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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA PARA LAS FAMILIAS


«Aterro do Flamengo», Río de Janeiro,
Martes 1 de julio de 1980

 

Mi queridísimo hermano, arzobispo de São Sebastião do Rio de Janeiro, y sus obispos auxiliares;
Queridos hijos, habitantes de esta ciudad maravillosa;
Queridos hijos, venidos de otros puntos de Brasil para este encuentro:

1. Muchos de los que participan ahora en esta Eucaristía estarán evocando en la memoria del corazón otras Misas celebradas en este mismo lugar, en julio de 1955. Se celebraba el XXXV Congreso Eucarístico Internacional y, sobre una franja de tierra conquistada al mar, manos de artistas habían levantado el altar-monumento, sobre el cual el Legado Pontificio inauguraría y clausuraría el gran acontecimiento. La voz de mi inmortal Predecesor Pío XII resonó aquí con un mensaje de paz para un millón de personas congregadas en este lugar.

No puedo dejar de recordar, precisamente yo, ese vigésimo quinto aniversario, feliz por poder hacerlo con vosotros y entre vosotros, en el momento en que os preparáis al ya inminente X Congreso Eucarístico Nacional de Fortaleza. Quiera Dios que esos acontecimientos recordados, vividos, esperados, renueven vuestra acción de gracias al Señor; y que sepáis expresarla en la acción de gracias por definición y por excelencia, que es la Eucaristía, en cuya devoción El os ayude a crecer.

2. Un sacerdote —sea el Papa, un obispo o un sacerdote del interior— al celebrar la Eucaristía, un cristiano al participar en la Misa y recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no pueden dejar de abismarse en las maravillas de este sacramento. Son tantas las dimensiones que en él se pueden considerar: es el sacrificio de Cristo que misteriosamente se renueva; son el pan y el vino transformados, transubstanciados en el Cuerpo y Sangre del Señor; es la gracia que se comunica por este alimento espiritual al alma del cristiano... Quiero, en esta ocasión, fijarme en un aspecto no menos significativo: la Eucaristía es una reunión de familia, de la gran familia de los cristianos.

El Señor Jesús quiso instituir este gran sacramento con ocasión de un importante encuentro familiar, la Cena Pascual, en la que su familia eran los Doce, que con El vivían desde hacía tres años. Durante mucho tiempo, en los comienzos de la Iglesia, era en casas de familia donde otras familias se reunían para la "fracción del pan". Cada altar será siempre una mesa, en torno a la cual se congrega una familia, más o menos numerosa, de hermanos. La Eucaristía al mismo tiempo reúne esta familia, la manifiesta a los ojos de todos, estrecha los lazos que unen sus miembros a los otros. San Agustín pensaba en todo esto cuando llamaba a la Eucaristía "sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis" (In Ioannis Evang. Tract. XXVI, cap. 6, núm. 13; PL 35, 1613).

Al celebrar esta Eucaristía, vuelvo espiritualmente mis ojos a todos los puntos de este inmenso país, intento abarcar con una sola mirada los ciento veinte millones de brasileños y rezo por la inmensa familia constituida por todos los hijos de esta patria y por los que aquí encontraron un nuevo hogar.

3. ¿Puedo haceros una confidencia? La primera vez que me hablaron de Brasil, cuando yo sabía muy poco de este país, no fue para cantar sus bellezas naturales, que son maravillosas, ni para exaltar las riquezas de su suelo y su subsuelo, que son inagotables; ni para resaltar los hechos de este o aquel brasileño importante. Quien me hablaba —y era un gran conocedor de Brasil— me decía solamente que ésta era una gran nación, pese a todos sus eventuales problemas, porque aquí se encuentran todas las razas, gente venida de todos los horizontes del mundo, reunidas en un solo pueblo, sin prejuicios y sin discriminaciones ni segregaciones, en una clara fusión de espíritus y corazones. "Es una familia", decía encantado mi interlocutor.

Pido a Dios que no se debilite jamás, ni desaparezca este espíritu de familia. Que prevalezca sobre cualquier germen de discordia o división, sobre cualquier amenaza de ruptura o separación. Rezo para que, habiendo cada vez menos diferencias entre los brasileños en lo que se refiere al progreso y al bienestar, a las oportunidades ante los bienes de cultura y de civilización y las posibilidades de encontrar trabajo digno, tener salud e instrucción, educar a los hijos, se haga cada vez más realidad la "gran familia" de brasileños de que me hablaba mi primer profesor de Brasil. Rezo también para que a un mundo frecuentemente dominado por las contiendas entre pueblos y razas, Brasil pueda dar —sin ostentación, antes bien con la espontaneidad y la naturalidad que caracterizan a su gente— una lección esencial. la de la verdadera integración: la de cómo pueden vivir como una sola familia, dentro de un país-continente, personas venidas de los más diversos rincones del mundo. Y rezo, en fin, por los miembros de esa "gran familia" que reposan bajo este monumento y cuyo sacrificio es una permanente llamada a la unión entre los pueblos.

