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JUAN PABLO II

REGINA COELI

Domingo 26 de mayo de 1996
Solemnidad de Pentecostés

 

1. Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, coronación del misterio pascual, que nos recuerda la gran efusión del Espíritu Santo, «que se manifiesta, da y comunica como Persona divina» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 731), y fue enviado por el Resucitado como Consolador y principio de vida nueva.

En realidad, el Espíritu de Dios actúa en el mundo desde siempre. Junto con el Padre y el Hijo, está en el origen de la creación y de la historia de la salvación. Pero con la muerte y la resurrección de Cristo, se inaugura un tiempo nuevo de su acción. Los Hechos de los Apóstoles describen admirablemente los frutos de su efusión: los espíritus se abren a Dios, las barreras de las lenguas quedan superadas, y entre los pueblos se establece un principio de fraternidad. Donde llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura.

2. Pentecostés es el día de la manifestación pública de la Iglesia. La efusión del Espíritu sobre los Apóstoles, reunidos en el cenáculo, marca el inicio de la nueva humanidad, que brota de la Pascua de Cristo, y está animada por el Amor divino. Este es el milagro de la Iglesia, que constituye la juventud de Dios para el mundo: un pueblo nuevo, en el que, por la acción misteriosa del Espíritu, los valores siempre nuevos de la pobreza evangélica, la fraternidad, la paz, la misericordia, el servicio desinteresado a los últimos, el amor a la verdad, prevalecen cada día sobre las antiguas lógicas mundanas, anunciando y anticipando el futuro de Dios.

Ayer por la tarde, durante la celebración que dio inicio en Roma a la gran misión ciudadana para preparar el jubileo del Año santo 2000, pedí al Espíritu Consolador que este milagro de la Iglesia, encomendada a su guía, se convierta en novedad continua en la historia de los hombres y se realice en la comunidad cristiana de la Urbe y en todas las comunidades eclesiales del mundo.

3. Esta celebración de la solemnidad de Pentecostés ha quedado ensombrecida por la trágica noticia de la muerte de siete monjes de la Trapa de «Notre-Dame d'Atlas» en Argelia, último de una serie de episodios de violencia que sacuden, desde hace mucho tiempo, la vida de la nación argelina, implicando también a nuestros hermanos católicos.

A pesar de nuestro profundo dolor, demos gracias a Dios por el testimonio de amor que han brindado estos religiosos. Su fidelidad y coherencia honran a la Iglesia y seguramente serán semilla de reconciliación y paz para el pueblo argelino, con el que se habían hecho solidarios.

Nuestra oración llegue también a sus familias, a la orden cisterciense y a la pequeña comunidad eclesial que se encuentra en Argelia: ¡ojalá que en esta trágica prueba no les falten nunca la valentía del perdón y la fuerza de la esperanza, fundados en Cristo que ha vencido a la muerte!

Con las palabras del libro del Génesis: «Pediré cuentas al hombre de la vida del hombre; a cada uno, de su hermano» (cf. Gn 9, 5), dirijo un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad, y sobre todo a los que se reconocen como hijos de Abraham, para que nunca se repitan semejantes actos, ni en Argelia ni en ninguna otra parte, pues son la ofensa más grave que se puede perpetrar contra Dios y contra el hombre.

Amadísimos hermanos y hermanas, ojalá que en esta solemnidad de Pentecostés sea unánime nuestra oración con María: «Oh Señor, envía tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra».



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