JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Solemnidad de Todos los Santos
Jueves 1 de noviembre de 1995
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. La solemnidad de todos los santos, hoy, y la conmemoración de los fieles difuntos, mañana, nos invitan a dirigir la mirada hacia la meta definitiva de nuestra peregrinación terrena: el paraíso. «Voy a prepararos un lugar dice el Maestro a sus discípulos en el cenáculo (...), para que donde esté yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 2-4). Pensar en el cielo siguiendo a Cristo, camino, verdad y vida, nos infunde la serenidad y la valentía indispensables para afrontar las dificultades diarias con la esperanza segura de participar algún día en el gozo eterno de la comunión de los santos.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los mansos, bienaventurados los limpios de corazón, bienaventurados los que trabajan por la paz, bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (cf. Mt 5, 3-10). Nos lo repite hoy la Iglesia, indicándonos a los santos, los que, «habiendo pasado la gran tribulación y lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (cf. Ap 7, 14), tomaron abundantemente del tesoro de la Redención. Ahora nos preceden en el gozo de la liturgia celestial; son modelos para nosotros de las virtudes evangélicas y nos socorren con su intercesión constante.
2. Hoy los santos, mañana los difuntos. La Iglesia mantiene unidas estas dos citas del calendario litúrgico y nos invita a orar por los difuntos. Esta oración —como dice la Escritura— «es una acción muy hermosa y noble, pensando en la resurrección» (2 M 12, 43), un deber y un acto concreto de caridad con el cual se realiza y alimenta la comunión de los santos.
Vienen a la mente todos los cementerios del mundo, donde descansan las generaciones pasadas. El recuerdo se hace más vivo aún cuando se piensa en los propios seres queridos, en los que nos amaron y nos introdujeron en la vida. Pero no es menos significativo el recuerdo de las víctimas de la violencia y de las guerras, como también de quienes dieron su vida para permanecer fieles a Cristo hasta el final, o murieron mientras prestaban su servicio generoso a los hermanos. Queremos recordar especialmente a cuantos nos han dejado en el curso de este año y orar por ellos.
Sí, por una parte, la Iglesia, peregrina en la historia, se alegra por la intercesión de los santos y de los beatos que la sostienen en la tarea de anunciar a Cristo muerto y resucitado, por otra, participa en la tristeza de sus hijos afligidos por la separación de las personas amadas y les señala la perspectiva de la vida eterna. La alegría y las lágrimas encuentran en estas dos celebraciones una síntesis que tiene su fundamento y su certeza consoladora en Cristo.
3. Nuestra mirada se dirige ahora a María que, honrada con esta "gracia tan extraordinaria, aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra" (Lumen gentium, 53). La Madre de Cristo, Reina de los santos, intercede por los miembros de la Iglesia que todavía necesitan la misericordia divina.
A María santísima, Abogada de gracias, le encomendamos las alegrías y las lágrimas que acompañan estas dos celebraciones singulares.
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