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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 27 de septiembre de 1998

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Vicente de Paúl, patrono de todas las asociaciones de caridad. Pensando en este insigne testigo del amor a Dios y a los hermanos, especialmente a los más pobres y abandonados, no podemos menos de dirigir nuestra atención a uno de los grandes desafíos que interpelan nuestra conciencia: el contraste verdaderamente intolerable entre la porción de la humanidad que goza de todas las ventajas del bienestar económico y del progreso científico, y la multitud enorme de cuantos viven en condiciones de extrema indigencia. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente insistí en que «el compromiso por la justicia y por la paz» ha de ser «un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del jubileo » (n. 51). Por eso, ante la perspectiva del Año santo ya inminente, debemos preguntarnos: ¿cómo va nuestro compromiso?

Nos impulsa con energía a hacer esta reflexión la parábola evangélica del pobre Lázaro y del rico epulón, que nos propone la liturgia de hoy. Proclama con claridad que, en el fuerte contraste entre ricos insensibles y pobres necesitados de todo, Dios está de parte de estos últimos. No es lícito resignarse al espectáculo inmoral de un mundo donde aún hay personas que mueren de hambre, que no tienen casa, que carecen de la instrucción más elemental, que no disponen de los cuidados necesarios en caso de enfermedad o que no encuentran trabajo. Y esta lista de viejas y nuevas formas de pobreza podría alargarse mucho más.

2. Es urgente promover una cultura y una política de solidaridad, que comiencen en lo más íntimo de cada uno, en la capacidad de dejarse interpelar por quienes tienen necesidad. Ciertamente, frente a la complejidad de los problemas, no basta el compromiso personal. Para algunos problemas, como el de la deuda externa de los países pobres, hace falta una respuesta concertada por parte de la comunidad de las naciones.

Con todo, sólo se podrán resolver de modo eficaz los grandes desafíos de la indigencia y de la injusticia social si crece dentro de las personas y de las familias la cultura de solidaridad. Como recordé en la carta apostólica Dies Domini, el domingo debe ser un día especial de caridad para vivirlo a fondo como día del Señor.

3. Que la santísima Virgen nos ayude a todos a crecer en la dimensión de la fraternidad. María, a quien invocamos en las letanías lauretanas como Consuelo de los afligidos, se sirve también de nuestros brazos y de nuestro corazón para hacer llegar al necesitado su consuelo y su solicitud maternal.



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