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VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

MISA PARA LO SACERDOTES, DIÁCONOS Y SEMINARISTAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Catedral de Fulda
Lunes 17 de noviembre de 1980

 

1. Venerados hermanos, cardenales, arzobispos y obispos, que formáis el episcopado de vuestra patria; mis sacerdotes, amados en Cristo, del presbiterio de cada una de las diócesis de Alemania; queridos diáconos; queridos alumnos de los seminarios sacerdotales, queridos estudiantes de teología:

Las palabras del Apóstol Pedro que acabamos de escuchar hoy en la segunda lectura de esta celebración litúrgica me parece que encielan una especial resonancia aquí en Fulda, junto a la tumba de San Bonifacio: "A los presbíteros que hay entre vosotros los exhorto yo, copresbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse: Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado" (1 Pe 5, 1-2)

Ya han pasado 19 siglos desde que fueron escritas estas palabras, y sin embargo resuenan también para nosotros con una actualidad y con una fuerza permanentemente iguales; me parece que ellas nos anuncian un mensaje del todo particular en este momento en que vosotros os encontráis aquí, junto a la tumba del obispo y mártir que es el patrón principal de Alemania; y me parece que se refiere precisamente a vosotros, aunque en diverso grado, aquel requerimiento de Pedro: "Apacentad el rebaño de Dios". Pedro, como el primero que había sentido de Jesús, el Buen Pastor, una tal exigencia: "Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 16), se dirige como "copresbítero" a todos aquellos que juntamente con él eran los Pastores de la Iglesia de su tiempo. ¡Con qué íntima emoción sentimos esta llamada también nosotros, que somos hoy los Pastores de la Iglesia, en el segundo milenio del cristianismo, milenio que se encamina rápidamente hacia su fin ¡Vosotros, que según el diverso grado de vuestro ministerio, como obispos, presbíteros o diáconos, sois los Pastores de la Iglesia en .vuestra patria! ¡Y también vosotros, los que habéis oído la llamada de Cristo y os preparáis para el ministerio pastoral de los tiempos venideros!

"Apacentad el rebaño de Dios", ¡Sed Pastores de vuestros hermanos y hermanas en su fe, en su gracia bautismal y en su esperanza en la bendita participación en la gracia y amor eternos!

2. Pedro nos recuerda en su Carta los padecimientos de Cristo y asimismo el misterio pascual, del que él había llegado a ser testigo. Con este testimonio de la cruz y la resurrección une él también la esperanza en la participación "en la gloria que ha de revelarse" (1 Pe 5, 1).

La vocación a Pastores en la Iglesia, vuestro múltiple ministerio, tiene siempre y en todas partes su raíz en el misterio de Cristo que lo abarca todo; de El procedéis y hacia El os dirigís; en El encontráis la fuerza de vuestro crecimiento y vuestra firme solidez; a El servís con el fruto de vuestro trabajo.

Este misterio se acepta realmente en la fe, cuando aquellos que lo sirven se parecen a hombres "que esperan a su amo de vuelta de las bodas, para que, al llegar él y llamar, al instante le abran" (Lc 12, 36).

Aquí se trata también del servicio de estar vigilantes por el Señor.

Cuando Jesús comenzó el período de la pasión, llevó consigo los Apóstoles al huerto de Getsemaní, y llevó todavía más adentro a tres de ellos, pidiéndoles que vigilaran con El. Pero, cuando ellos, dominados por el cansancio, se habían quedado dormidos, volvió Jesús adonde estaban y les dijo: "Velad y orad para que no accedáis a la tentación" (Mt 26, 41).

El ministerio que nosotros desempeñamos, queridos hermanos, es también el de permanecer vigilantes por el Señor. Vigilar significa conservar el don confiado. El bien que nos ha sido confiado es de un precio infinito. Nosotros debemos perseverar constantemente en él.

