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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 14 de febrero de 1999

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Celebramos hoy la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa junto con san Benito abad. Estos dos santos hermanos, originarios de Salónica, son los grandes evangelizadores del mundo eslavo, un mundo que, fecundado por la savia vital del Evangelio, ha legado a la Iglesia y a la humanidad un patrimonio inestimable de espiritualidad y cultura.

¿Cómo no pensar, en este marco, en los horizontes de la misión que se abren en Europa, en el umbral del nuevo milenio? La Puerta santa del año 2000 se abrirá a una sociedad que necesita ser iluminada por la luz de Cristo. La «vieja Europa» ha recibido el don del Evangelio, pero ahora necesita un renovado anuncio cristiano, que ayude a las personas y a las naciones a conjugar libertad y verdad, y asegure fundamentos espirituales y éticos a la unificación económica y política del continente. Ojalá que la intercesión de estos dos insignes evangelizadores dé un generoso impulso apostólico a las comunidades eclesiales del continente europeo, que se disponen a vivir en el próximo otoño una segunda Asamblea especial del Sínodo de los obispos, como preparación para el gran jubileo.

2. Mi pensamiento va, asimismo, al próximo miércoles, cuando, con el rito de la ceniza, comenzará el tiempo fuerte de la Cuaresma, con su típica invitación a la conversión y a la penitencia.

Este año, el último antes del 2000, la Cuaresma se presenta más que nunca como el tiempo propicio para una «vuelta a la casa del Padre», a un «camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto negativo de liberación del pecado, como un aspecto positivo de elección del bien» (Tertio millennio adveniente, 50). ¿No es éste el ámbito más adecuado para el redescubrimiento del sacramento de la penitencia en su significado más profundo? El anuncio de la conversión y la reconciliación, como exigencia imprescindible del amor cristiano, es más urgente que nunca en la sociedad actual, en la que a menudo parecen haberse perdido incluso los fundamentos de una visión ética de la existencia humana.

3. Encomendemos estos compromisos y deseos a la santísima Virgen, dirigiéndonos a ella con el título de «Virgen de la Confianza», como la invocan en el Seminario romano mayor, que ayer tuve la oportunidad de visitar. La Madre de Dios nos obtenga el don de la confianza, que infunde esperanza y paz en el corazón del hombre.

 



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