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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 30 de junio de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. La historia de la Iglesia, con sus dos rostros, el oriental y el occidental, sólo se comprende partiendo de sus orígenes. Y su origen es Cristo, a quien la Iglesia entera reconoce como Señor. Su origen es el Espíritu, que se derramó en Pentecostés como principio de vida y de todos los dones. En el origen de la Iglesia están también los Apóstoles, testigos del Resucitado y padres en la fe.

De este origen vivo y común, no podrá menos de brotar, según los tiempos de la Providencia y los de nuestra docilidad, una nueva y anhelada unidad entre los cristianos de Oriente y Occidente.

En la espera activa de este acontecimiento, recordamos gratamente los siglos de la cristiandad indivisa, especialmente los primeros siglos, en los que el anuncio evangélico, partiendo de Jerusalén, se irradió en todas las direcciones del mundo entonces conocido. El mensaje del Maestro comenzó a fecundar las diversas culturas. Era inevitable que este gran proceso pusiera de manifiesto las diferencias y causara algunas tensiones. Ya en la época apostólica, el concilio de Jerusalén debió armonizar las perspectivas diferentes de los cristianos de origen judío y de los procedentes del paganismo. Ese acontecimiento sigue siendo un testimonio luminoso de cómo hay que servir a la verdad sin componendas, cultivando todos la tolerancia y la comunión. Lamentablemente en el curso de la historia no siempre ha sido fácil seguir este ejemplo.

2. Pero el Espíritu de Dios no nos da tregua, hasta que restablezcamos la plena unidad entre nosotros. Su voz nos llega particularmente viva a través del testimonio de los santos, venerados tanto en oriente como en Occidente, que desde los primeros siglos se distinguieron como artífices de comunión.

Quisiera recordar el estupendo testimonio de san Ignacio, obispo de Antioquía. Al venir a Roma para sufrir el martirio, casi olvidándose de sí mismo, escribió cartas conmovedoras a varias Iglesias. A todas les recomendaba que cultivaran la unidad en torno al obispo y las impulsaba a la comunión recíproca, estimulándolas al intercambio de mensajes y oraciones. Además, a la comunidad de Roma le dio el sugestivo y casi programático apelativo de Iglesia que «preside en la caridad» (Ad Rom, inscr.).

Y ¿cómo olvidar, en el siglo II, a san Ireneo, otro gran benemérito de la unidad de la Iglesia? Nacido en Esmirna y elegido obispo de Lyon, constituyó un puente entre Oriente y Occidente. En su obra teológica señaló como norma de fe la única tradición que resuena en las diversas lenguas, anunciada por la misma boca (cf. Adv. Haer. I, 10, 2), y concibió la vida eclesial como sinfonía de voces, trabajando para favorecer la comprensión recíproca en las tensiones que se produjeron en su tiempo acerca de la cuestión de la fecha de celebración de la Pascua.

3. Que la Madre de Cristo y de la Iglesia nos ayude a caminar siguiendo las huellas de esos grandes testigos. Nos haga dóciles al Espíritu Santo, para que, respetando las legítimas diferencias y tradiciones, aprendamos a estimarnos y a coincidir cada vez más profundamente en la fe y en la caridad. Ella nos infunda en el corazón una gran nostalgia de la plena comunión, impulsándonos a buscarla con propósitos renovados y firmes.



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