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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA
EN EL COLEGIO CAPRÁNICA DE ROMA


Lunes 21 de enero de 1980

 

Hijos queridísimos:

1. Es para mí motivo de gozo sincero celebrar con vosotros esta Eucaristía en la fiesta de la patrona de vuestro "Almo Colegio", que se enorgullece del justo título de gloria de ser la primera institución de este género surgida en Roma. En efecto, a la clarividencia de su piadoso fundador, el cardenal Doménico Capránica, se debe el hecho de que casi un siglo antes del Concilio de Trento, hubiera en esta ciudad un lugar en el que se ofrecía a los jóvenes aspirantes al sacerdocio la ayuda necesaria para una buena preparación al futuro ministerio.

Enteras generaciones de eclesiásticos formados con un profundo "sensus Ecclesiae" han salido de esta institución a lo largo de más de cinco siglos de historia. Sé que el "Almo Colegio" cuenta entre sus alumnos dos Papas, Benedicto XV y Pío XII, además de numerosos cardenales y prelados y muchos sacerdotes celosos que han derramado tesoros de ciencia y bondad en la "viña del Señor". Hombres que han aprendido aquí a amar a Cristo y a su Iglesia, que en esta comunidad se han ejercitado en la práctica de virtudes humanas y cristianas; que se han preparado en ella a tomar su puesto activamente en distintas misiones, desde las más humildes a las prestigiosas, a las que el Señor les ha ido llamando.

Hijos queridísimos: Sois los herederos de una tradición gloriosa, y está bien que despertéis la conciencia de ello en vosotros también en esta circunstancia en torno a la mesa eucarística y bajo la mirada de Dios, para sentiros estimulados a estar a la altura de los nobles ejemplos de virtud que os dejaron quienes os han precedido entre estos muros venerandos. Su testimonio debe ser para cada uno de vosotros una llamada continua a comprometeros con generosidad y coherencia en el estudio y la disciplina, en la oración y la fidelidad a vuestros deberes, de modo que os preparéis a ser sacerdotes plenamente de Cristo para edificación del Pueblo de Dios.

2. A ello os estimula también el ejemplo de la jovencita a cuya intercesión está confiado vuestro seminario. Con su trayectoria de virginidad y martirio, Santa Inés ha suscitado en el pueblo romano y en el mundo una ola de emoción y admiración que el tiempo no ha conseguido extinguir. Impresionan en ella la madurez de juicio a pesar de su poca edad, la firmeza de decisión no obstante la impresionabilidad femenina, y la valentía impávida en medio de las amenazas de los jueces y la crueldad de los tormentos.

San Ambrosio manifestaba ya su asombro con las conocidas palabras que nos ha propuesto la liturgia en el Oficio de las lecturas: "¿Es que en aquel cuerpo tan pequeño cabía herida alguna...? A esta edad las niñas no pueden soportar ni la severidad del rostro de sus padres, y si distraídamente se pican con la aguja se ponen a llorar como si se tratara de una herida. Pero Inés queda impávida entre las sangrientas manos del verdugo" (De virginibus, I, 2, 7: PL 16, 190).

Como cordero frágil y candoroso ofrecido en don a Dios, Inés dio el testimonio supremo de Cristo con el holocausto cruento de su vida joven. El rito antiguo que incluye en este día la bendición de dos corderos cuya lana se emplea en la confección de los palios arzobispales, perpetúa el recuerdo de este ejemplo de valor invencible y pureza integra.

3. La imagen de esta niña heroica nos lleva espontáneamente con el pensamiento a las palabras de Jesús en él Evangelio: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo" (Mt 11, 25-26). "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra", en estas palabras solemnes se siente como el paso de un estremecimiento de júbilo. Jesús ve a lo lejos, ve a lo largo de los siglos la multitud de hombres y mujeres de toda edad y condición que se adherirán con gozo a su mensaje. E Inés está entre ellos.

Una característica les ensambla: son pequeños, es decir, sencillos, humildes. Y así ha sido desde el principio: "Los pobres son evangelizados" (Lc 7, 22), dijo Jesús a los mensajeros de Juan, y su primer "bienaventurados" lo ha reservado a ellos (Mt 5, 3). Es la gente humilde, rechazada y despreciada la que le entiende y corre tras El. Con esta gente Jesús establece entendimiento inmediato; es gente convencida de no saber ni valer nada, convencida de necesitar ayuda y perdón; por ello, cuando El habla de los misterios del Reino y cuando dice que ha venido a traer el perdón de Dios y la salvación, encuentra en ellos el corazón abierto para comprenderlo.

