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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 17 de enero de 1996

 

1. "El que tenga oídos oiga, lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Ap 3, 22). Esta invitación concluye la última de las cartas a las siete Iglesias, de las que habla el Apocalipsis de san Juan. Lo que se dice aquí a la Iglesia de Laodicea, se aplica a todas las demás, y ―podemos añadir― también a las Iglesias de todos los tiempos y de todos los lugares; por consiguiente, también a nosotros, en nuestro tiempo.

El texto describe, ante todo, la situación de los creyentes que residen en Laodicea hacía finales del siglo I: Conozco vuestra conducta ―dice el Señor―, sé que no sois ni fríos ni calientes. Después del fervor de los inicios, viven ahora en un ambiente de tibieza y de indiferencia religiosa. Han adoptado actitudes de autosuficiencia y vanagloria: "Tú dices: 'Soy rico (...), nada me falta' " (Ap 3, 17).

Lo peor es que no son conscientes de su triste situación. Están tan cegados, que ya no se dan cuenta de su miseria. Por eso, se les dirige con claridad la invitación a que se compren "vestidos blancos", como los que suelen ponerse los que reciben el bautismo y que simbolizan la purificación y la vida nueva.

La carta les aconseja que pidan y obtengan del Señor mismo "un colirio para ponerse en los ojos", a fin de que su mirada descubra claramente la peligrosa situación y el pueblo pueda entregarse, con renovado entusiasmo, al servicio del Evangelio (cf. Ap 3, 18). Estas palabras son una apremiante exhortación a la conversión y a la renovación de vida. Para subrayar la urgencia de la exhortación, se afirma: "Mira que estoy a la puerta y llamo". Dios mismo toma la iniciativa, viene, ya está a la puerta y llama. Quiere entrar en comunión con el dueño de casa, encerrado en su morada. "Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20).

2. Ante la inminencia del tercer milenio y de la celebración, para la que nos estamos preparando, de los dos mil años desde la venida histórica de Jesucristo, el Comité mixto que cada año propone los temas de la Semana de oración por la unidad de los cristianos ha querido que el pasaje del Apocalipsis que acabamos de proclamar inspire para el año 1996 la reflexión común. El texto quiere impulsar a salir de cierto indiferentismo, de actitudes de autosuficiencia, e invitar al cambio de vida, a la vigilancia y a la necesidad de la comunión. Se ha notado oportunamente que, al escuchar las palabras referidas a la cena, los cristianos no pueden menos de pensar con comprensible tristeza en sus eucaristías separadas. Este es, en efecto, el signo más grave de la división entre los cristianos. Precisamente a la superación de esas divisiones tienden las iniciativas del movimiento ecuménico ―oración, estudio, diálogo y colaboración―, todas ellas orientadas a un solo fin: poder finalmente celebrar juntos la Cena del Señor, reconciliados y en plena comunión. ¡Cuán importante es, por tanto, perseverar en la oración!

En efecto, la oración expresa y, a la vez, alimenta la esperanza de una plena comunión en la fe, en la vida y en el testimonio que juntos debemos dar del evangelio de Jesús durante el tercer milenio cristiano. La oración es la verdadera fuente de la búsqueda de la unidad plena.

3. Para impulsar el compromiso ecuménico de la Iglesia católica y facilitar la reflexión sobre las cuestiones que aún quedan por resolver con los demás cristianos, publiqué, en mayo del año pasado, la encíclica Ut unum sint. Así quise volver a proponer los principios católicos del compromiso ecuménico, replanteados a la luz de la amplia y positiva experiencia de estos últimos treinta años de contactos y de diálogo. Esos principios siguen siendo una guía segura a lo largo del camino que queda por recorrer para llegar al día bendito de la plena comunión.

En definitiva, los múltiples diálogos interconfesionales que se realizan en la actualidad tienden todos, directa o indirectamente, a la superación de las divergencias existentes y al restablecimiento de la plena unidad de todos los creyentes en Cristo. Los cristianos son cada vez más conscientes de los elementos de fe que tienen en común.

4. Con las Iglesias ortodoxas el diálogo ha llegado a expresar una convergencia significativa en la concepción sacramental de la Iglesia. Esto debe permitir ahora resolver la clara anomalía que constituye la comunión incompleta. Con ese fin, y para facilitar la prosecución del diálogo, he propuesto profundizar el análisis del primado del Obispo de Roma. Todos sabemos que esa cuestión constituye el mayor obstáculo histórico para el restablecimiento de la plena unidad entre católicos y ortodoxos. Así pues he alentado a todos a buscar "por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio (es decir, el ministerio de unidad del Obispo de Roma) pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros" (Ut unum sint, 95).

Por lo que respecta a las antiguas Iglesias orientales y a la Iglesia asiria, he tenido la alegría de firmar, con algunos de sus patriarcas, declaraciones de fe común. Se trata de textos importantes, que permiten aclarar finalmente y superar la controversia cristológica. Ahora podemos profesar juntos la fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

El diálogo asume formas diferentes con las comuniones cristianas mundiales, procedentes de la Reforma. Por lo demás, se ha caracterizado siempre por un compromiso profundo. Como he constatado en la encíclica, "El diálogo ha sido y es fecundo, rico en promesas (...). Se han delineado así perspectivas de solución inesperadas y al mismo tiempo se ha comprendido la necesidad de examinar más profundamente algunos argumentos" (ib., 69).

5. El diálogo, por tanto, prosigue y lo apoyamos todos con nuestra oración confiada. Quisiera hoy dar las gracias a cuantos están comprometidos en él, tanto pastores como teólogos, porqué llevan a cabo una acción auténticamente evangélica: trabajan en favor de la pacificación y la concordia de los espíritus en la comunidad cristiana.

Acontece a veces que vuelven a presentarse antiguas dificultades o que aparecen nuevos problemas, retrasando así el camino ecuménico. Pero el Señor nos invita a proseguir la búsqueda con perseverancia, en obediencia a su voluntad. El concilio Vaticano II se había declarado consciente de que el santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la Iglesia de Cristo, una y única, "excede las fuerzas y la capacidad humanas". Por ello ponía "su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros y en el poder del Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio, 24). Precisamente por esta razón estamos seguros de que nuestra fe y nuestra esperanza no quedarán defraudadas.

La Semana de oración por la unidad de los cristianos que comenzará precisamente mañana, nos brinda la oportunidad de intensificar nuestra oración, uniendo para ese fin también los sufrimientos y los trabajos de cada día. Quiera Dios que gracias a la contribución de cada uno se apresure el día del pleno cumplimiento del anhelo del Redentor: Ut unum sint. Nos lo alcance la maternal intercesión de María, Virgen de la esperanza y Reina de la paz.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas.

Deseo saludar ahora cordialmente a los visitantes de lengua española, venidos de América Latina y de España. En particular, saludo al grupo de peregrinos de la Argentina y a los estudiantes de la Universidad Católica «Blas Cañas», de Chile.

Al agradeceros vuestra presencia aquí y alentaros a rezar y trabajar por la unidad de los cristianos, os imparto con afecto mi bendición apostólica.



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