JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 31 de julio de 1991
La Iglesia en el designio eterno del Padre
1. La Iglesia es un hecho histórico, cuyo origen es documentable y está documentado, como veremos a su debido tiempo. Pero, al empezar un ciclo de catequesis teológicas sobre la Iglesia, queremos partir, como hizo el Concilio Vaticano II, de la fuente más alta y más auténtica de la verdad cristiana: la revelación. En efecto, en la constitución Lumen gentium consideró a la Iglesia en su fundamento eterno, que es el designio salvífico concebido por el Padre en el seno de la Trinidad. El Concilio escribe precisamente que «el Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor» (n. 2).
En el designio eterno de Dios la Iglesia constituye, en Cristo y con Cristo, una parte esencial de la economía universal de salvación en la que se traduce el amor de Dios.
2. Este designio eterno encierra el destino de los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, llamados a la dignidad de hijos de Dios y adoptados por el Padre celestial como hijos en Jesucristo. Como leemos en la carta a los Efesios, Dios nos ha elegido «de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (1, 4-6). Y en la carta a los Romanos: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (8, 29).
Por tanto, para comprender bien el comienzo de la Iglesia como objeto de nuestra fe (el «misterio de la Iglesia»), hemos de remitirnos al programa de san Pablo, que consiste en «esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios (...) para que sea ahora manifestado a los Principados y las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó [Dios] en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ef 3, 9-11). Como se desprende de este texto, la Iglesia forma parte del plan cristocéntrico que está en el designio de Dios, Padre desde toda la eternidad.
3. Los mismos textos paulinos se refieren al destino del hombre elegido y llamado a ser hijo adoptivo de Dios, no sólo en la dimensión individual de la humanidad, sino también en la comunitaria. Dios piensa, crea y llama a sí a una comunidad de personas. Este designio de Dios es enunciado más explícitamente en un paso importante de la carta a los Efesios: «Según el benévolo designio que en él [Cristo] se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (1, 9-10). Así, pues, en el designio eterno de Dios la Iglesia como unidad de los hombres en Cristo-Cabeza se inserta en un plano que abraza a toda la creación ―se podría decir, en un plano «cósmico»―, el de unir todas las cosas en Cristo-Cabeza. El primogénito de toda la creación se convierte en el principio de «recapitulación» de esta creación, para que Dios pueda ser «todo en todo» (1 Cor 15, 28). Cristo, por consiguiente, es la clave de lectura del universo. La Iglesia, cuerpo viviente de quienes se adhieren a él como respuesta a la vocación de hijos de Dios, está asociada a él, como partícipe y administradora, en el centro del plan de redención universal.
4. El Concilio Vaticano II sitúa y explica el «misterio de la Iglesia» en este horizonte de la concepción paulina, en el que se refleja y precisa la visión bíblica del mundo. Escribe: «Y [el Padre] estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua Alianza, constituida "en los tiempos definitivos", manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos "desde Abel hasta el último elegido", serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre» (Lumen gentium, 2). No se podía concentrar de modo mejor en pocos renglones toda la historia de la salvación, tal como se despliega en los libros sagrados, fijando su significado eclesiológico ya formulado e interpretado por los Padres según las indicaciones de los Apóstoles y del mismo Jesús.
5. Vista en la perspectiva del designio eterno del Padre, la Iglesia aparece, desde el comienzo, en el pensamiento de los Apóstoles y de las primeras generaciones cristianas, como fruto del infinito amor divino que une al Padre con el Hijo en el seno de la Trinidad: en virtud de este amor, el Padre ha querido reunir a los hombres en su Hijo. El mysterium Ecclesiae deriva, así, del mysterium Trinitatis. Debemos exclamar también aquí, como en el momento de la misa en que se realiza la renovación del sacrificio eucarístico, donde a su vez se reúne la Iglesia: mysterium fidei!
6. En esa fuente eterna está también el principio de su dinamismo misionero. La misión de la Iglesia es como la prolongación, o la expansión histórica, de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, por lo que es posible afirmar que se trata de una participación vital, bajo la forma de asociación ministerial, en la acción trinitaria en la historia humana.
En la constitución Lumen gentium (cf. núms. 1 - 4), el Concilio Vaticano II habla extensamente de la misión del Hijo y del Espíritu Santo. En el decreto Ad gentes precisa el carácter comunitario de la participación humana en la vida divina, cuando escribe que el plan de Dios «dimana del "amor fontal" o caridad de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el Espíritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por un acto de su excesiva y misericordiosa benignidad y llamándonos, además, graciosamente a participar con él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse "todo en todas las cosas" (1 Co 15, 28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad. Y plugo a Dios llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente, sin mutua conexión alguna entre ellos, sino constituirlos en un pueblo en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en unidad (cf. Jn 11, 52)» (n. 2).
7. El fundamento de la comunidad querido por Dios en su designio eterno es la obra de la Redención, que libera a los hombres de la división y la dispersión producida por el pecado. La Biblia nos presenta el pecado como fuente de hostilidad y violencia, tal como aparece ya en el fratricidio cometido por Caín (cf. Gn 4, 8); y también como fuente de fragmentación de los pueblos, que en los aspectos negativos encuentra su expresión paradigmática en el pasaje de la torre de Babel.
Dios quiso liberar a la humanidad de este estado por medio de Cristo. Esta voluntad salvífica suya parece resonar en el discurso de Caifás ante el Sanedrín. De Caifás escribe el evangelista Juan que «como era sumo sacerdote (...) profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Caifás pronunció estas palabras con la finalidad de convencer al Sanedrín y condenar a muerte a Jesús, poniendo como pretexto el peligro político que por su causa corría la nación frente a los romanos que ocupaban Palestina. Pero Juan sabía bien que Jesús había venido para quitar el pecado del mundo y salvar a los hombres (cf. Jn 1, 29), y por eso no duda en atribuir a las palabras de Caifás un significado profético, como revelación del designio divino. Efectivamente, estaba escrito en este designio que Cristo, mediante su sacrificio redentor culminado en su muerte en la cruz, se convertiría en fuente de una nueva unidad para los hombres llamados en él a recuperar la dignidad de hijos adoptivos de Dios.
En ese sacrificio y en esa cruz se encuentra el origen de la Iglesia como comunidad de salvación.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.
En particular, a las Religiosas de la Sagrada Familia de Urgel y del Sagrado Corazón, a quienes aliento a una entrega generosa a Cristo y a la Iglesia.
Igualmente saludo a las peregrinaciones procedentes de México, de Argentina y de los demás países de América Latina y de España, e imparto con afecto la bendición apostólica.
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