Nosotros debemos introducir cada vez más las raíces de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor en las "grandezas de Dios" (Act 2, 11); debemos identificarnos cada vez más profundamente con la revelación del Padre en Cristo; debemos finalmente ser cada vez más sensibles a la acción del Espíritu Santo que el Señor nos ha donado y que quiere seguir donando a través de nosotros, de nuestro ministerio, de nuestra santidad, de nuestra identidad sacerdotal.

De igual modo debemos ser cada vez más sensibles a la grandeza del hombre, como nos ha sido manifestada en el misterio de la encarnación y de la redención: cuán preciosa es cada alma humana y qué ricos los tesoros de la gracia y del amor.

Así corresponderemos a las indicaciones de Pedro, que nos conjura a desempeñar nuestro ministerio "no por fuerza, sino espontáneamente, según Dios..., con prontitud de ánimo..: (como) sirviendo de ejemplo al rebaño" (1 Pe 5, 2-3).

3. Recordemos a tantos insignes obispos y sacerdotes que han salido de este país; nombro sólo algunos de la historia reciente: el obispo von Ketteler y Adolf Kolping, los cardenales von Calen, Fring, Döpfner y Bengsch, padre Alfred Delp y los neosacerdotes Karl Leisner, Karl Sonnenschein y el padre Rupert Mayer, Romano Guardini y el padre Kentenich.

¡Contemplémoslos con más atención! Ellos nos muestran lo que significa "vigilar"; lo que significa "estar ceñidos" y llevar "una lámpara en la mano" (cf. Lc 12, 35); cómo se puede ser "el siervo fiel y prudente, a quien constituyó su amo sobre la servidumbre para darles provisiones a su tiempo" (Mt 24, 45).

Estos y otros muchos sacerdotes modelos de la Iglesia de vuestro país pueden enseñarnos cómo nuestra vocación y todo nuestro ministerio de obispo, sacerdote o diácono, está cimentado sobre aquel grandioso misterio del corazón humano: el misterio de la intimidad con Cristo, y cómo en fuerza de esta intimidad crece el verdadero amor pastoral por el hombre, un puro y generoso amor del que tan sediento se encuentra el mundo de hoy, y especialmente las jóvenes generaciones.

Yo sé que innumerables sacerdotes de la Iglesia de vuestro país experimentan la alegría y la felicidad de esta profunda familiaridad espiritual con Jesucristo. Pero también sé que forman parte de la actual vida del sacerdote las horas de apuros, de agotamiento, de desorientación, de exigencias, de desilusión. Estoy convencido de que todo esto pertenece también a la vida de aquellos sacerdotes que se esfuerzan con todas sus energías en ser fieles a su misión, y que corresponden con gran escrupulosidad a las tareas de su ministerio. ¿Puede extrañarnos que aquel que tan profundamente está unido con Jesucristo en su misión, participe también de las horas del monte de los olivos?

4. ¿Qué medicina puedo ofreceros yo en estas circunstancias?

No un aumento externo de actividades, ni esfuerzos convulsivos, sino una penetración profunda en el centro de vuestra vocación, en la intimidad con Cristo y en la mutua amistad de unos con otros. A través de ella Cristo mismo, como el amigo de todos, quiere hacerse visible en medio de vosotros y en medio de vuestras comunidades. ,"Ya no os llamo siervos, sino amigos" (cf, Jn 15, 15). Estas palabras, que desde el día de vuestra ordenación sacerdotal todavía resuenan en vuestro corazón, deben dar el tono fundamental a vuestra vida. Al amigo yo le puedo decir todo, le puedo confiar todo personalmente: todas las preocupaciones y necesidades, y también los problemas no aclarados y las dolorosas experiencias personales. Yo debo vivir de su palabra, de los sacramentos, de la Eucaristía y —no en último lugar— de la penitencia. Este es el fundamento sobre el que os mantendréis. Tened confianza en Jesucristo, pues El no nos abandona, El sostiene nuestro ministerio, aun allí donde externamente no se alcanza un éxito inmediato. Creed en El; creed que El espera todo de vosotros, del mismo modo que un amigo lo espera de su amigo.

