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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 23 de mayo de 1979

 

Naturaleza misionera de la Iglesia

1. Mañana termina el período de cuarenta días, que separan el momento de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo de su Ascensión. Este es también el momento de la separación definitiva del Maestro de sus Apóstoles y de los discípulos. En un momento tan importante Cristo les confía la misión que Él mismo ha recibido del Padre y ha comenzado en la tierra: "Como me envió mi Padre, así os envío yo" (Jn 20, 21), les dijo durante el primer encuentro después de la resurrección. En este momento se encuentra en Galilea, según lo que escribe Mateo: ''Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y viéndole, se postraron, aunque algunos vacilaron, y, acercándose Jesús, les dijo: 'Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo'" (Mt 28, 16-20).

Las palabras citadas contienen el así llamado mandato misionero. Los deberes que Cristo transmite a los Apóstoles definen al mismo tiempo la naturaleza misionera de la Iglesia. Esta verdad ha encontrado su expresión particularmente plena en la enseñanza del Concilio Vaticano II: "La Iglesia peregrinante es, por naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre" (Ad gentes, 2). La Iglesia nacida de esta misión salvífica, se encuentra siempre "in statu missionis: en estado de misión", y está siempre en camino. Esta condición refleja las fuerzas interiores de la fe y de la esperanza que animan a los Apóstoles, a los discípulos y a los confesores de Cristo Señor durante todos los siglos. "Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio... diciendo a los que tienen más letras que voluntad: ¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria... por la negligencia de ellos!... Muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina... diciendo: Señor, aquí estoy, ¿qué quieres que yo haga? Envíame adonde quieras" (San Francisco Javier, Carta 5 a San Ignacio de Loyola, de 1544. H. Tursellini, Vita Francisci Xaverii, Romae, 1956, lib. IV; citado según el Libro de las Horas, Oficio de lectura del 3 de diciembre).

En nuestra época estas fuerzas, tan claramente presentadas por el Concilio, deben hallar eco de nuevo. La Iglesia debe renovar su conciencia misionera, que en la práctica apostólica y pastoral de nuestros tiempos exige ciertamente muchas aplicaciones nuevas; entre ellas, una renovada actividad misionera de la Iglesia motiva aún más profundamente y pide aún más fuertemente esta actividad.

2. Aquellos a quienes envía el Señor Jesús —tanto los que después de los diez días siguientes a la Ascensión saldrán del Cenáculo en Pentecostés, como todos los demás: generación tras generación hasta nuestros tiempos— llevan consigo un testimonio que es la fuente primera y el contenido fundamental de la evangelización: "Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra" (Act 1, 8). Reciben el encargo de enseñar dando testimonio. "El hombre actual escucha a los que dan testimonio más gustosamente que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque dan testimonio" (Pablo VI, discurso a los miembros del Consilium de Laicis, 2 de octubre de 1974; AAS 66, 1974, pág. 568; cf. Evangelii nuntiandi, 41; AAS 68, 1976, pág. 31).

Cuando leemos tanto en los Hechos de los Apóstoles como en las Cartas la impresión de la catequesis apostólica, comprobamos lo exactamente que encarnaron en la vida este encargo los primeros ejecutores del mandato apostólico de Cristo. Dice San Juan Crisóstomo: "Si la levadura, mezclada con la harina, no transforma toda la masa en una misma calidad, ¿habrá sido en realidad un fermento? No digas que no puedes arrastrar a los otros; efectivamente, si eres un cristiano auténtico, es imposible que no suceda esto" (San Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum, Homilía 20, 4; PG 60, 163).

Quien realiza la obra de la evangelización no es sobre todo un profesor. Es un enviado. Se comporta como un hombre a quien se le ha confiado un gran misterio. Y al mismo tiempo como quien ha descubierto personalmente el tesoro mayor, como aquel "escondido en un campo", de la parábola de Mateo (cf. Mt 13, 44). El estado de su alma, pues, está marcado también por la prontitud en compartirlo con los otros. Más todavía que la prontitud, siente un imperativo interior, en la línea de ese magnífico urget de Pablo (cf. 2 Cor 5, 14).

