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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 18 de octubre de 1992

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Tengo aún vivo en mi corazón el recuerdo del reciente encuentro con la Iglesia latinoamericana en Santo Domingo, donde se está llevando a cabo la IV Conferencia general del Episcopado para conmemorar el V Centenario de la evangelización de ese continente. Los creyentes de esas tierras, agradecidos al Señor por el don de la fe recibida, quieren comprometerse a testimoniar y a transmitir el mensaje evangélico con renovado impulso misionero en este singular momento histórico.

La extraordinaria experiencia eclesial que he podido vivir durante los días pasados, en contacto directo con una Iglesia que se interroga sobre las urgencias actuales de la evangelización, me impulsa —este domingo en el que celebramos la Jornada mundial de las misiones— a renovar la apremiante invitación que hice en la encíclica Redemptoris missio: «Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos» (n. 3; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 1991, p. 7).

La Jornada mundial de las misiones animada por la Obra pontificia de la Propagación de la fe, constituye ciertamente la ocasión más importante para estimular una cooperación intensa por parte de todos al anuncio de Cristo. Cada uno de los bautizados está llamado a participar eficazmente en la actividad misionera con la ofrenda preciosa de la oración y del sufrimiento, y con la ayuda material que es necesaria para la organización de las nuevas comunidades eclesiales, nacidas del primer encuentro con el Evangelio. Por tanto, la celebración de esta Jornada une y compromete a los pastores y a los fieles en la reflexión, la oración y la solidaridad de la caridad en favor de la misión universal que Cristo confió a su Iglesia.

2. El Domingo mundial de las misiones, sin embargo, no puede reducirse sólo a un encuentro afectuoso y casi coral de las comunidades cristianas con los misioneros, hombres y mujeres, comprometidos en primera línea en la obra evangelizadora. Debe servir, más bien, para desarrollar en cada bautizado una participación cada vez más amorosa y operante en la evangelización de nuestro mundo, que ya se encuentra en el umbral del tercer milenio de la venida de Cristo.

«Aunque no todos están llamados con una vocación específica a la misión ad gentes —escribí en el mensaje para esta celebración—, todos, sin embargo, deben reavivar el espíritu y el esfuerzo misioneros en sí mismos y en sus comunidades eclesiales» (n. 3 L'Osservatore Romano edición en lengua española, 10 de julio de 1992, p. 1).

3. Pienso en este momento con gran afecto en los misioneros esparcidos por los diversos continentes, y los aliento a perseverar con confianza en su servicio al anuncio del Evangelio a las gentes.

Exhorto, además, a todo el pueblo cristiano a responder con generosidad, cada cual según su propia vocación específica, a la llamada universal a la santidad y a la misión, viviendo con alegría su fe y testimoniándola con coherencia en las múltiples situaciones de la vida. Todos serán diligentes en dar su aportación, incluso material, a la obra de las misiones y, en particular, se sentirán comprometidos personalmente en la promoción y el apoyo de las vocaciones misioneras.

María, Reina de las misiones y Estrella de la evangelización, a quien nos dirigimos ahora con la plegaria del Ángelus, acompañe y conforte a los misioneros y a cuantos cooperan generosamente en la realización del mandato misionero universal de la Iglesia en el mundo actual.



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