JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 25 de julio de 1999
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Mañana, la liturgia celebrará la memoria de san Joaquín y santa Ana, a quienes la tradición, que se remonta al evangelio apócrifo de Santiago, venera como padres de la santísima Virgen María. Esta circunstancia me impulsa a decir algunas palabras sobre la ancianidad y su valor, teniendo en cuenta también el hecho de que 1999 es el año internacional del anciano.
La así llamada «tercera edad» es, ante todo, un valor en sí, por el hecho de la vida que se prolonga, y la vida es don de Dios. Además, es portadora de «talentos» peculiares, gracias al patrimonio de experiencias, conocimientos y enseñanzas que atesora el anciano. Por eso, en todas las culturas la ancianidad es sinónimo de sabiduría y equilibrio. Con su misma presencia, la persona anciana recuerda a todos, y en especial a los jóvenes, que la vida en la tierra es una «parábola», con su comienzo y su fin: para alcanzar su plenitud, ha de referirse a valores sólidos y profundos, no efímeros y superficiales.
2. En las sociedades con un gran desarrollo industrial y tecnológico, la condición de los ancianos es ambivalente: por una parte, están cada vez menos integrados en el entramado familiar y social; pero, por otra, su papel se vuelve cada vez más importante, sobre todo para el cuidado y la educación de los nietos. En efecto, los matrimonios jóvenes encuentran en los «abuelos» una ayuda a menudo indispensable.
Así pues, por un lado, el anciano es marginado, y, por otro, es buscado. Todo esto muestra el desequilibrio típico de un modelo social dominado por la economía y el lucro, que tiende a perjudicar a las clases «no productivas», considerando a las personas más por su utilidad que por sí mismas.
3. En este marco, es muy necesario acudir a los frescos manantiales de la revelación divina para conocer la verdad sobre el hombre y, en particular, sobre el anciano. En la sagrada Escritura la ancianidad está rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide evitar la vejez y su carga; por el contrario, ora así: «Tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud. (...) Y ahora que llegan la vejez y las canas, ¡oh Dios!, no me abandones, para que anuncie yo a todas las edades venideras tu brazo, tu poderío» (Sal 71, 5.18).
En el umbral del Nuevo Testamento, precisamente san Joaquín y santa Ana preparan la venida del Mesías, acogiendo a María como don de Dios y ofreciéndola al mundo como inmaculada «arca de la salvación». A su vez, según el evangelio apócrifo de Santiago, luego son acogidos y venerados por la Sagrada Familia de Nazaret, que se convierte así en modelo de amorosa asistencia con respecto ellos.
Imploro a san Joaquín y a santa Ana y, sobre todo, a su excelsa Hija, la Madre del Salvador, inteligencia de amor para los ancianos, a fin de que en nuestra sociedad «la familia sepa conservar, revelar y comunicar el amor» (cf. Familiaris consortio, 17).
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Después del Ángelus
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que han participado en esta oración mariana, en particular al grupo de «La Obra de la Iglesia». En este domingo se celebra también la fiesta del apóstol Santiago, de tanto arraigo en vuestros países y que este año tiene especial relieve, dentro del Año jubilar compostelano. Que su protección os haga valientes testigos del Evangelio.
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