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MISA PARA LOS PEREGRINOS DE LA DIÓCESIS DE VITTORIO VÉNETO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Castelgandolfo
Martes 28 de agosto de 1979

 

Saludo cordialmente al señor obispo y a los queridísimos sacerdotes y fieles de la diócesis de Vittorio Véneto.

¡Bienvenidos a la casa del Papa!

Ya hace un año habíais manifestado al Santo Padre Juan Pablo I, recién elegido al Sumo Pontificado, el vivo deseo de encontraros nuevamente con él en el primer aniversario de su elección: había sido durante 11 años vuestro Pastor y le habíais amado, seguido, venerado; y, aun cuando había llegado a Papa, continuaba siendo un poco vuestro; ¡y justamente! Por esto queríais encontraros de nuevo con él, que ciertamente nunca os había olvidado.

Y, en cambio, por los misteriosos e imprevisibles designios de Dios, estáis hoy aquí en peregrinación de plegaria ante su tumba en la cripta vaticana; estáis aquí, reconocidos al amor que os tuvo, pero también impresionados todavía, y casi sin creerlo, por el rápido cambio de las cosas, ocurrido en tan breve período de tiempo. Pero él mismo, el inolvidable Juan Pablo I, tan afable y lleno de sabiduría, nos consuela y nos anima con su sonrisa, confiándonos a la bondad infinita de la Providencia que trastrueca, pero no confunde los planes humanos.

Y, en efecto, vosotros habéis querido realizar igualmente vuestra peregrinación para encontraros son su sucesor, elegido por la voluntad de Dios para la Cátedra de Pedro. Vuestra peregrinación, organizada por el semanario diocesano L'Azione, que celebra su 75 aniversario de existencia, es un testimonio de fe y amor, y yo, mientras os presento mi saludo más cordial y mi agradecimiento más sentido, os aseguro también mi predilección especial.

Efectivamente, en vuestra diócesis, durante 11 años, Juan Pablo I pudo manifestar sus altas cualidades pastorales que le llevarían después al supremo solio apostólico. El ya no está visiblemente entre nosotros, porque así lo ha querido el Señor; pero permanece ahora y permanecerá siempre luminoso y benéfico en la Iglesia y en la humanidad con su ejemplo y sus enseñanzas.

Hoy la liturgia de la fiesta de San Agustín se presta magníficamente para celebrar su figura y grabarla aún más a fondo en nuestros corazones.

1. Reflexionemos ante todo sobre la humildad del Papa Juan Pablo 1.

Podemos decir que lo que impresionó profundamente desde los años de su adolescencia fue la certeza del amor de Dios y la grandeza de la llamada al sacerdocio.

En su primera carta, San Juan, el confidente del Divino Maestro, nos descubre quién es Dios y cuál es la relación entre Dios y el hombre: "Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El. En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 8-10).

He aquí la revelación grande y definitiva que la "palabra de Dios" ofrece al hombre de todos los tiempos: Dios es amor y la manifestación que garantiza este amor es la encarnación del Verbo y su muerte en la cruz.

El Papa Juan Pablo I estuvo siempre íntimamente apremiado por esta realidad suprema del amor preveniente de Dios, y, en consecuencia, por la necesaria humildad del hombre, que no puede alegar derechos o ensoberbecerse.

Además, siempre estuvo convencido de la gratuidad y del valor inmenso de la llamada al sacerdocio y luego al Episcopado, para los que siempre se consideraba personalmente pequeño, pero grande en virtud de la amistad e intimidad que Jesús mismo da: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16)

Por esto vivió humildemente y enseñó continuamente la humildad, y, cuando Juan XXIII lo nombró obispo, él, como bien sabéis, tomó como lema para el escudo episcopal la palabra "Humilitas".

Este fue siempre su ideal y, elegido Papa, en la audiencia del 6 de septiembre se apresuró a decir: "¡El Señor ha recomendado tanto ser humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos. En cambio la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que a todos toca".

De este profundo y convencido sentido de humildad nacía su extrema confianza en Dios, que es Padre, amor, misericordia, y brotaba también su alegría, su constante sonrisa, su humorismo que irrumpía vivaz y persuasivo en todos sus escritos. Su alegría nacía de la fe y de la humildad, como había afirmado Jesús: "Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (Jn 15, 11).

¡Ha sido una gran lección, que no debemos olvidar!

2. Reflexionemos también sobre el servicio a la verdad del Papa Juan Pablo I.

Tuvo el culto a la verdad y todos sus estudios y lecturas, inteligentes y metódicos, estuvieron en función y en perspectiva de la verdad y de su anuncio; y de joven, de sacerdote y después de obispo, se sintió siempre y solamente al servicio de la Verdad y de su anuncio para la salvación del mundo.

Su primer estímulo como obispo, en un período doctrinalmente muy difícil para la Iglesia a causa de hipótesis y novedades incontroladas y confusas, fue la denodada defensa de la ortodoxia y de la disciplina.

