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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 26 de octubre de 1983

 

1. El Apóstol Pablo, queridísimos hermanos y hermanas, nos ha hablado de "hombres que aprisionan la verdad con la injusticia" (cf. Rom 1, 18), acabando por equivocar el camino que, a través de la experiencia del mundo creado, debería haberlos llevado a Dios. De ese modo queda frustrado el anhelo incontenible hacia lo Divino, que apremia en el corazón de cada uno de los hombres capaces de reflexionar seriamente sobre la propia experiencia de hombre.

¿Cuáles son los escollos en los que más frecuentemente se encalla la navecilla del hombre con rumbo hacia lo Infinito? En rápida síntesis podríamos clasificarlos en tres grandes categorías de errores.

En primer lugar está esa especie de arrogancia, de "hybris", que lleva al hombre a desconocer el hecho de ser criatura, estructuralmente dependiente, como tal, de Otro. Es una ilusión que se halla presente con particular pertinacia en el hombre de hoy. Hijo de las pretensiones modernas de autonomía, deslumbrado por el propio esplendor ("...me has hecho como un prodigio": Sal 139, 13), olvida que es criatura. Como nos enseña la Biblia sufre el atractivo de la tentación de erigirse contra Dios con el argumento insinuante de la serpiente en el Paraíso terrenal: "Seréis como Dios" (Gén 3, 5).

En realidad hay en el hombre algo divino. A partir de la Biblia, la gran tradición cristiana ha proclamado siempre esta verdad profunda con la doctrina de la Imago Dei. Dios ha creado al hombre a su imagen. Tomás y los grandes Escolásticos expresan esta verdad con las palabras del Salmo: "Brille sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor" (Sal 4, 7). Pero la fuente de esta luz no está en el hombre, está en Dios. Efectivamente, el hombre es criatura. En él se capta solamente el reflejo de la gloria del Creador.

Incluso el que no conoce a Jesucristo, pero afronta con seriedad la propia experiencia de hombre, no puede menos de darse cuenta de esta verdad, no puede dejar de percibir con cada una de las fibras de su ser, desde el interior de la misma existencia, esta presencia de Otro mayor que él, de quien dependen realmente el juicio y la medida del bien y del mal. San Pablo es categórico en este sentido: considera a los romanos responsables de sus pecados porque "...desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras..." (Rom 1, 20).

Cuando el hombre no se reconoce dependiente de Dios a quien la liturgia define como "Rerum... tenax vigor" (Breviario Romano, Himno de Nona), entonces inevitablemente acaba por extraviarse. Su corazón pretende ser medida de la realidad, reputando como inexistente lo que ella no puede medir. Análogamente su voluntad ya no se siente interpelada por la ley que el Creador ha puesto en su mente (cf. Rom 7, 23) y cesa de ir tras el bien porque se siente también atraída. Al juzgarse árbitro absoluto ante la verdad y el error, se los imagina, engañándose, como indiferentemente equidistantes. Así desaparece del horizonte de la experiencia humana la dimensión espiritual de la realidad y, consiguientemente, la capacidad de percibir el misterio.

¿Cómo podrá, en tal circunstancia, darse cuenta el hombre de esa tensión que lleva en sí entre su carga de necesidades y su incapacidad para resolverlas? ¿Cómo podrá percatarse de la punzante contradicción entre su deseo del Ser y Bien Infinito y su vivir limitado como ente entre los entes? ¿Cómo podrá tener experiencia auténtica de sí, captando en las raíces más profundas de su ser el anhelo por la redención?

2. El segundo tipo de error que impide una experiencia humana auténtica, es el que lleva al hombre a intentar apagar en sí toda pregunta y todo deseo que vayan más allá de su ser limitado, para encerrarse en lo que posee. Quizá es el más triste de los modos en que el hombre pueda olvidarse de sí mismo, porque implica una verdadera y propia alienación: se hace ajeno al propio ser más verdadero para difuminarse en los bienes que se poseen y que se pueden consumir.

Ciertamente no es despreciable el esfuerzo que realiza el hombre para dar una seguridad material y social a sí mismo y a los suyos. Resulta maravillosa la búsqueda de solidez y consistencia con que la naturaleza, por medio del complejo fenómeno del amor, lleva al hombre a la mujer y la mujer al hombre. Pero, ¡qué fácil es prácticamente que estas laudables seguridades humanas queden reducidas a parcialismos o desesperanzas capaces de encender en el hombre espejismos ilusorios y falsas esperanzas! Jesús en el Evangelio tiene expresiones terribles contra este pecado (cf. Lc 12, 16-21).

También en este caso el hombre se priva de una experiencia humana integral, porque no reconoce su verdadera naturaleza de criatura espiritual y deja como morir en su corazón todo anhelo a esa verdad sobre sí que lo abra al don admirable de la redención.

3. El tercer tipo de error, en que cae el hombre en la búsqueda de su genuina experiencia, se manifiesta cuando invierte todas sus energías —inteligencia, voluntad, sensibilidad— en una interminable y exasperante búsqueda dirigida sólo a su interioridad. De este modo se hace incapaz de darse cuenta de que toda experiencia sicológica exige, para realizarse, la aceptación de la realidad objetiva, alcanzada la cual, el sujeto puede retornar sobre sí de modo perfecto El hombre que se cierra en esta soledad sicológica voluntaria se vuelve incapaz de cualquier comunicación objetiva con la realidad. Para este tipo humano, egoísta y patético, el otro termina siendo reducido a un fantasma al que se puede instrumentalizar fácilmente.

Pero el hombre que se opone a la necesidad innata de abrirse a la realidad como es en sí misma y a la vida con su dramática verdad, se yergue, en último análisis, contra su Autor, cerrándose la posibilidad de hallar en Él la respuesta que es la única que puede satisfacerle.

Queridísimos, la importancia de haber evocado estas dificultades del hombre, al vivir su integral experiencia humana, está en el hecho de que también nosotros en este Año Santo de la Redención nos sentimos llamados de nuevo a la necesidad apremiante de ser hombres nuevos por nuestra fe. También nosotros que hemos encontrado a Cristo, el Redentor, debemos estar siempre y de nuevo rectos ante Él, venciendo en nosotros la tentación del pecado, a fin de que "Él pueda llevar a cabo la obra que en nosotros comenzó" (Flp 1, 6)


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Quiero saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta Audiencia. De modo particular saludo a las peregrinaciones de la Arquidiócesis de Medellín y de Costa Rica; también a los sacerdotes, religiosas y a los diversos grupos parroquiales procedentes de España y de otros países de América Latina. De corazón imparto a todos mi Bendición Apostólica.

 



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