4. Esta Eucaristía, reunión de familia, me lleva a pensar ahora en las familias brasileñas.

Los informes más autorizados sobre América Latina —pienso en los Documentos de Medellín y de Puebla, pienso en las relaciones que me llegan de los obispos y de las Conferencias Episcopales de este semicontinente, pero pienso también en los estudios sociológicos de mayor seriedad— me han enseñado que para vosotros, los latinoamericanos, la familia es una realidad extraordinariamente importante. El lugar que la familia ocupó en los pueblos que se encuentran en la raíz de vuestras naciones y la influencia latinoamericana que ejerció en la formación de vuestra cultura justifican de sobra esa importancia. Brasil, lejos de constituir una excepción, es un ejemplo notable de esa realidad. No es de extrañar que aquí, con especial vigor, se manifieste el sentido de la familia y se confirmen las dimensiones esenciales de la realidad familiar: el respeto lleno de amor y ternura, la generosidad y el espíritu de solidaridad, el aprecio por una cierta intimidad familiar, compensado con un deseo de apertura. No quiero dejar de subrayar, entre otras, dos dimensiones fundamentales de la familia, especialmente destacadas entre vosotros: la familia ha sido, en el transcurso de los siglos, la gran transmisora de valores culturales, éticos, espirituales, de una generación a otra; en el aspecto religioso y cristiano, muchas veces, cuando faltaron o fueron sumamente precarios otros canales, ella fue el único, o al menos el principal canal por el que se comunicó la fe de padres a hijos a través de varias generaciones.

5. Esto supuesto, ¿cómo cerrar los ojos ante las graves situaciones en que concretamente se encuentran numerosísimas familias entre vosotros y ante las serias amenazas que pesan sobre la familia en general?

Algunas de esas amenazas son de orden social y comprenden las condiciones infrahumanas de vivienda, higiene, salud, educación en que se encuentran millones de familias, en el interior del país y en las periferias de las grandes ciudades, a causa del desempleo o de los salarios insuficientes. Otras son de orden moral y se refieren a la generalizada disgregación de la familia, por desconocimiento, desestima o falta de respeto de las normas humanas y cristianas relativas a la familia, en los diversos niveles de la población. Otras aún son de orden civil, ligadas a la legislación referente a la familia. En el mundo entero, tal legislación es cada vez más permisiva y por tanto, menos alentadora para quienes se esfuerzan por seguir los principios de una ética más elevada en materia de familia. Quiera Dios que no suceda esto en vuestro país y que, coherentes con los principios cristianos que inspiran vuestra cultura, quienes tienen la responsabilidad de elaborar y promulgar las leyes lo hagan con el respeto a los valores insustituibles de una ética cristiana, entre los cuales sobresale el valor de la vida humana y el derecho indiscutible de los padres a transmitir la vida. Otras amenazas, en fin, son de orden religioso y derivan de un escaso conocimiento de las dimensiones sacramentales del matrimonio en el plan de Dios.

6. Las consideraciones que vengo haciendo me parece que evidencian bastante la importancia y la necesidad de una inteligente, valiente y perseverante pastoral familiar. Hablando al pueblo de la ciudad de Puebla, en la homilía de la inolvidable Misa que allí celebré, recordé que numerosos obispos latinoamericanos no dudan en reconocer que la Iglesia tiene todavía mucho que hacer en este campo. Por eso mismo, al inaugurar la Conferencia de Puebla, quise recomendarles la pastoral familiar como importante prioridad en todos vuestros países. El Documento de Puebla dedicó un importante capítulo a la familia: Dios quiera que la atención a otros temas e informaciones, sin duda importantes pero no exclusivos, de ese Documento, no signifique, por un error del que tendríamos motivo para arrepentimos en el futuro, una atención menor a la pastoral de la familia.

Son muchos los campos y complejas las exigencias de esa pastoral familiar. Vuestros Pastores son conscientes de ello. Muchos laicos, comprometidos en diversos, valiosos y meritorios Movimientos familiares, se muestran atentos a esos campos y esas exigencias. No esperéis ciertamente que el Papa los aborde aquí; no es el momento para hacerlo. Sin embargo, ¿cómo no recordar, al menos para citarlos, algunos de los puntos más importantes de esa pastoral?

