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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 1 de diciembre de 1985

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Hoy, primer domingo de Adviento, comenzamos el camino del nuevo año litúrgico.

El Concilio ha puesto eficazmente de relieve que la Iglesia considera el ciclo anual como un verdadero y preciso itinerario por las etapas del "misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor" (Sacrosanctum Concilium, 102).

El mensaje del Adviento está totalmente impregnado por la consoladora constatación: El Señor viene. Viene una vez más hoy, como en la plenitud de los tiempos, que comenzó hace 2.000 años y sigue actuando en la historia que confluye hacia el tercer milenio.

La liturgia del Adviento, por tanto, hace revivir en su totalidad el misterio de la venida del Señor: la larga espera de los siglos; el inefable momento de su entrada en la genealogía humana por medio del misterio materno de la Virgen; la venida final, cuando el tiempo dejará lugar a la eternidad.

Así se renueva el sentido gozoso de la espera.

Se hace más apremiante la necesidad de la conversión.

Rejuvenece la esperanza.

2. El Sínodo Extraordinario de los Obispos ha llegado a la mitad de su camino. Demos gracias por ello al Señor.

He seguido y continuaré siguiendo el desarrollo de los trabajos con corazón abierto y atenta escucha a los miembros del Sínodo, que ofrecen una maravillosa imagen de la unidad y de la apostolicidad de la Iglesia.

De sus palabras recojo el ferviente testimonio de su amor a la mística Esposa de Cristo y de la total entrega a los ministerios que les han sido confiados, y, al mismo tiempo, el deseo de descubrir caminos cada vez más adecuados para la valoración del sacro patrimonio que recibimos del Concilio, para un renovado lanzamiento vital.

Me ayudan las incisivas expresiones con las que el Papa Juan convocaba el Concilio en la Navidad de 1961. "La Iglesia ―escribía el venerado y querido Pontífice― siente más vivo el deseo de fortificar su fe y contemplarse en su estupenda unidad; como siente con mayor urgencia el deber de dar más eficacia a su sana vitalidad, y promover la santificación de sus miembros, la difusión de la verdad revelada, la consolidación de sus estructuras. Esta será una demostración de que la Iglesia está siempre viva y es joven, de que camina al ritmo del tiempo, de que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor, irradia nuevas luces, realiza nuevas conquistas, aun permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina impresa en su rostro por el Esposo que la ama y la protege, Cristo Jesús" (Const. Apost. Humanae salutis: AAS 54, 1962, págs. 8-9).

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos obtenga las gracias necesarias para traducir a realidad estas grandes metas.



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