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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 23 de febrero de 1997

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta la Transfiguración en el monte Tabor. Es la revelación de la gloria, que precede la prueba suprema de la cruz y anticipa la victoria de la resurrección.

Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de este evento extraordinario. El evangelio de hoy relata que Jesús los llamó aparte y los llevó consigo «a un monte alto» (Mc 9, 2).

La subida de los discípulos al Tabor nos impulsa a reflexionar sobre el itinerario penitencial de estos días. También la Cuaresma es un camino de subida. Es una invitación a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación. Se trata de un esfuerzo de purificación del corazón, para liberarlo del pecado que pesa sobre él. Ciertamente se trata de un camino arduo, pero que orienta hacia una meta rica en belleza, esplendor y alegría.

2. En la Transfiguración se oye la voz del Padre celestial: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Estas palabras encierran todo el programa de la Cuaresma: debemos ponernos a la escucha de Jesús. Él nos revela al Padre, porque, como Hijo eterno, es «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15). Pero, al mismo tiempo, como verdadero «Hijo del hombre», revela lo que sabemos, revela el hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22). Por tanto, ¡no tengamos miedo a Cristo! Al elevarnos a la altura de su vida divina, no nos aleja de nuestra humanidad sino que, por el contrario, nos humaniza, dando sentido pleno a nuestra existencia personal y social. A este redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús también nos impulsa la perspectiva del gran jubileo, que en este primer año de preparación inmediata se centra principalmente en la contemplación de Cristo: una contemplación que debe alimentarse del Evangelio y de la oración, y que siempre tiene que ir acompañada por una conversión auténtica y por el redescubrimiento constante de la caridad como ley de vida diaria.

3. Queridos hermanos, contemplemos a María, la Virgen a la escucha, siempre dispuesta a acoger y conservar en su corazón cada una de las palabras de su Hijo divino (cf. Lc 2, 51). El evangelio la define «feliz porque ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45). La Madre celestial de Dios nos ayude a entrar en sintonía profunda con la palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida.



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