Pienso en todo lo que hay que hacer en el terreno de la preparación para el matrimonio, ciertamente en el período que precede a su celebración, pero también, cómo no, desde los años de la adolescencia —en la familia, en la Iglesia, en la escuela—, bajo la forma de una seria, amplia y profunda educación para el verdadero amor, que es mucho más exigente de la tan cacareada educación sexual. Pienso en el esfuerzo generoso y valiente que hay que hacer para crear en la sociedad un ambiente propicio a la realización de un ideal familiar cristiano, basado en los valores de unidad, fidelidad, indisolubilidad, fecundidad responsable. Pienso en la ayuda que debe prestarse a cónyuges que, por diversas razones, y circunstancias, pasan por momentos de crisis, que podrían superar si fueran ayudados, pero tal vez naufragarán si les falta esa ayuda. Pienso en la contribución que los cristianos, especialmente los laicos, pueden ofrecer para suscitar una política social sensible a las exigencias y a los valores familiares y para evitar una legislación nociva para la estabilidad y el equilibrio de la familia. Pienso, en fin, en el inconmensurable valor de una espiritualidad familiar, que continuamente hay que perfeccionar, promover, difundir; y no puedo dejar de decir aquí, nuevamente, una palabra de estímulo y aliento para los Movimientos familiares que se dedican a esa obra especialmente importante.

7. No faltan en la vivencia y en el Magisterio de la Iglesia elementos validísimos para una clara, comprensiva, valiente atención pastoral a las familias. Mis predecesores nos legaron valiosos documentos. Muchos Pastores y teólogos nos han ofrecido el fruto de su experiencia o de sus reflexiones. Próximamente, el Sínodo de los Obispos, estudiando "la función de la familia cristiana", en el mundo contemporáneo, dará ciertamente pistas para la orientación, en esta delicada materia. En esa fuente —y no al margen o lejos de ella y menos todavía en contraste con ella— deberá beber una verdadera pastoral familiar.

Numerosas familias, sobre todo cónyuges cristianos, desean y piden criterios seguros que les ayuden a vivir, aun entre dificultades no comunes y con esfuerzo a veces heroico, su ideal cristiano en materia de fidelidad, de fecundidad, de educación de los hijos. Nadie tiene derecho a traicionar esa expectativa o decepcionar esta petición, ocultando por timidez, inseguridad o falso respeto humano los verdaderos criterios u ofreciendo criterios dudosos, cuando no abiertamente desviados de la enseñanza de Jesucristo transmitida por la Iglesia.

8. Hermanos e hijos carísimos: al término de esta reflexión volvamos nuestra atención a los textos del Nuevo Testamento, que hemos tenido la alegría de escuchar en esta liturgia.

Uno de ellos, el del Evangelio de San Juan, recoge la enseñanza de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm sobre el Pan de vida; ese pan, según asegura el Señor, es su propia carne que, hecha alimento de sus discípulos, les da una vida que comienza aquí en la tierra y desemboca en la eternidad. La promesa hecha en Cafarnaúm se realiza plenamente en la Ultima Cena y en el misterio de la Eucaristía. Ese es el pan que se hace Cuerpo de Cristo para dar la vida a los hombres.

El deseo más íntimo y más vivo del Papa en esta hora sería el poder, por algún milagro, penetrar en cada hogar de Brasil, ser huésped de cada familia brasileña. Participar en la felicidad de las familias felices y con ellas dar gracias al Señor. Estar junto a las familias que lloran, por algún sufrimiento escondido o visible, para ofrecer un eventual consuelo. Hablar a las familias en las que nada falta, para invitarlas a distribuir lo que les sobra y que pertenece a quien no lo tiene. Sentarse a la mesa de las familias pobres, donde el pan escasea, para ayudarles, no a hacerse ricas en el sentido en que el Evangelio condena la riqueza, sino a conquistar lo que es necesario para una vida digna.

Si este es un deseo imposible, quiero al menos, cuando tome en mis manos, dentro de unos momentos, el Cuerpo de Jesús y su Sangre preciosa, formular un voto y una oración: que esta Eucaristía celebrada en este templo sin fronteras bajo la cúpula de este cielo de Río de Janeiro, mucho más amplia y grandiosa que la de Miguel Ángel, se vuelva fuente de verdadera vida para el pueblo brasileño a fin de que sea una verdadera familia, y para cada familia brasileña a fin de que sea célula formativa de este pueblo.

 


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