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JUAN PABLO II

REGINA COELI

Domingo 10 de abril de 1994

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. «¡Paz a vosotros!». Éste es el saludo del Resucitado, que más veces ha resonado en las lecturas bíblicas de esta octava de Pascua, en especial en el evangelio de la liturgia de hoy. Este saludo en labios de Jesús va mucho más allá de la perspectiva y el deseo de una paz exterior, aunque sea muy necesaria. La paz que da Jesús es la plenitud del don pascual.

Cristo mismo es nuestra paz (cf. Ef 2, 14). Él, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29), al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección, inaugura el tiempo del gran perdón, ofrecido a los hombres a través del don del Espíritu y los sacramentos de la Iglesia: «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (Jn 20, 23).

2. La paz que da el Resucitado es también el triunfo de la misericordia divina. En efecto, ¿qué es la misericordia sino el amor sin límites de Dios, que ante el pecado del hombre, frenando el sentimiento de una severa justicia, casi se deja enternecer por la miseria de la criatura, y va hasta el don total de sí, en la cruz del Hijo? «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!» (Pregón pascual).

Para captar la profundidad de este misterio, debemos tomar muy en serio la desconcertante revelación de Jesús: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Dios es verdaderamente el pastor que deja las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la perdida (cf. Lc 15, 4-6); es el padre que espera siempre al hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-31). ¿Quién puede decir que está sin pecado y que no necesita la misericordia de Dios?

Nosotros, hombres de este tiempo tan inquieto, oscilante entre el vacío de la autoexaltación y el abatimiento de la desesperación, necesitamos más que nunca una experiencia regeneradora de misericordia. Debemos aprender a repetir a Dios, con confianza y sencillez de hijos: «Grande es nuestro pecado, pero más grande es tu amor» (Himno de Vísperas del tiempo de Cuaresma).

Al abrirnos a la misericordia, no pretendemos ciertamente aprovecharnos de ella para acomodarnos en la mediocridad y en el pecado; al contrario, nos sentimos impulsados a propósitos de vida nueva.

3. ¡Oh María, Madre de misericordia! Tú conoces como nadie el corazón de tu divino Hijo. Inspíranos con respecto a Jesús la confianza filial que vivieron los santos, la confianza que animó a la beata Faustina Kowalska, gran apóstol de la misericordia divina en nuestro tiempo.

Mira con amor nuestra miseria; arráncanos, oh Madre, de las contrastantes tentaciones de la autosuficiencia y del abatimiento, y alcánzanos la abundancia de la misericordia que nos salva.



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