No así los "sabios" y los "inteligentes"; éstos se han formado su propia visión de Dios y del mundo, y no están dispuestos a cambiarla. Creen saber tocho acerca de Dios, creen poseer la respuesta decisiva y piensan que no tienen nada que aprender; por ello rechazan la "Buena Nueva" que de este mocho aparece extraña y en contraste con los principios de su "Weltanschauung". Es un mensaje que propone ciertos cambios radicales paradójicos que su "buen sentido" no puede aceptar.

Así ocurría en tiempos de Jesús y en los de Santa Inés; así acontece hoy también e incluso hoy de modo particular. Vivimos en una cultura que todo lo somete a análisis crítico, y muchas veces lo hace absolutizando criterios parciales, incapaces por naturaleza de percibir ese mundo de realidades y valores que escapa al control de los sentidos. Cristo no pide al hombre que renuncie a su razón. Y, ¿cómo podría pedírselo si ha sido El quien se la ha dado? Lo que le pide es no ceder ante la sugerencia ya vieja del tentador que sigue deslumbrándolo con la perspectiva engañosa de llegar a ser "como Dios" (cf. Gén 3, 5). Solamente quien acepta los propios límites intelectuales y morales y se reconoce necesitado de salvación, puede abrirse a la fe y en la fe encontrar en Cristo a su Redentor.

4. Un Redentor que le sale al encuentro en actitud de esposo. Tenemos bien presentes las estupendas expresiones del texto de Oseas que acabamos de escuchar: "Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordias y piedades, y yo seré tu esposo en fidelidad, y tú reconocerás a Yavé" (Os 2, 21-22). Es la anticipación del anuncio de la nueva alianza que Dios se apresta a concertar con su pueblo: un pacto de amor eterno no fundado ya en la fragilidad del hombre, sino en la justicia y fidelidad de Dios.

Son palabras dirigidas a la Iglesia, pero contienen también una verdad para cada alma. Inés las acogió como invitación personal a la entrega sin reservas, Aceptó salir "al desierto" (Os 2, 16) con el esposo divino y siguió caminando con El sin dejarse desviar ni por adulaciones ni por amenazas; puesta la prueba "et aetatem vicit et tyrannum; et titulum castitatis martyrio consecravit". (San Jerónimo, epístola 130 ad Dmetriadem, 5; PL 22, 1109).

5. La opción de Santa Inés es asimismo la vuestra, queridos hijos. También vosotros habéis decidido amar a Cristo con "corazón indiviso" (cf. 1 Cor 7, 54), conscientes de las riquezas de gracia que os reserva esta donación total. Sin embargo, como jóvenes perspicaces que sois, no se os ocultan las dificultades a que os expone esta opción. Sabéis que podrán llegaros contradicciones e incomprensiones, oposiciones y hostilidades incluso, tanto más dolorosas cuanto más subrepticias y engañosas.

Queridísimos: estas perplejidades son muy comprensibles. Pero, ¿no os parece que en las palabras de San Pablo presentadas en la segunda lectura se os da una respuesta capaz de confortar el corazón despavorido y titubeante? "Eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el deshecho del mundo, lo que no es nada lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios" (1 Cor 1, 27-29).

Es una línea de conducta que Dios no ha desmentido nunca. ¿Acaso no es nueva prueba de ello toda la trayectoria de Inés que hoy estamos recordando? A través de la debilidad e inexperiencia de una jovencilla frágil, Dios se ha mofado de la arrogancia de los potentes de este mundo, presentando un testimonio sorprendente de la fuerza victoriosa de la fe: "magna vis fidei, quae etiam ab illa testimonium invenit aetate" (San Ambrosio, De virginibus I, 2, 7: PL 16,190).

La sugerencia está clara, por tanto; no nos debemos mirar tanto a nosotros mismos cuanto a Dios, y en El debemos encontrar ese "suplemento" de energía que nos falta. ¿Acaso no es ésta la invitación que hemos escuchado de labios de Cristo: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11; 28)? Es El la luz capaz de iluminar las tinieblas en que se debate nuestra inteligencia limitada; El es la fuerza que puede dar vigor a nuestras flacas voluntades; El es el calor capaz de derretir el hielo de nuestros egoísmos y devolver el ardor a nuestros corazones cansados. Siguiendo a Santa Inés, que nos indica el camino, vayamos pues a Cristo para experimentar nosotros también que "su yugo es suave y sucarga ligera" (cf. Mt 11, 50), y nuestro inquieto corazón, haciéndose "manso y humilde" (Mt 11, 29), encontrará finalmente alivio y paz.

 



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