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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Solemnidad de Todos los Santos
Sábado 1 de noviembre de 1997

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Los primeros dos días del mes de noviembre constituyen para el pueblo cristiano un momento intenso de fe y oración, que pone de relieve de modo singular la orientación «escatológica » recordada con fuerza por el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, cap. VII). En efecto, al celebrar a todos los santos y al conmemorar a todos los fieles difuntos, la Iglesia peregrina en la tierra vive y expresa en la liturgia el vínculo espiritual que la une a la Iglesia celestial.

Hoy rendimos honor a los santos de todos los tiempos, mientras ya dirigimos oraciones en sufragio de nuestros queridos difuntos, visitando los cementerios. ¡Cómo nos consuela pensar que nuestros seres queridos, ya fallecidos, están en compañía de María, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores de la fe, de las vírgenes y de todos los santos y santas del paraíso!

2. La solemnidad de hoy nos ayuda así a profundizar una verdad fundamental de la fe cristiana, que profesamos en el «Credo»: la «comunión de los santos». A este propósito, el concilio Vaticano II afirma: «Todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (cf. Ef 4, 16). Por tanto, la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales (...). Su preocupación de hermanos ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49).

Esta admirable comunión se realiza del modo más alto e intenso en la divina liturgia y, sobre todo, en la celebración del sacrificio eucarístico: en él «nos unimos de la manera más perfecta al culto de la Iglesia del cielo: reunidos en comunión, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor; la de su esposo san José; la de todos los santos Apóstoles y mártires y la de todos los santos» (ib., 50).

3. En la gloriosa asamblea de los santos, Dios quiso reservar el primer lugar a la Madre del Verbo encarnado. A lo largo de los siglos y en la eternidad María sigue estando en la cumbre de la comunión de los santos, como protectora singular del vínculo de la Iglesia universal con Cristo, su Señor. Para quien quiere seguir a Jesús por el camino del Evangelio, la Virgen es la guía segura y experta, la Madre solícita y atenta a la que puede confiar todos sus deseos y dificultades.

Pidamos juntos a la Reina de todos los santos que nos ayude a responder con generosa fidelidad a Dios, que nos llama a ser santos como él es santo (cf. Lv 19, 2; Mt 5, 48).



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