JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 21 de septiembre de 1983
1. "Cristo nos amó y se entregó por nosotros en sacrificio a Dios de suave olor" (Ef 5, 2). Con estas palabras el Apóstol Pablo nos pone ante los ojos la pasión y muerte de Cristo usando la imagen, clásica y bien conocida para sus contemporáneos, del sacrificio. Fue un sacrificio agradable y acepto a Dios.
Tratemos de profundizar en el significado de este término que era más familiar a los antiguos que a nosotros. En efecto, los judíos tenían la experiencia de los muchos sacrificios ofrecidos en el templo; también los griegos y los romanos, por no citar a otros pueblos de la antigüedad, frecuentemente ofrecían e inmolaban a sus divinidades sacrificios de agradecimiento y propiciación. No es de extrañar, pues, que los Apóstoles y primeros discípulos de Jesús hayan visto en la muerte de Cristo el verdadero y gran sacrificio ofrecido una vez por todas por la salvación de todos los hombres.
A decir verdad, en el postremo encuentro con los Doce que se desarrolló en la intimidad de la última Cena pascual, Jesús les había iniciado en la comprensión del significado de su muerte al preanunciarla como el sacrificio de la Nueva Alianza que iba a ser sellada con su sangre. Conocemos con seguridad sus palabras, referidas por los Evangelistas y por San Pablo: "Este es mi cuerpo... ésta es mi sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos para la remisión de los pecados" (Mt 26, 26-28).
Ciertamente la interpretación de la muerte de Cristo como sacrificio domina en todo el Nuevo Testamento. En el pasaje de la última Cena citado ahora, es clara la alusión al ritual seguido por Moisés en el momento de celebrar la Alianza entre Dios y el pueblo judío en el Monte Sinaí. En dicha ocasión Moisés tomó la mitad de la sangre de las víctimas sacrificadas y la derramó sobre el altar que representaba a Dios; y, después de haber leído a los presentes el libro de la ley, con la otra mitad de la sangre "asperjó al pueblo diciendo: Esta es la sangre de la Alianza que Yavé hace con vosotros sobre la base de todos estos preceptos" (cf. Ex 24, 4-8). Con este rito, una misma sangre unía a Dios y al pueblo con un vínculo sagrado inquebrantable de fidelidad recíproca, la Antigua Alianza.
2. Pero también a otros sacrificios podían recurrir los discípulos de Jesús para comprender su muerte en favor de los hombres. Entre ellos, el sacrificio del cordero pascual. En la muerte de Jesús el Evangelista Juan vio claramente el cumplimiento de la figura del cordero pascual (cf. Jn 19, 36). En la misma línea de interpretación escribía el Apóstol Pablo a los corintios: "Nuestra pascua, Cristo, ya ha sido inmolada" (1 Cor 5, 7).
De modo que se nos manda de nuevo al libro del Éxodo, donde fijó Moisés el ritual de la inmolación del cordero, signo del alejamiento del pueblo de la esclavitud de Egipto y del paso al estado de libertad. La sangre del cordero, puesta en los dinteles de las puertas, era garantía de liberación de la destrucción y la muerte (cf. Ex 12, 1-14) y signo de llamada a la libertad. La relación entre este rito y la muerte de Cristo la sugería el hecho de que ocurriese en el momento en que se inmolaban en el templo los corderos para la cena pascual.
Y, en fin, hay un tercer tipo de sacrificio que se pone en relación con la muerte de Jesús en el Nuevo Testamento. Es el sacrificio del gran Día de la Expiación que, según cuanto está escrito en el libro del Levítico, iba destinado a expiar y cancelar todas las culpas e impurezas contraídas por el pueblo a lo largo del año. De acuerdo con indicaciones rituales precisas (cf. Lev 16, 1-16) el Sumo Sacerdote entraba en la parte más sagrada del santuario, en el Santo de los Santos, se acercaba al Arca de la Alianza y con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio (el Kapporet) colocado sobre el Arca entre las imágenes de los querubines, considerado lugar de la presencia de Dios. Esta sangre representaba la vida del pueblo y con la aspersión de la misma en ese santísimo lugar de la presencia de Dios, se expresaba la voluntad irrevocable de unirse a Él y entrar en comunión con Él, eliminando así la separación y distancia provocadas por el pecado.
Con la ayuda de este ritual sobre todo el autor de la Carta a los Hebreos interpretó la muerte de Jesús en la cruz, haciendo notar la eficacia sobrepujante del sacrificio de Cristo que "no por la sangre de machos cabríos y becerros, sino por su propia sangre entró una vez en el santuario, realizada la redención eterna" (Heb 9, 12).
3. Jesús hizo este sacrificio en representación nuestra, en nuestro nombre y para nosotros, en virtud de la solidaridad con nuestra naturaleza que se ganó gracias a la encarnación. Y lo hizo en un acto de amor y obediencia espontánea, cumpliendo así el designio de Dios que lo había constituido en "Nuevo Adán" y mediador de su justicia salvífica y su misericordia para todos los hombres.
Por esto no vacila San Pablo en señalar en la cruz de Cristo el nuevo Kapporet, el nuevo propiciatorio, en el que Cristo derramó por nosotros la sangre de la reconciliación y de la comunión recobrada de la humanidad con Dios. "Todos pecaron —escribe— y todos están privados de la gloria de Dios; y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre" (Rom 3, 23-25).
"Mediante la fe en su sangre"; esta es la gran frase, el gran medio personal para obtener plenamente los frutos de la acción salvadora de Cristo. Los tres aspectos complementarios de alianza santificadora, redención liberadora y expiación purificante se integran mutuamente para darnos a entender algo del acto global de amor con que Cristo nos salvó obedeciendo al designio amoroso del Padre. Por tanto, podemos decir que el sacrificio de Cristo nos ha abierto el paso del pecado a la gracia, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la comunión y la vida.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
A los miembros de los grupos de lengua española que acaban de ser anunciados, y a cada persona en concreto, quiero dar mi cordial saludo y bienvenida a este encuentro. Sobre todo a los aquí presentes que tienen título de especial consagración al Señor; a los componentes de las varias asociaciones de seglares, y a cuantos forman parte de grupos parroquiales de diversos lugares de España, de la parroquia de Cristo Rey, de Bogotá, y de la arquidiócesis de México.
Un particular saludo y aliento en su vida de fe a los sacerdotes y miembros de la peregrinación diocesana de Teruel, venida a Roma con motivo del Año Santo. Que esta visita os consolide en vuestra fidelidad a Cristo.
Y una especialísima mención para el grupo de Radio Bilbao, en el que se hallan víctimas de las recientes inundaciones que tanto daño causaron en dicha ciudad y en otras localidades de la zona. Os renuevo, queridos hermanos, mi cercanía y afecto, que extiendo a cuantos han sufrido y sufren a causa de la catástrofe. Pido por todos, y confío en que los ejemplos de admirable solidaridad manifestados desde el primer momento, continúen en el futuro; hasta que pueda rehacerse con dignidad la vida de todos los afectados.
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