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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Domingo 26 de abril de 1992

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. «La paz con vosotros» (Jn 20, 19). Con este saludo Cristo resucitado se dirige a sus discípulos que todavía estaban asustados por los tristes acontecimientos de la crucifixión y muerte de su Maestro. Hemos escuchado nuevamente hace un momento esas palabras confortadoras de Jesús en el curso de la liturgia eucarística durante la cual la Iglesia se ha enriquecido con siete nuevos obispos.

El Señor resucitado repite a estos sucesores de los Apóstoles: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Su misión es anuncio de la misericordia divina, gozoso testimonio de su amor que transforma y redime.

Que el Espíritu Santo guíe y sostenga su acción apostólica, conservándolos siempre fieles al don extraordinario que hoy han recibido.

Al mismo tiempo que saludo una vez más a los nuevos prelados con afecto, dirijo también una palabra especial a sus familiares, a sus amigos y a cuantos en este día de fiesta, han querido estar junto a ellos. Quisiera saludar de modo muy especial a quienes, para esta ocasión, han venido desde los países y las diócesis de procedencia de los nuevos obispos, o desde los lugares adonde irán para desempeñar el ministerio eclesial que se les ha confiado.

2. «La paz con vosotros». Jesús nos saluda hoy, al término de la solemne semana pascual, con este deseo de esperanza y de gozo. Nos da su paz, mostrando las señales de su pasión dolorosa. De sus manos traspasadas y de su costado abierto brota el don precioso de la paz y de la divina misericordia para toda la humanidad. Revela, en el prodigio de su resurrección, «al Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección». Cristo mismo —como escribí en la encíclica Dives in misericordia—, «al término —y en cierto sentido, más allá del término— de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado» (n. 8).

El Cristo pascual es verdaderamente «la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente: histórico-salvífico y a la vez escatológico» (ib.).

3. Queridísimos hermanos y hermanas, ¿quién conoce más profundamente que María, la Madre del Crucificado y Resucitado, el misterio de la misericordia divina? María conoce su precio, su grandeza y su valor. Por esa razón, la «llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia» (n. 9).

Encomendemos a su corazón de Madre a los nuevos prelados y su futuro campo de apostolado, nuestras esperanzas y preocupaciones, así como las expectativas y los problemas del género humano, «consciente del aproximarse del tercer milenio y que siente profundamente el cambio que se está verificando en la historia» (n. 10).

A ella, la Reina del cielo, nos dirigimos ahora con confianza.



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