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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Miércoles 6 de enero de 1999

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Acaba de terminar, en la basílica de San Pedro, la celebración eucarística durante la cual he consagrado a nueve obispos. Este sugestivo rito se renueva ya desde hace algunos años en el día de la Epifanía, en que recordamos la manifestación de Cristo a todas las gentes, representadas por los Magos que fueron a Belén desde Oriente.

Cristo es la luz del mundo que ilumina a todos los hombres y a todos los pueblos: éste es el mensaje de la solemnidad de hoy; un mensaje que se confía en primer lugar a los obispos, para quienes, de generación en generación, vale el mandato que Cristo resucitado dio a los Apóstoles: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

2. Este mandato misionero es para todos los discípulos de Cristo. Mientras la comunidad internacional se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio y mira con preocupación las sombras que se proyectan aún sobre su camino, la Iglesia «desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo» (Lumen gentium, 1), y por eso redobla su compromiso de anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf. ib.).

La humanidad tiene necesidad de Cristo: de su palabra de salvación, de su presencia consoladora y de su amor, que renueva todo. El mundo espera de los cristianos un testimonio intrépido y fiel.

Oremos para que aumente en todos los creyentes la conciencia misionera y crezca el número de los que en todos los lugares de la tierra dedican sus energías a la causa del Evangelio. Pienso, en particular, en las tierras de primera evangelización y en cuantos no tienen miedo de afrontar riesgos y peligros con tal de llevarles la palabra de Dios; pienso, además, en los que, en medio de numerosos sufrimientos físicos y morales, ofrecen generosamente su vida al Señor para contribuir a sus misteriosos designios salvíficos.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, al elevar con alegría nuestra acción de gracias al Padre celestial por el don de estos nuevos obispos, abracemos con nuestro recuerdo y nuestra oración a la entera comunidad eclesial, que Jesús envió a evangelizar a todas las gentes: que la luz del Redentor resplandezca siempre sobre su rostro.

Lo pedimos por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. Ella, que en Belén mostró a los Magos el Niño Jesús, nos ayude a anunciar y testimoniar a los hombres de nuestro tiempo la buena nueva del amor misericordioso de Dios.

 



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