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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de junio de 1983

 

Muy queridos hermanos y hermanas:

1. Al renovar sacramentalmente el sacrificio redentor, la Eucaristía se propone aplicar a los hombres de hoy la reconciliación que Cristo ha obtenido, una vez por todas, para la humanidad de todos los tiempos. Las palabras que pronuncia el sacerdote en el momento de la consagración del vino expresan más directamente esta eficacia al afirmar que la Sangre de Cristo, hecha presente en el altar, ha sido derramada por todos los hombres "para el perdón de los pecados". Son palabras eficaces; toda consagración eucarística tiene por efecto la remisión de los pecados para el mundo y de este modo contribuye a la reconciliación de la humanidad pecadora con Dios. Porque, en efecto, el sacrificio ofrecido en la Eucaristía no es meramente sacramento de alabanza; es sacrificio expiatorio o "propiciatorio", como ha declarado el Concilio de Trento (DS 1753), pues en él se renueva el mismo sacrificio de la cruz en que Cristo expió por todos y mereció el perdón de las culpas de la humanidad.

En consecuencia, quienes toman parte en el sacrificio eucarístico reciben una gracia especial de perdón y reconciliación. Uniéndose al ofrecimiento de Cristo pueden recibir con mayor abundancia el fruto de la inmolación que Él hizo de Sí mismo en la cruz.

Sin embargo, el fruto principal de la Eucaristía-Sacramento no es la remisión de los pecados en quienes asisten a él. Para este fin fue instituido expresamente por Jesucristo otro sacramento. Después de la resurrección, el Salvador resucitado dijo a sus discípulos: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Jn 20, 22-23). A aquellos a quienes les confía el ministerio sacerdotal les da poder de perdonar todos los pecados: en la Iglesia el perdón divino lo otorgarán los ministros de la Iglesia. La Eucaristía no puede sustituir a este sacramento del perdón y de la reconciliación que mantiene este valor suyo propio a la vez que sigue estando en estrecha relación con el sacrificio del altar.

2. En la Eucaristía hay una exigencia especial de pureza, que Jesús subrayó expresamente en la última Cena. Cuando se puso a lavar los pies a los discípulos, Él, sin duda, quería darles una lección de servicio humilde y responder así a la discusión surgida entre ellos sobre quién era el mayor (cf. Lc 22, 24). Pero al mismo tiempo que les daba luz sobre el camino de la humildad y con su ejemplo les invitaba a emprenderlo con valentía, también se proponía darles a entender que para el alimento eucarístico se necesitaba una pureza de corazón que sólo Él, el Salvador, era capaz de dar. Y entonces Él reconoció que existía esta pureza en los Doce, a excepción de uno: "Vosotros estáis limpios, pero no todos" (Jn 13, 10). El que estaba a punto de traicionarle no podía participar en el banquete, si no era con sentimientos hipócritas. Nos dice el Evangelista que cuando Judas recibió el bocado que le dio Jesús, "entró en él Satanás" (Jn 13, 27). Para recibir la gracia del alimento eucarístico se requieren determinadas disposiciones de alma y, si éstas faltan, hay peligro de que nutrirse de él se convierta en traición.

San Pablo, testigo de ciertas divisiones que se manifestaban de modo escandaloso durante el banquete eucarístico en Corinto, saltó con esta advertencia que iba a dar que pensar no sólo a aquellos fieles, sino a muchos otros cristianos: "Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11, 27-29).

Se invita, pues, al cristiano a que antes de acercarse a la mesa eucarística se examine para saber si sus disposiciones le permiten recibir dignamente la comunión. ¡Entendámonos! En cierto sentido nadie es digno de recibir el alimento del Cuerpo de Cristo y en el momento de comulgar, los participantes a la Eucaristía confiesan que no son dignos de recibir al Señor. Pero la indignidad de que habla San Pablo significa otra cosa: se refiere a disposiciones interiores incompatibles con el banquete eucarístico por ser contrarias a la acogida de Cristo.

3. Para dar mejor seguridad a los fieles de que no tienen esas disposiciones negativas, la liturgia ha previsto una preparación penitencial al comienzo de la celebración eucarística: los participantes se reconocen pecadores e imploran el perdón divino. Aunque vivan habitualmente en la amistad del Señor, vuelven a tomar conciencia de sus culpas e imperfecciones y de que necesitan la misericordia divina. Quieren presentarse a la Eucaristía con la mayor pureza posible.

Pero esta preparación penitencial sería insuficiente para quienes tuviesen un pecado mortal sobre la conciencia. Entonces es preciso recurrir al Sacramento de la reconciliación para acercarse dignamente a la comunión eucarística.

Pero, además, la Iglesia desea que los cristianos, también aparte de este caso de necesidad, recurran al sacramento del perdón con una frecuencia razonable para conseguir que sus disposiciones sean cada vez mejores. Por consiguiente, la preparación penitencial al comienzo de cada celebración no debe inducir a pensar que sea inútil el sacramento del perdón, sino muy al contrario, a reavivar en los asistentes la conciencia de la necesidad creciente de pureza y llevarles, con ello, a captar cada vez mejor el valor de la gracia del sacramento. El sacramento de la reconciliación no está reservado exclusivamente a quienes cometen culpas graves. Ha sido instituido para la remisión de todos los pecados y la gracia que brota de él tiene especial eficacia de purificación y ayuda en el esfuerzo por enmendarse y progresar. Es un sacramento insustituible en la vida cristiana; no puede despreciarse ni dejarse de lado si se quiere que el germen de la vida divina crezca en el cristiano y dé los frutos deseados.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Acaba de ser leída la lista de los diversos grupos de lengua española presentes en esta Audiencia. Quiero que a todos los componentes de los mismos, a cada persona o familia integrada en ellos, vaya mi saludo afectuoso, que comprende a los peregrinos españoles procedentes de las diócesis de Madrid, de Palencia y Tuy-Vigo, así como a los grupos de Molina de Aragón y Sigüenza, de Pamplona y Mataró.

Un afectuoso recuerdo dedico igualmente a los peregrinos venidos de más lejos, como son los de Puerto Rico, Costa Rica, Colombia, Venezuela y Argentina.

Os dejo una breve reflexión espiritual, que brota de la lectura de la Primera Carta a los Corintios, que hemos escuchado al principio de este encuentro.

Estando en el Año de la Redención, hemos de pensar necesariamente en la Eucaristía, que aplica hoy a los hombres los frutos de la reconciliación que un día Cristo ganó para la humanidad.

Con la Eucaristía ofrecemos a Dios el sacrificio que expía nuestros pecados. Pero ello no excluye que quien tiene conciencia de pecado grave no deba acercarse a recibir el sacramento de la Penitencia, instituido para perdonar todos los pecados y que dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Así podremos crecer siempre en nuestro progresivo acercamiento al Señor.

 



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