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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Martes 1 de noviembre de 1988
Solemnidad de Todos los Santos

 

Hoy la Iglesia celebra la fiesta de Todos los Santos, es decir, de todos los redimidos por Cristo ―empezando por María Santísima― que nos han precedido en esta vida y gozan ahora de la visión beatífica de Dios Ellos son "los que ―según la expresión del Apocalipsis― vienen de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Estas vestiduras blancas brillan hoy con mil luces: son los innumerables reflejos de una única Luz, que una multitud de hombres y mujeres "de toda raza, lengua y nación" (Ap 7, 9) proyecta sobre toda la Iglesia Son hombres y mujeres que nos muestran la santidad de Dios, encarnada en el rostro humano. Los santos son miembros del Cuerpo glorificado de Cristo y forman la Iglesia de los Bienaventurados. Pero también están en comunión con nosotros, en el vínculo de la caridad, que nunca desaparece. La caridad les hace solidarios con nosotros e intercesores nuestros: éste es el inefable misterio de la comunión de los santos por el que existe una profunda relación entre los que todavía son "peregrinos en esta tierra", "los que se están purificando", y "los que gozan de la gloria" (Lumen gentium, 49).

Debido a esta profunda unidad debemos sentirnos hoy más cercanos a todos los santos que, antes que nosotros, han creído todo lo que nosotros creemos y ahora son nuestros amigos e intercesores en el cielo.

La fiesta de Todos los Santos nos introduce también en la conmemoración de todos los fieles difuntos, que todavía no se encuentran en la luz de la plena visión de Dios, sino que esperan hacerse dignos de ella mediante su misteriosa purificación. Al realizar hoy y mañana la visita a los cementerios, mientras permanezcamos ante las tumbas de nuestros queridos difuntos, elevemos nuestra oración de sufragio por ellos, expresando nuestra solidaridad y comunión de espíritu, para que puedan entrar pronto en la gloria definitiva del Señor. También nuestros difuntos pueden, a su vez, interceder por nosotros precisamente en virtud del mismo flujo de caridad, que la Iglesia nos garantiza.

Tratemos de transcurrir estos dos días con sentimientos de piedad cristiana; tomemos parte en el sacrificio de la Santa Misa en el que Cristo se hace intercesor por vivos y difuntos, encomendemos a la Santísima Virgen, a la que invocamos como "Reina de todos los Santos", las almas de los que nos dejaron.

Ella es la "Llena de gracia" que como tal, supera en santidad a cualquier otra criatura. Por medio de Ella, cuya imagen se encuentra a menudo en las capillas y sobre las tumbas de los cementerios cristianos, les encomendamos a la misericordia de Dios.



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