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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 20 de febrero de 1994

 

Hermanos y hermanas:

1. Hemos entrado en la Cuaresma de año 1994, Año de la familia, querido por la ONU y por la Iglesia. Entre las tareas que durante este año es preciso poner de relieve, tanto en el campo eclesial como en el civil, está la consolidación del vínculo familiar y de la verdadera identidad de la familia.

Por esta razón, la Carta a las familias que se publicará el martes próximo, 22 de febrero, es ante todo una invitación a la oración por las familias y con las familias. Los insidiosos ataques contra la familia, en la moderna civilización hedonista que, a pesar de todas las declaraciones sobre los derechos del hombre, es, en sustancia, contraria a su verdadero bien, no pueden ser rechazados sino con la oración, el ayuno y el amor recíproco. No faltan, desde luego, familias que oran por sí mismas y por los demás. En nuestro mundo, tan expuesto a tantas amenazas de orden moral, se esta desarrollando providencialmente el apostolado de las familias.

Por desgracia, se deben registrar, precisamente en este Año de la familia, iniciativas difundidas por una parte notable de los medios de comunicación, que, en su sustancia, son «anti-familiares». Son iniciativas que dan la prioridad a lo que decide de la descomposición de las familias y de la derrota del ser humano, hombre mujer o hijos. En efecto se llama bien lo que en realidad es mal: las separaciones, decididas con ligereza; las infidelidades conyugales, no sólo toleradas sino incluso exaltadas; los divorcios; y el amor libre, son propuestos a veces como modelos que imitar. ¿A quién beneficia esta propaganda? ¿De qué fuentes nace? «Todo árbol bueno —dice Jesús— da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos» (Mt 7, 17). Se trata, por consiguiente, de un árbol malo que la humanidad lleva dentro de sí, cultivándolo con la ayuda de ingentes gastos financieros y el apoyo de poderosos medios de comunicación.

2. Me refiero ahora a la reciente y bien conocida resolución aprobada por el Parlamento europeo. En ella no se ha querido defender simplemente a las personas con tendencias homosexuales, rechazando injustas discriminaciones con respecto a ellas. Sobre esto, también la Iglesia está de acuerdo, más aún, lo apoya, lo hace suyo, ya que toda persona humana es digna de respeto. Lo que no es moralmente admisible es la aprobación jurídica de la práctica homosexual. Ser comprensivos con respecto a quien peca, a quien no es capaz de liberarse de esa tendencia, no equivale a disminuir las exigencias de la norma moral (cf. Veritatis splendor, 95). Cristo, perdonó a la mujer adúltera, salvándola de la lapidación (cf. Jn 8, 1-11), pero, al mismo tiempo le dijo: «Ve y de ahora en adelante ya no peques más» (Jn 8, 11).

Esto lo digo con gran tristeza, porque todos tenemos gran respeto hacia la Comunidad europea, hacia el Parlamento europeo; conocemos los muchos méritos de esta institución. Pero debemos decir que, con esa resolución del Parlamento europeo, se ha querido legitimar un desorden moral. El Parlamento ha conferido indebidamente un valor institucional a comportamientos desviados, no conformes al plan de Dios: existen las debilidades —lo sabemos—, pero el Parlamento al hacer esto ha secundado las debilidades del hombre.

No se ha reconocido que el verdadero derecho del hombre es la victoria sobre sí mismo, para vivir de acuerdo con la recta conciencia. Sin la fundamental conciencia de las normas morales, la vida humana y la dignidad del hombre están expuestas a la decadencia y a la destrucción. Olvidando las palabras de Cristo: «la verdad os hará libres» (Jn 8, 32), se ha tratado de indicar a los habitantes de nuestro continente el mal moral, la desviación, una cierta esclavitud, como camino de liberación, falsificando la esencia misma de la familia.

No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o dos mujeres, y mucho menos se puede a esa unión atribuir el derecho de adoptar niños privados de familia. A esos niños se les produce un daño grave, pues en esa «familia suplente» no encuentran un padre y una madre, sino «dos padres» o «dos madres».

3. Confiamos en que los Parlamentos de los países de Europa sepan tomar las distancias sobre este punto y, con ocasión del Año de la familia, protejan las familias de antiquísimas sociedades y naciones de este peligro fundamental. Pero, no cabe duda de que nos hallamos en presencia de una tentación terrible. El primer domingo de Cuaresma nos recuerda a Cristo que se ha encontrado cara a cara con el eterno tentador del hombre y lo ha vencido: una victoria que anunciaba el triunfo pascual mediante la cruz y la resurrección. Cristo nos dice a los cristianos, a nosotros, habitantes de Europa y del mundo, que este tipo de mal no se vence si no es con la oración y el ayuno. Sí, no podemos vencer este mal, esta amenaza, de otro modo. Las únicas instancias a que podemos apelar son la recta y sana conciencia y el sentido de responsabilidad de las naciones, que no deben permitir que se destruya la familia, porque de ella depende el futuro de cada uno de nosotros.

Al inicio de la Cuaresma, la Iglesia vuelve a escuchar la llamada de Cristo, y la acoge como la acogieron en otro tiempo los Apóstoles. ¡Dejemos de ser hombres de poca fe y tratemos de ser hombres de oración y penitencia! «... Si no os convertís, pereceréis todos» (Lc 13, 3), dice Cristo. No son palabras pronunciadas en vano. Han tenido ya muchas veces confirmación en la historia. ¡No sabemos ni el día ni la hora (cf. Mt 25, 13)! La Cuaresma nos sirva para la renovación de nuestra alianza con Dios en Cristo. Sólo en Él se halla la salvación del hombre.



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