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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 23 de febrero de 1986

 

1. "Yo reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado" (Sal 50/51, 5).

Muchas generaciones han caminado sobre las huellas marcadas por las palabras de este Salmo. Muchas personas han sido ayudadas por este maravilloso escrito de la verdad interior de la conciencia, a penetrar en su interior. Fueron ayudadas a llamar por su verdadero nombre al mal que hay en el hombre y cuya causa es el hombre.

El examen de conciencia es siempre una relectura de la verdad más profunda sobre sí mismo, que nunca debe borrarse. La grandeza del hombre está en esta verdad. La dignidad de la persona exige que el hombre sepa llamarla por su nombre, que no la falsifique.

2. Y cuando el hombre ―juntamente con el Salmista― confiesa: "tengo siempre presente mi pecado", reconoce, a la vez, que la fuerza misma de la verdad interior le manda ir adelante y decir: "contra ti pequé".

El pecado es contra Dios. Es contra su voluntad y su santidad. No está conforme con ella y ofende a Dios. Y simultáneamente es un drama que se desarrolla entre Dios y el hombre.

El pecado no le resulta indiferente a Dios. De esto quedó convencido ya el primer hombre, como atestigua la narración del libro del Génesis. Y de esto quedan convencidas siempre las nuevas generaciones de los hijos e hijas de Adán.

El hombre puede intentar hacerse "indiferente" con relación al pecado. Puede tratar de "neutralizar" el pecado como constatamos con frecuencia que sucede en el mundo contemporáneo. Sin embargo, el pecado jamás resultará "indiferente" para Dios. Dios es "sensible" al pecado, hasta la cruz de su Hijo en el Gólgota.

Es preciso, pues, que cada uno de nosotros retorne con frecuencia a estas palabras del Salmista: "Contra ti pequé". Entonces precisamente se manifestará toda la verdad sobre el pecado.

El pecado no termina en los límites de la conciencia humana, no se cierra en ella. Por definición intrínseca implica una referencia: la referencia a Dios.

3. Sin embargo, esta referencia es salvífica.

Significa que yo ―hombre― no quedo solo con mi culpa. Y Dios, que en cierto sentido es testigo "ocular" de mi pecado (ocular aunque invisible), está cerca de mi no sólo para juzgar. ¡Ciertamente, me juzga! Me juzga con el mismo juicio interior de mi conciencia (si ésta no se ha vuelto sorda o deformada). Sin embargo, el mismo juicio ya es salvífico. Mediante el hecho de llamar al mal con su verdadero nombre, rompo, en cierto sentido, con él, lo mantengo a cierta distancia de mí, aun cuando al mismo tiempo sé que este mal, el pecado, no deja de ser mi pecado.

4. Pero aun cuando mi pecado es contra Dios, Dios no está contra mí.

En el momento de la tensión interior de la conciencia humana, Dios no proclama su sentencia. No condena. Dios espera a que yo me vuelva a Él como a la justicia amorosa, como al Padre, del modo que enseña la parábola del hijo pródigo. Para que le "descubra" el pecado. Y me confíe a Él.

De este modo, desde el examen de conciencia pasamos a lo que constituye la sustancia misma de la conversión y de la reconciliación con Dios.

Al rezar el Ángelus, roguemos a María, que es el Refugio de los pecadores, a fin de que nos consiga a cada uno de nosotros ese salvífico acto de dolor por los pecados. De modo especial ahora, en el tiempo de Cuaresma, que es el tiempo fuerte de la conversión y de la reconciliación con Dios.



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