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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 1 de noviembre de 1998
Solemnidad de Todos los Santos

 

1. La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos hoy, cobra un significado particular en el camino de preparación para el gran jubileo del año 2000. En efecto, esa histórica cita tiene como objetivo principal el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Los santos son los que en todos los tiempos han sabido vivir con valentía su fe, dando testimonio de Cristo sin vacilaciones ni componendas.

«Bienaventurados los pobres de espíritu (...), los mansos (...), los limpios de corazón (...), los que trabajan por la paz (...), los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3-10). Es lo que nos repite hoy la liturgia, indicándonos a los que «vienen de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (Ap 7, 14), tomando abundantemente del tesoro de la Redención. Ahora nos preceden en el gozo de la liturgia celestial. Son nuestros modelos y nos ayudan con su constante intercesión, dándonos innumerables reflejos de la luz de gracia, que es fruto del supremo misterio de la Encarnación.

2. El año litúrgico pone esta solemnidad en estrecha relación con la conmemoración de todos los fieles difuntos, que celebraremos mañana. El pensamiento va a los cementerios del mundo entero, en los que descansan los restos mortales de quienes nos han precedido. El recuerdo se hace más vivo aún cuando pensamos en nuestros seres queridos, en los que nos han amado y nos han introducido en la vida. Pero no es menos significativo el recuerdo de las víctimas de la violencia y de las guerras, así como el de cuantos han sacrificado su vida por permanecer fieles a Cristo hasta el final, o han muerto mientras prestaban un servicio generoso a sus hermanos. Recordemos especialmente a cuantos han fallecido durante este año, y oremos por ellos.

La Iglesia, peregrina en la historia, por una parte, se alegra por la intercesión de los santos y los beatos que la sostienen en su misión de anunciar a Jesús muerto y resucitado; y, por otra, participa en la tristeza de sus hijos afligidos por la pérdida de sus seres queridos, y les señala el horizonte de la esperanza cristiana, la perspectiva de la vida eterna. En estas dos celebraciones, tan íntimamente unidas, la alegría y las lágrimas encuentran una síntesis que tiene su fundamento y su certeza consoladora en Cristo.

3. Contemplemos a María que, distinguida con una «gracia tan extraordinaria, aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra» (Lumen gentium, 53). Encomendémosle a ella a nuestros seres queridos difuntos; presentémosle el ardiente deseo, que nos anima, de aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad. María, Reina de todos los santos, ¡ruega por nosotros!



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