Todos nosotros descubrimos esta fisonomía interior leyendo y releyendo las obras de Pedro, Pablo, Juan y otros, al conocer por sus obras, por sus palabras pronunciadas, por las cartas escritas que eran realmente los Doce. La Iglesia nació in statu missionis en hombres vivos.

Y este carácter misionero de la Iglesia se ha renovado sucesivamente en otros hombres concretos, de generación en generación. Es necesario caminar sobre las huellas de estos hombres, a quienes, en las distintas épocas, se les ha confiado el Evangelio como obra de salvación del mundo. Es necesario verlos como eran en su interior. Como los ha plasmado el Espíritu Santo. Como los ha transformado el amor de Cristo. Sólo entonces vemos de cerca la realidad que esconde en sí la vocación misionera.

3. En la Iglesia, donde cada uno de los fieles es un evangelizador, Cristo continúa eligiendo a los hombres que quiere "para que le acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes" (Ad gentes, 23): de este modo la narración del envío de los Apóstoles se hace historia de la Iglesia desde la primera a la última hora.

La calidad y el número de estas vocaciones son el signo de la presencia del Espíritu Santo, porque es el Espíritu "quien distribuye los carismas según quiere para utilidad común": para este bien supremo Él "inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno" (Ad gentes, 23). Es cierto que el Espíritu inspira y mueve a los hombres elegidos, para que la Iglesia pueda encargarse de su responsabilidad evangelizadora. En efecto, siendo la Iglesia la misión encarnada, revela esta encarnación suya ante todo en los hombres de la misión: "Como me envió mi Padre, así os envío yo" (Jn 20, 21).

En la Iglesia, la presencia de Cristo, que llama y envía como durante su vida mortal, y la del Espíritu Pentecostal que inflama, es la certeza de que las vocaciones misioneras no faltarán nunca.

Estos "signados y designados por el Espíritu" (Act 13, 2) "son sellados con vocación especial entre las gentes y son enviados por la autoridad legítima: hombres y mujeres, nativos del lugar y extranjeros: sacerdotes, religiosos, laicos" (Ad gentes, 23). El surgir y el multiplicarse de los consagrados de por vida a la misión es también el índice del espíritu misionero de la Iglesia: de la universal vocación misionera de la comunidad cristiana brota la vocación especial y específica del misionero: efectivamente, la vocación no es algo puramente personal, sino que afecta al hombre a través de la comunidad.

El Espíritu Santo, que inspira la vocación de cada uno, es el mismo que "suscita en la Iglesia institutos que tomen como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia" (Ad gentes, 23). Órdenes, congregaciones e institutos misioneros han representado y vivido durante siglos el compromiso misionero de la Iglesia y lo viven todos hoy con plenitud.

La Iglesia confirma, pues, su confianza y su mandato a estas instituciones, y saluda con alegría y esperanza a las nuevas que surgen en las comunidades del mundo misionero. Pero ellas, a su vez, siendo la expresión de la finalidad misionera, incluso de las Iglesias locales, de las que nacen, en las que viven y por medio de las cuales actúan, intentan dedicarse a la formación de misioneros que son los verdaderos agentes de la evangelización en la línea de los Apóstoles de Cristo. Su número no debe disminuir, más bien debe adecuarse a las necesidades inmensas de los tiempo pos no lejanos en que los pueblos se abrirán a Cristo y a su Evangelio de vida.

Además, a nadie se le escapa un signo de la nueva época misionera que la Iglesia espera y prepara: las Iglesias locales, antiguas y nuevas, están vivificadas y sacudidas por un ansia nueva, la de encontrar formas de acción específicamente misioneras con el envío de los propios miembros a las gentes, o por sí mismas, o apoyándose en las instituciones misioneras. La misión evangelizadora "que corresponde (precisamente) a toda la Iglesia" se siente cada vez más como compromiso directo de las Iglesias locales que, por esto, entregan a los campos de misión sus sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. El Papa Pablo VI ha visto y descrito bien: "Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma... Esto quiere decir, en una palabra, que ella siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar frescor, impulso y fuerza para anunciar el Evangelio".

