JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 13 de abril de 1983
1. "Dios por medio de Cristo nos reconcilió consigo" (2 Cor 5, 18).
Queridísimos hermanos y hermanas: ¡El hombre necesita de reconciliación! Con el pecado quebrantó la amistad con Dios, y se encontró solo y desesperado, porque su destino no puede cumplirse fuera de esta amistad. Por esto aspira a la reconciliación, aún siendo incapaz de realizarla por sí. Efectivamente, con solas sus fuerzas no puede purificar el propio corazón, librarse del peso del pecado, abrirse al calor vivificante del amor de Dios.
El "alegre anuncio" que la fe nos trae es precisamente éste: Dios, en su bondad, ha salido al encuentro del hombre. Ha obrado, de una vez para siempre, la reconciliación de la humanidad consigo mismo, perdonando las culpas y creando en Cristo un hombre nuevo, puro y santo. San Pablo subraya la soberanía de esta acción divina cuando, al hablar de la nueva creación, declara: "Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo" (2 Cor 5, 18). Y añade: "Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados" (5, 19). Por lo cual, el Apóstol, con la conciencia de haber recibido de Dios el ministerio de la reconciliación, concluye con la exhortación apasionada: "Dejaos reconciliar con Dios" (5, 20).
Sólo Dios es el Salvador: la convicción de que el hombre no puede salvarse mediante sus esfuerzos humanos y de que toda la salvación viene de Dios, estaba inculcada por la revelación del Antiguo Testamento. Yavé decía a su pueblo: "No hay Dios justo ni salvador fuera de mí" (Is 45, 21). Sin embargo, con esta afirmación Dios aseguraba además que no había abandonado al hombre a su propio destino. Él lo salvaría. Y efectivamente, el que se habla definido como Dios Salvador, manifestó, con la venida de Cristo a la tierra, que Él lo era realmente.
2. Y más aún, el cumplimiento ha superado la promesa: efectivamente, en Cristo el misterio de salvación se ha revelado como misterio de Dios Padre que entrega a su Hijo en sacrificio para la redención de la humanidad. Mientras el pueblo judío esperaba un Mesías humano, el Hijo de Dios en persona vino en medio de los hombres y, en su calidad de verdadero Dios y verdadero hombre, desempeñó la misión de Salvador. Es Él quien con su sacrificio ha realizado la reconciliación de los hombres con Dios. Nosotros no podemos menos de admirar esta maravillosa invención del plan divino de salvación: el Hijo encarnado ha actuado entre nosotros con su vida, muerte y resurrección, como Dios Salvador.
Siendo el Hijo, cumplió a la perfección la obra que le había confiado el Padre. Él considera esta obra tanto del Padre como suya. Ante todo, es la obra del Padre, porque tuvo la iniciativa y continúa guiándola. El Padre puso esta obra en las manos de su Hijo, pero es Él quien la domina y la lleva a término.
Jesús reconoce en el Padre a Aquel que ha trazado el camino del sacrificio como vía de salvación. Él no quiere negar la responsabilidad de los hombres en su condena a muerte. Pero, en el drama que se prepara, discierne la acción soberana del Padre que, aún respetando la libertad humana, guía los acontecimientos según un designio superior.
En Getsemaní Él acepta la voluntad del Padre, y en el momento del arresto, al ordenar a Pedro que meta la espada en la vaina, indica el motivo de su docilidad: "El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?" (Jn 18, 11).
Toda explicación del acontecimiento del Calvario, mediante causas simplemente históricas, sería insuficiente. El sacrificio redentor no es debido a los que condenaron a Jesús, sino al Padre que tomó la decisión de procurar la salvación a la humanidad mediante este camino.
3. Este misterio siempre nos sorprende, porque los hombres que escuchan la buena nueva no pueden dejar de preguntar: ¿Por qué el Padre eligió el sacrificio como medio de liberación de la humanidad?
¿No adquiere Él un rostro cruel, mandando al Hijo al sacrificio? ¿No hay en esto una manifestación de excesivo rigor?
La respuesta de la revelación es precisa: lejos de ser un acto de crueldad o de severidad rigurosa, el gesto del Padre, que ofrece al Hijo en sacrificio, es la cumbre del amor: "Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" San Juan, que refiere estas palabras en el Evangelio (3, 16), las comenta en su primera Carta: "En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10).
El Padre ha querido un sacrificio de reparación por las culpas de la humanidad, pero Él mismo ha pagado el precio de este sacrificio, entregando a su Hijo. Con este don ha mostrado en qué medida Él era Salvador y hasta qué punto amaba a los hombres. Su gesto es el gesto definitivo del amor. Por lo cual, el misterio pascual es "el culmen de la revelación y actuación de la misericordia" de Dios (Dives in misericordia, 7).
Nunca debemos olvidar que nuestra reconciliación ha costado al Padre un precio tan alto. ¿Y cómo no darle gracias por este amor que nos ha traído, con la salvación, la paz y la alegría?
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo cordialmente a cada persona, familia y grupo de lengua española que participa en esta Audiencia.
En particular dirijo mi saludo a los miembros de la peregrinación procedente de Barcelona y a los grupos de estudiantes del Colegio de la Institución Teresiana de Santander; y del Colegio de las Irlandesas de Lejona, que traen el entusiasmo propio de los jóvenes.
Estando en el Año Santo, os invito a todos –de acuerdo con las palabras de la lectura que hemos escuchado antes– a reconciliaros con Dios, a romper las cadenas del pecado y vivir en la amistad con El. Cristo pagó por nuestras culpas mediante el sacrificio de su vida. Ello debe impulsarnos a amar profundamente a Dios, que antes nos amó en Cristo y nos rescató con su sangre. A todos os bendigo, así como a vuestras familias.
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