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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de marzo de 1989

 

El valor salvífico de la resurrección

1. Si, como hemos visto en anteriores catequesis, la fe cristiana y la predicación de la Iglesia tienen su fundamento en la resurrección de Cristo, por ser ésta la confirmación definitiva y la plenitud de la revelación, también hay que añadir que ella es fuente del poder salvífico del Evangelio y de la Iglesia en cuanto integración del misterio pascual. En efecto, según San Pablo, Jesucristo se ha revelado como “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 4). Y Él transmite a los hombres esta santidad porque “fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25). Hay como un doble aspecto en el misterio pascual: la muerte para liberar del pecado y la resurrección para abrir el acceso a la vida nueva.

Ciertamente el misterio pascual, como toda la vida y la obra de Cristo, tiene una profunda unidad interna en su función redentora y en su eficacia, pero ello no impide que puedan distinguirse sus distintos aspectos con relación a los efectos que derivan de él en el hombre. De ahí la atribución a la resurrección del efecto específico de la “vida nueva”, como afirma San Pablo.

2. Respecto a esta doctrina hay que hacer algunas indicaciones que, en continua referencia a los textos del Nuevo Testamento, nos permitan poner de relieve toda su verdad y belleza.

Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabras: “Padre... glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Jn 17, 1-2). En su plegaria Jesús mira y abraza sobre todo a sus discípulos, a quienes advirtió de la próxima y dolorosa separación que se verificaría mediante su pasión y muerte, pero a los cuales prometió asimismo: “Yo vivo y también vosotros viviréis” (Jn 14, 19). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: “No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí... (Jn 17, 20): todos deben formar una sola cosa al participar en la gloria de Dios en Cristo.

La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia. Lo afirma San Pablo de forma lapidaria: “Dios, rico en misericordia..., estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-5). Y de forma análoga San Pedro: “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo..., por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha reengendrado para una esperanza viva” (1 P 1, 3).

Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: “Fuimos, pues, con Él (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4).

3. Esta vida nueva ―la vida según el Espíritu― manifiesta la filiación adoptiva: otro concepto paulino de fundamental importancia. A este respecto, es “clásico” el pasaje de la Carta a los Gálatas: “Envió Dios a su Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Esta adopción divina por obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito: “...Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios” (Rm 8, 14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: “La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4, 6-7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre las tres Personas de la Trinidad (cf. Ga 4, 6; 2 Co 13, 13). La fuente de esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo.

La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean «hermanos” de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: “Id a anunciar a mis hermanos...” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.

4. La resurrección de Cristo ―y, más aún, el Cristo resucitado― es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54). Y al “murmurar” los que lo oían, Jesús les respondió: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes...?” (Jn 6, 61-62). De ese modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que la reciben participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado.

También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues escribe: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron... Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). “En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la victoria’” (1 Co 15, 53-54). “Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo” (1 Co 15, 57).

La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, Él la hace partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Es un proceso de admisión a la “vida nueva”, a la “vida eterna”, que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo, tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la comunidad de los redimidos por Cristo, “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28).

5. El Apóstol enseña también que el proceso redentor, que culmina con la resurrección de los muertos, acaece en una esfera de espiritualidad inefable, que supera todo lo que se puede concebir y realizar humanamente. En efecto, si por una parte escribe que “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción” (1 Co 15, 50) ―lo cual es la constatación de nuestra incapacidad natural para la nueva vida―, por otra, en la Carta a los Romanos asegura a los que creen lo siguiente: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 11). Es un proceso misterioso de espiritualización, que alcanzará también a los cuerpos en el momento de la resurrección por el poder de ese mismo Espíritu Santo que obró la resurrección de Cristo.

Se trata, sin duda, de realidades que escapan a nuestra capacidad de comprensión y de demostración racional, y por eso son objeto de nuestra fe fundada en la Palabra de Dios, la cual, mediante San Pablo, nos hace penetrar en el misterio que supera todos los límites del espacio y del tiempo: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente, el último Adán, espíritu que da vida” (1 Co 15, 45). “Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste” (1 Co 15, 49).

6. En espera de esa trascendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina, fuente de la futura resurrección.

Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Como el Apóstol, también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (cf. Rm 7, 5), vive una vida ya espiritualizada con la fe (cf. 2 Co 10, 3), porque el Cristo vivo, el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus acciones: Cristo vive en mí (cf. Rm 8, 2. 10-11; Flp 1, 21; Col 3, 3). Y es la vida en el Espíritu Santo.

Esta certeza sostiene al Apóstol, como puede y debe sostener a cada cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida, tal como aconsejaba Pablo al discípulo Timoteo en el fragmento de una carta suya con el que queremos cerrar ―para nuestro conocimiento y consuelo― nuestra catequesis sobre la resurrección de Cristo: «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio... Por eso todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él; si le negamos, también Él nos negará; si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a si mismo...” (2 Tm 2, 8-13).

“Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos”: esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular a las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que hacen un curso de renovación espiritual aquí en Roma. Que el Señor os bendiga e infunda renovado entusiasmo para vivir con alegría vuestra vocación religiosa, que se haga fecunda en vuestro apostolado.

Saludo igualmente a los miembros de la Cooperativa Agraria San Abdón, venidos de Albacete (España).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



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