Intimidad con Jesucristo, ésta es la más profunda razón por la que una vida de celibato, en el espíritu de los consejos evangélicos, es tan importante para el sacerdote. Tener el corazón y las manos libres para el amigo, Jesucristo, estar totalmente disponible para El y llevar su amor a todos, éste es un testimonio que en un primer momento no todos pueden entender. Pero si nosotros ofrecemos este testimonio desde dentro, si lo vivimos como la forma existencial de nuestra intimidad con Jesús, entonces también crecerá de nuevo en la sociedad la comprensión para esta forma de vida que se apoya en el Evangelio.

La intimidad con Jesús tiene como fruto y como consecuencia la intimidad de unos con otros. Los sacerdotes forman un presbiterio en torno a su obispo. El obispo es aquel que de un modo especial para vosotros y con vosotros representa a Cristo. Quien es amigo de Cristo, no puede prescindir de la misión del obispo. Y deberá estar muy atento a no contraponer las propias opiniones o criterios a la misión que Cristo ha confiado al obispo. La unidad con el obispo, y la unidad con el Sucesor de Pedro, son el más firme fundamento de una fidelidad que sin la intimidad con Cristo no puede ser vivida. Esta unidad es también un presupuesto para que nuestro ministerio, el ministerio de los obispos y del Papa, pueda realizarse en relación a vosotros con una donación abierta, fraternal y llena de comprensión.

Pero esta intimidad pide todavía más. Pide también esa apertura fraternal de unos hacia otros, ese llevar en común los unos las cargas de los otros, ese común testimonio con que pueden ser superados los juicios, las críticas y las desconfianzas. Yo estoy convencido de que si realizáis vuestro ministerio con este espíritu de intimidad y de fraternidad lograréis mucho más que si cada uno trabaja por sí solo. Con la fuerza de una tal intimidad con el Señor, podréis "vigilar", como el Señor en el Evangelio lo espera del "buen siervo".

5. Este "estar vigilante" del siervo —del amigo— en la espera de su Señor, se refiere al futuro definitivo en Dios, pero también al curso de la historia, a cada momento. El Señor puede llegar "a la segunda vigilia o a la tercera" (Lc 12, 38).

A través de las enseñanzas del Concilio Vaticano II está claro para toda la Iglesia que vuestra misión es para la hora presente, es decir, se dirige a un mundo que se encuentra en constante desarrollo, y sobre todo a las expectativas del hombre en este mundo: a sus gozos y esperanzas, pero también a sus fallos y faltas (cf. Gaudium et spes, 1).

El ministerio del Pastor atento y vigilante comporta también abrir los ojos a todo lo que es bueno y justo, a todo lo verdadero y lo hermoso, pero igualmente a todo lo que de difícil y doloroso hay en la vida del hombre para estar cercano a él y solidarizarse con él, en total disponibilidad y amor hasta la entrega de la vida (cf. Jn 10, 11).

El ministerio vigilante del Pastor comprende además la disposición para defender del lobo sanguinario —como en la parábola del buen pastor— o del ladrón para impedir que pueda saquear la casa (cf. Lc 12, 39). Con esto no quiero decir que el Pastor ha de contemplar a su rebaño con mirada de dureza inmisericorde y de total desconfianza, por el contrario, hablo del Pastor que quiere liberar del pecado y de la culpa por medio del ofrecimiento de la conciliación, que ofrece a los hombres sobre todo el sacramento de la reconciliación, el sacramento de la penitencia. "En nombre de Cristo" puede y debe el sacerdote gritar a un mundo que parece irreconciliado e irreconciliable;. "Reconciliaos con Dios". (2 Cor 5, 20). Así mostramos a los hombres el corazón de Dios, del Padre, y somos imágenes de Cristo, él Buen Pastor. Nuestra vida entera debe convertirse en signo e instrumento de la reconciliación, en "sacramento" de la unión entre Dios y los hombres.