Una vez Papa, en el discurso que tuvo al clero de Roma, el 7 de septiembre de 1978, citando a San Agustín, exponía el deber primero y principal del obispo, que él siempre cumplió firmemente: "Praesumus —decía San Agustín—. si prosumus; nosotros los obispos gobernamos sólo si servimos: nuestro gobierno es cabal si se concreta en servicio o se ejerce con miras al servicio, con espíritu y estilo de servicio. Sin embargo, este servicio episcopal fallaría si el obispo no quisiera ejercer los poderes recibidos. Sigue diciendo San Agustín: él obispo que no sirve a la gente es sólo un foenus custos, un espantapájaros colocado en los viñedos para que los pájaros no piquen las uvas. Por ello está escrito en la Lumen gentium: "Los obispos gobiernan... con los consejos, las exhortaciones, los ejemplos, pero también con la autoridad y la sacra potestad".

La defensa y el anuncio de la verdad fue su estímulo y su tormento, y fue también su gloria, seguidor de los grandes Pastores que fueron sus ideales: San Agustín, San Gregorio Magno, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio.

Y como San Agustín, el Papa Juan Pablo I parece decirnos: "Si tu fe duerme en tu corazón, Cristo duerme en cierto modo en tu barca, porque Cristo por medio de la fe habita en ti. Cuando comienzas a sentirte turbado, despierta a Cristo que duerme; despierta de nuevo tu fe, y sabe que El no te abandona" (En. in Ps. 90, 11; PL 37, 1169).

¡Escuchemos su palabra: es un maestro de fe!

3. Finalmente, reflexionemos también sobre la bondad del Papa Juan Pablo I.

El había comprendido bien la lección de San Juan: "El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20).

Jesús había dicho a los Apóstoles: "Nadie tiene mayor amor que éste de dar uno la vida por sus amigos". Y les había dado el mandamiento nuevo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado".

Se puede decir que Juan Pablo I había hecho de estas palabras el programa de toda su vida.

Siempre cortés, afable, sonriente, quiso que su apostolado y su pastoral fueran el símbolo de la bondad y de la caridad hacia todos, especialmente hacia los sacerdotes, los enfermos, los niños, los pobres.

Al ponerse en comunicación con los fieles de la diócesis de Vittorio Véneto, confiados a él, escribió: "Sería un obispo verdaderamente desdichado si no os amara", y añadía: "Puedo aseguraros que os amo, que sólo quiero serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, lo poco que tengo y soy".

Ajeno a palabras vanas, entregó, en cambio, toda su vida, yendo a visitar parroquias y enfermos, sacerdotes y asociaciones, llevando su consuelo a los hermanos en Burundi y a los enfermos en peregrinación a Lourdes.

Y con el ejemplo y la palabra enseñó siempre y a todos a amar, como se lee en la magnífica carta escrita a Santa Teresa de Lisieux, donde escribía: "Ver el rostro de Cristo en el del prójimo es el único criterio que nos garantiza un amor serio a todos, más allá de antipatías, ideologías y simples filantropías" ("Ilustrísimos señores", Biblioteca Autores Cristianos, Madrid, 1978, .pág. 182).

Y el último domingo de su vida, en el rezo del Ángelus, dio su póstuma enseñanza de caridad: "La gente a veces dice: estamos en una sociedad totalmente podrida, totalmente deshonesta. Esto no es cierto. Hay todavía mucha gente buena, mucha gente honesta. Más bien habría que preguntarse: ¿Qué hacer para mejorar la sociedad? Yo diría: Que cada uno trate de ser bueno y contagiar a los demás con una bondad enteramente imbuida de la mansedumbre y del amor enseñados por Cristo" (24 de septiembre). Fue su testamento de amor imbuido de un animoso optimismo cristiano, que debemos considerar precioso y ponerlo en práctica.

Queridísimos sacerdotes y fieles: ¡Cuántas cosas nos ha enseñado el Papa Juan Pablo I!

¡Dichosos vosotros que habéis podido gozar durante tantos años de la presencia de un padre tan bueno!

El, aunque inmerso en la "ciudad de los hombres", para iluminarlos y salvarlos, se sentía miembro de la "Ciudad de Dios", y dirigiéndose a Cristo pudo decir siempre con San Agustín: "A ti sólo te amo, a ti sólo te sigo, a ti sólo te busco y estoy dispuesto a estar sometido sólo a ti, porque sólo tú ejerces el señorío con justicia y yo deseo ser conducido por ti" (Soliloquios 1, 1, 5-6).

¡El nos dice esto también a nosotros, todavía peregrinos en esta tierra!

Hagamos nuestra la oración que él solía rezar: "Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis deficiencias, pero hazme como Tú deseas".

La Virgen Santísima que le guió "con delicada ternura" en su vida de niño, de sacerdote, de obispo y de Papa, os guíe también a vosotros, sus antiguos y siempre amados fieles, hacia una vida intensamente cristiana, hacia la alegría eterna del cielo.

Y tened siempre presente y propicia también mi especial y afectuosa bendición.

 



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