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JUAN PABLO II

REGINA COELI

Domingo 30 de mayo de 1993

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Todavía está vivo el eco de la celebración eucarística con la que ayer por la tarde la Iglesia de Roma, en la conclusión del Sínodo diocesano, se abrió al don siempre nuevo del Espíritu. La comunidad cristiana de esta ciudad, a la que mira toda la Iglesia, durante algunos años se ha interrogado, ha tratado de leer los signos de los tiempos y se ha puesto con confianza y sentido de responsabilidad frente a su futuro.

En este camino se ha sentido constantemente acompañada y guiada por el Espíritu de Dios, reproduciendo así, de alguna manera, el icono del primer Concilio, celebrado en Jerusalén en los albores de la historia cristiana, y que permanece como el prototipo de todo esfuerzo sinodal en la Iglesia. Como entonces, las decisiones asumidas garantizadas por el carisma de la autoridad eclesial, no deben ser consideradas sólo como un resultado del discernimiento humano sino sobre todo como fruto de esa gracia iluminadora que es don especial del Espíritu de Dios. Damos gracias, por ello, al Señor resucitado y a su Espíritu vivificante y consolador.

2. A la alegría de la diócesis de Roma se une hoy todo el pueblo cristiano que exulta por la efusión del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. El relato de los Hechos de los Apóstoles nos habla con las imágenes vigorosas del viento y del fuego. Gracias a este don originario, la Iglesia nació y se extendió por todo el mundo. El Espíritu impulsaba y guiaba a los Apóstoles, los precedía en el corazón de los oyentes y daba fuerza a su testimonio.

En todo tiempo, pero sobre todo ahora, la Iglesia está llamada a volver a descubrir la tensión misionera de los orígenes. Es un deber fundado en el mandato explícito de Cristo. Es una urgencia arraigada en el amor, pues responde a la necesidad irreprimible de los creyentes de compartir la alegría que experimentan por haber acogido a Jesús como Salvador y Redentor. La Iglesia propone a Jesús al hombre de hoy particularmente necesitado de certidumbres no ilusorias para dar sentido verdadero a su propia vida. Y la fuerza de esta propuesta estriba no sólo en su verdad interna, sino también en la acción interior del Espíritu de Dios, al que los cristianos se abandonan confiadamente.

3. Queridos hermanos y hermanas, María es modelo sublime de este nuevo impulso misionero. Precisamente mañana, en la conclusión del mes mariano, la liturgia nos invitará a contemplar el misterio de su visita a Isabel. El relato evangélico de la visitación puede considerarse el paradigma de todo auténtico estilo misionero. En efecto, la Virgen Santa se nos presenta como mujer en camino, peregrina por los senderos del amor, pobre de todo, pero rica de Cristo. Cuando la Iglesia se acerca al hombre con la humildad el amor concreto y la fe de la Virgen, entonces no tiene necesidad de muchas palabras para ser convincente. El Espíritu habla en ella.

A María, amparo y guía de todo itinerario espiritual y apostólico, dirijamos ahora nuestra oración confiada.

4. El jueves próximo, día 3 de junio, se celebra el trigésimo aniversario de la muerte del Papa Juan XXIII. El atardecer de aquel día, en la plaza de San Pedro, cien mil fieles asistían a la santa misa celebrada por el Papa agonizante. Después del Ite, missa est resonó la voz de Radio Vaticano: «Con sentimientos de profunda conmoción damos el anuncio siguiente: Juan XXIII acaba de fallecer. El Papa de la bondad ha expirado religiosa y serenamente después de haber recibido los sacramentos de la santa Iglesia romana a las 19.49».

Es una fecha que ha quedado grabada en el alma de todos nosotros: aquella muerte serena con la luz de la fe venía a sellar una vida gastada al servicio de Dios y de la Iglesia.

Hoy queremos recordar con especial afecto al Papa Juan, porque supo unir de modo particular la bondad y la sensibilidad humana con la firmeza en la doctrina revelada por Cristo y enseñada por la Iglesia. Supo también aunar la devoción más profunda y serena y el valor pastoral intrépido, que lo llevó a convocar el concilio Vaticano II.

Que el emotivo recuerdo de su querida y paternal persona se una a la oración, a fin de que su solicitud apostólica siga estando presente y operante en la Iglesia.



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