JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 22 de agosto de 1993
Queridos hermanos y hermanas:
1. Cumpliendo un deseo que tenía desde hace mucho tiempo, a comienzos de septiembre visitaré Lituania, Letonia y Estonia, tres naciones ilustres de la región báltica. Así podré rendir homenaje a pueblos que, entre múltiples pruebas y sufrimientos, han luchado por reconquistar su libertad. Iré, sobre todo, como peregrino siguiendo los pasos de los antiguos evangelizadores que en esas tierras sembraron a manos llenas el Evangelio, dando vida a una cultura cristiana enraizada tan profundamente, que logró sobrevivir incluso a pesar de tremendas persecuciones.
En el marco histórico de la Europa cristiana, los países bálticos presentan hoy una característica muy significativa para el futuro de la comunidad eclesial y de nuestro continente. En ellos se han encontrado dos itinerarios de evangelización: el primero partía de Roma y llevaba la huella del cristianismo de Occidente el segundo provenía de Constantinopla y llevaba las aportaciones de la Iglesia oriental. Esas dos tradiciones cristianas, convergentes en su contenido pero diversas en sus expresiones, son como dos raíces a partir de las cuales se ha desarrollado Europa en su dimensión espiritual.
Precisamente para subrayar ese doble aspecto de la identidad cristiana de nuestro continente he proclamado copatronos de Europa, junto con san Benito, a los dos grandes apóstoles eslavos san Cirilo y san Metodio.
2. En el primer milenio cristiano esa dualidad no se opuso a la unidad del pueblo de Dios; al contrario, la alimentó y la enriqueció. Sin embargo, a causa de la fragilidad humana y del influjo de complejas circunstancias históricas, se verificó después un resquebrajamiento trágico de la comunión entre esas dos grandes tradiciones, y nuevas fracturas se manifestaron luego durante los siglos siguientes en el seno de la cristiandad occidental. Los países bálticos se vieron fuertemente afectados por esos hechos: los cristianos, con quienes podré encontrarme durante mi próxima peregrinación apostólica, están divididos en católicos, ortodoxos y protestantes luteranos.
Pero el Espíritu de Dios impulsa fuertemente a todos hacia la unidad. Prueba de ello es el movimiento ecuménico, que en esos países cuenta con seguidores convencidos. Apoyándonos en la oración apremiante de Cristo por la unidad de sus discípulos —ut unum sint—confiamos en que llegue pronto el tiempo en que los creyentes tengan nuevamente «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), en su firme adhesión a lo esencial y unidos en su respeto sincero a las diversidades legítimas.
3. Mi visita, por tanto, cobra una dimensión ecuménica. Hoy es más necesario que nunca, especialmente con miras a un anuncio más creíble del Evangelio, que los discípulos de Cristo estén unidos. Todos tienen que tender a esa meta intensificando el diálogo y poniéndose a la escucha dócil de la palabra de Dios y en actitud constante de conversión cada vez más profunda a Cristo, camino, verdad y vida. La unidad es un don de lo alto, que hay que implorar ardientemente.
A los queridos hermanos y hermanas ortodoxos y protestantes quisiera invitarlos con afecto a unirse a esta oración. Que la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, nos obtenga el don precioso de una comunión cada vez más real y efectiva entre todos los cristianos.
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Después del Ángelus
Me es grato saludar con afecto a los peregrinos de América Latina y de España, de modo particular al grupo de Puerto Rico. Os encomiendo a todos a la maternal protección de la Santísima Virgen y os imparto de corazón la bendición apostólica.
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