenido altamente teológico y simbólico.

Caná no indica simplemente (con la transformación del agua en Vino) el paso de la Antigua Alianza a la Nueva, sino que ofrece en sentido retrospectivo una recapitulación de la Alianza mosaica, y en sentido prospectivo una anticipación de la Hora de Jesús, o sea, de su glorificación mediante la cruz.

2. En este contexto eminentemente salvífico, la persona y la obra de María asumen una importancia excepcional.

En sus palabras: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2, 5), está el eco de las palabras del pueblo de Israel en el momento de la Alianza (Ex 19, 8; 24, 3. 7; Dt 5, 27), y de este pueblo María es personificación y excelsa representante.

La Madre de Dios no sólo expresa y lleva a cumplimiento la actitud del Pueblo de la Antigua Alianza, sino que su intervención en Caná suscita también la fe de los discípulos. La fe de María es el origen del signo realizado por Jesús y prepara a los discípulos a acoger la manifestación de su gloria y a creer en Él. Por tanto, Ella asume un papel-guía en el nacimiento de la comunidad de fe que comienza a formarse en torno a Jesús.

La vida de María está así claramente orientada al servicio del Hijo de Dios y de su misión. Ella es ya la "Mujer" por antonomasia: la suya es una vocación que alcanzará la plenitud cuando en la cruz llegará a ser la "Mujer-Madre" del discípulo y, en él, del nuevo pueblo surgido del sacrificio de Cristo.

 



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