Juntamente conmigo deberéis reconocer con dolorida preocupación que la recepción personal del sacramento de la penitencia ha disminuido fuertemente en vuestras comunidades durante los últimos años. De corazón os ruego y os exhorto a hacer lo posible para que todos los bautizados vuelvan a la práctica frecuente del sacramento de la penitencia a través de la confesión personal. A esto han de llevar las celebraciones penitenciales, que tan importante papel asumen en la praxis penitencial de la Iglesia, pero que en circunstancias normales no pueden sustituir la recepción privada del sacramento de la penitencia. Procurad también vosotros recibir regularmente el sacramento de la penitencia.

6. La vigilancia del buen Pastor exigirá de vosotros, como corazón de toda actividad sacerdotal, la celebración de la sagrada liturgia. Precisamente después de las amplias reformas introducidas en las celebraciones litúrgicas, han surgido para vosotros importantes tareas pastorales. En primer lugar, tenéis que familiarizaros vosotros mismos con los ritos aprobados, por medio del estudio y de la práctica atenta. Debéis estar dispuestos a servir como liturgos la profunda fe, la firme esperanza y el gran amor del Pueblo de Dios. Quisiera daros las gracias por todos los esfuerzos que ya habéis hecho hasta ahora para lograr tan importantes objetivos, cuyos buenos frutos yo mismo he podido experimentar entre vosotros. Por eso es tanto más deplorable que en algunos lugares la celebración del misterio de Cristo, en vez de crear unidad con Cristo y entre los hombres, origine disputas y discordias. Nada contradice tanto como esto la voluntad y el espíritu de Cristo.

Así, pues, yo os ruego, hermanos y amigos en el sacerdocio, que continuéis con responsabilidad por el camino que la Iglesia ha decidido seguir hoy con plena fidelidad a su antigua tradición y que mantengáis ese camino libre de cualquier falso subjetivismo. Quisiera asimismo declarar que las normas especiales en el campo litúrgico que los obispos alemanes han Solicitado por motivos pastorales, han sido aprobadas por la Sede Apostólica, y consiguientemente están de acuerdo con el derecho.

Esforzaos ante todo por anunciar a Jesucristo, al cual vosotros mismos estáis íntimamente unidos, en concordia con la entera comunidad de la Iglesia y en una celebración reverente y devota de la liturgia.

7. Venerables hermanos, queridos hijos en el Señor:

¡Cuánto deberíamos amar nuestro ministerio y nuestra vocación! Esto os lo digo a todos: a vosotros, los mayores, que quizás bajo el peso del trabajo estáis ya cansados y agotados; a vosotros, que todavía os encontráis en la plenitud de vuestras fuerzas, y a vosotros, los que estáis comenzando vuestro camino sacerdotal. Pienso también en vosotros, los jóvenes que aceptáis la llamada misteriosa de Cristo: querría animaros a asumir de un modo aún más fuerte y más profundo esta llamada en vuestras vidas, y a seguirla de un modo definitivo y para siempre.

Del milagro de esta vocación nos habla hoy de un modo especialmente claro la primera lectura de la liturgia, tomada del Profeta Jeremías. Un inaudito pero real, diálogo entre Dios y el, hombre. Dios —Yavé— dice: "Antes que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta de pueblos".

El hombre —Jeremías— responde: "¡Ah, Señor Yavé! He aquí que no sé hablar, pues soy un niño".

Dios —Yavé— replica: "No digas: Soy un niño, pues irás a donde te envíe yo y dirás lo que yo te mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte" (Jer 1, 5-8).

¡Qué profunda es la verdad que se encierra en este diálogo! ¡Nosotros deberíamos hacerla incondicionalmente la verdad de nuestra propia vida! ¡Deberíamos tomarla con las dos manos y con todo el corazón, vivirla, hacerla objeto de nuestra oración y llegar a ser una sola cosa en ella y por ella!

Aquí se encuentra expresada a un mismo tiempo la verdad teológica y sicológica de nuestra vida: el hombre, que reconoce su vocación y su misión, respondiendo a Dios desde su debilidad.

8. Los que propugnan una imagen del sacerdote diferente de ese modelo que ha sido desarrollado por la Iglesia y conservado especialmente en la tradición occidental, parecen poner frecuentemente en nuestro tiempo esta debilidad como principio fundamental de todo lo demás, llegando casi a declarar que es como un derecho humano.

