JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Viernes 1 de noviembre de 2002
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Hoy la Iglesia, como dice la liturgia, tiene "la alegría de celebrar en una misma fiesta los méritos y la gloria de todos los Santos" (Oración colecta): no sólo de los que ha proclamado a lo largo de los siglos, sino también de los innumerables hombres y mujeres cuya santidad, oculta en este mundo, es conocida por Dios y resplandece en su reino eterno.
En el clima espiritual de la comunión de los santos, me complace recordar a los nueve hermanos y hermanas canonizados durante el último año: Alonso de Orozco, Ignacio de Santhià, Humilde de Bisignano, Paulina del Corazón Agonizante de Jesús, Benedicta Cambiagio Frassinello, Pío de Pietrelcina, Pedro de San José de Betancur, Juan Diego de Guadalupe y Josemaría Escrivá de Balaguer.
Al pensar en estos luminosos testigos del Evangelio, damos gracias a Dios, "fuente de toda santidad", por haberlos donado a la Iglesia y al mundo. Con su ejemplo, demuestran que "todos los fieles —como enseña el Concilio— están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen gentium, 40), tendiendo al "alto grado" de la vida cristiana ordinaria (cf. Novo millennio ineunte, 31).
2. La fiesta de hoy nos invita a dirigir la mirada al cielo, meta de nuestra peregrinación terrena. Allí nos espera la asamblea festiva de los santos. Allí nos encontraremos de nuevo con nuestros seres queridos difuntos, por los cuales se elevará la oración en la gran conmemoración litúrgica de mañana.
Los fieles cristianos y las familias visitan en estos días los cementerios, donde descansan los restos mortales de sus familiares, en espera de la resurrección final. También yo vuelvo espiritualmente a las tumbas de mis seres queridos, ante las cuales recientemente tuve ocasión de orar, durante mi viaje apostólico a Cracovia.
Con todo, el 2 de noviembre nos pide que no olvidemos, más aún, que en cierto sentido demos prioridad en la oración a las almas de tantos difuntos que nadie recuerda, para encomendarlos al abrazo de la Misericordia divina. Pienso, en particular, en todos los que, durante el año transcurrido, han dejado este mundo. Ruego especialmente por las víctimas de los sangrientos sucesos que en los meses pasados, y también durante estos días, han seguido afligiendo a la humanidad. La conmemoración de todos los difuntos ha de ser también una invocación común de paz: paz para quien ha vivido, paz para quien vive y paz para quien vivirá.
3. En la gloria del Paraíso resplandece la Virgen María, a la que Cristo coronó como Reina de los ángeles y de los santos. A ella, "señal de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium, 68), mira la Iglesia peregrinante, con el deseo de unirse a la triunfante en la patria celestial. A María santísima le encomendamos a todos los difuntos, para que se les conceda la felicidad eterna.
Después del Ángelus
En los últimos días se han verificado violentos fenómenos sísmicos en Sicilia y en otras zonas del centro y sur de Italia, que han causado grandes sufrimientos y pruebas a esas queridas poblaciones. En particular, en la jornada de ayer, un terremoto de fuerte intensidad azotó a Molise, produciendo daños en Pulla y Abruzos.
Deseo expresar mi profunda cercanía espiritual a las personas afectadas por esos trágicos sucesos, pensando especialmente en los niños implicados en el derrumbe del edificio de una escuela en San Giuliano di Puglia. Al mismo tiempo que elevo al Señor mi ferviente oración por las víctimas y por sus familiares, dirijo una afectuosa palabra de aliento a los supervivientes y a las personas que están prestando socorro, deseando que los sostenga la solidaridad de toda la nación.
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