Como consecuencia, cada una de las Iglesias deberá situarse en la perspectiva de esa vocación apostólica, con la que Pablo se reconocía entre las gentes y por la que gemía: "¡Ay de mí si no evangelizare!" (1 Cor 9, 16).

4. El primer domingo de mayo estaba dedicado de modo especial a la oración por las vocaciones. Hemos prolongado esta oración durante todo el mes, encomendando este problema tan importante a la Madre de Cristo y de la Iglesia, a María.

Ahora, en el período de la Ascensión del Señor, preparándonos a la solemnidad de Pentecostés, deseamos expresar en esta oración el carácter misionero de la Iglesia. Por esto pidamos también que la gracia de la vocación misionera, concedida a la Iglesia desde los tiempos apostólicos a través de tantos siglos y generaciones, resuene en la generación contemporánea de los cristianos con una nueva fuerza de fe y de esperanza: "Id..., enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19).


Saludos

(A varias peregrinaciones italianas)

Dedico una bienvenida cordialísima a las abundantes peregrinaciones italianas tan bien organizadas por las propias comunidades diocesanas y presididas por sus Pastores. Saludo en particular a los fieles de las diócesis de Monopoli y Conversano, Matera e Irsina, Tursi-Lagonegro, Lanciano y Ortona, y dirijo un saludo igualmente afectuoso a la peregrinación organizada por los padres pasionistas para celebrar el centenario del nacimiento de Santa Gemma Galgani.

Queridos hermanos y hermanas: Estamos en el clima estimulante para el espíritu, del período litúrgico pascual que culmina en las fiestas de la Ascensión y Pentecostés, las cuales marcan el triunfo final de la misión salvífica de Cristo y la coronan con la venida del Espíritu Santo y su acción iluminadora y protectora de la Iglesia. Que cada uno se comprometa a vivir estos misterios dando testimonio de ellos con fe viva y caridad ardiente, siguiendo el ejemplo de Santa Gemma, flor amable de esta Italia amada.

(A los jóvenes, a los recién casados, y a los enfermos)

Deseo dedicar ahora un saludo particular a los jóvenes aquí presentes. Son estudiantes procedentes de varias partes de Italia, y muchachos y muchachas que han recibido hace poco la primera comunión o el sacramento de la confirmación, y han venido aquí a manifestar al Papa sus sentimientos de fe.

¡Bienvenidos seáis, queridísimos! De todo corazón deseo que los años florecientes y prometedores de vuestra juventud no pasen en vano para vosotros, y pido de corazón que sepáis encontrar en la fe ardiente y en la amistad con Cristo, la fuerza para estar siempre a la altura de las responsabilidades que os esperan en la vida. Os acompañe mi bendición.

A vosotros, recién casados, va ahora mí saludo y felicitación. Gracias por vuestra presencia y vuestra cordialidad.

Como pensamiento de boda os recuerdo la primera bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu".

¿Qué significa ser "pobres de espíritu"? Significa ser humildes ante la majestad suprema de Dios; significa aceptar su voluntad y, por consiguiente, su ley moral como misterio de amor y salvación al que es menester abandonarse con confianza total y con valentía; significa saber encontrar la alegría en las cosas pequeñas bien hechas, con paciencia y sin pretensiones.

Procurad vivir con generosidad esta bienaventuranza y gozaréis en vuestra casa de la felicidad del Reino de los cielos.

Al dedicar un saludo particularmente afectuoso a los enfermos, quisiera invitarles a reflexionar sobre Jesús condenado a muerte.

¿Quién era Jesús? Era el inocente por naturaleza; era el Verbo de Dios Encarnado, el Mesías, el bienhechor supremo de la humanidad.

Y sin embargo, fue condenado a muerte, a una muerte terrible, porque de su sacrificio redentor debía brotar nuestra vida.

Tomad también vosotros vuestro sufrimiento no como condena, sino como acto de amor redentor. A través del "Apostolado del sufrimiento", también vosotros estáis en primera línea en la obra de la conversión y salvación de las almas.

Os sostenga mi bendición que extiendo a cuantos os atienden.

 



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