Cristo, por el contrario, nos ha enseñado que el hombre tiene sobre todo derecho a una peculiar grandeza, a un derecho a aquello que propiamente lo supera. Precisamente en esto se muestra su especial dignidad; en esto se manifiesta el sublime poder de la gracia: nuestra verdadera grandeza es un don que procede del Espíritu Santo.

En Cristo tiene el hombre un derecho a tal grandeza. Y la Iglesia tiene por medio de Cristo, un derecho al don de este hombre: un don a través del cual el hombre se entrega totalmente a Dios, eligiendo también el celibato "por el reino de los cielos" (Mt 19, 12) para convertirse en servidor de todos.

El hombre y la Iglesia poseen, por tanto, tal derecho. ¡No debemos debilitar en nosotros esta certeza y esta convicción!

No podemos renunciar a esta sublime herencia de la Iglesia ni poner dificultades a que entre en los corazones de los jóvenes. ¡No perdamos la confianza en Dios y en Cristo! El Señor dice: "No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte" (Jer 1, 8). Después de estas palabras toca el Señor la boca del hombre y dice: "He aquí que pongo en tu boca mis palabras" (Jer 1, 9). ¿No hemos tenido nosotros esta misma experiencia? ¿No puso El durante nuestra ordenación sacerdotal sus palabras —las palabras de la consagración eucarística— en nuestra boca? ¿No sella El esta boca y el hombre entero con la fuerza de su gracia?

Con nosotros se encuentran también los santos de la Iglesia: los patronos de vuestras diócesis, los grandes Pastores de vuestro país, las famosas mujeres del amor al prójimo y sobre todo María, la Madre de la Iglesia.

Cuando el Evangelista Lucas describe la comunidad de los discípulos después de la Ascensión del Señor a los cielos, alude explícitamente a su perseverante y unánime oración "con María, la Madre de Jesús" (Act 1, 14). Ella, la Madre del Señor, la Madre de todos los creyentes, la Madre también de los sacerdotes, quiere permanecer con nosotros, para que en el Espíritu podamos ser continuamente enviados a este mundo y a los hombres en todas sus necesidades.

9. Venerables hermanos y queridos hijos en el Señor: Las lecturas litúrgicas de esta celebración nos recuerdan finalmente la recompensa para los Pastores que permanecen vigilantes. El Apóstol Pedro habla de "la corona inmarcesible de la gloria" (1 Pe 5, 4).

Aún más impresionantes son las palabras de Cristo en la parábola de los siervos vigilantes: "Dichosos los siervos aquellos a quienes el amo hallare en vela; en verdad os digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirlos. Ya llegue a la segunda vigilia, ya a la tercera, si los encontrare así, dichosos ellos" (Lc 12, 37-38).

Permitidme que concluya así estas palabras sin añadir ni quitar nada. Quisiera, sin embargo, que ellas merecieran la oración y la atención de vuestro corazón. Amén.

* * *

Terminada la concelebración, el Santo Padre dijo: 

Hoy he venido a vosotros a traeros fuerza y ayuda en nombre de Cristo para vuestra tarea, que consiste en anunciar la salvación al Pueblo de Dios. Esta finalidad y atención van acompañados del don que os voy a hacer en la tumba de San Bonifacio. Es una reliquia del Beato Maximiliano Kolbe, que entregaré al Presidente de la Conferencia Episcopal, Emmo. cardenal Höffner, como regalo de la Iglesia universal a la Iglesia que está en Alemania. El Beato Maximiliano Kolbe, maestro de amor al prójimo, sea para vosotros, pastores y fieles, ejemplo luminoso e intercesor en el camino de seguimiento de Cristo sin reservas, con amor dispuesto al sacrificio y espíritu de servicio desinteresado a nuestros hermanos y hermanas. Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Que esta reliquia del Beato Maximiliano Kolbe os recuerde siempre este amor y os anime a imitarle en vuestro servicio de cura de almas. Beato Maximiliano Kolbe: ruega por nosotros.

 



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