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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA CLAUSURA
DEL XV CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN BENITO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

San Pablo Extramuros
Sábado 21 marzo de 1981

 

Venerados hermanos e hijos queridísimos:

1. "El benedicam tibi... erisque benedictus" (Gén 12, 3). Como culmen de los diversos encuentros y de las palabras que, en distintas fechas, he tenido ocasión de pronunciar durante el año centenario de los Santos Benito y Escolástica, en Nursia, Montecassino y Subiaco, me es grato tomar —como acaba de hacerlo la sagrada liturgia— esta bella expresión bíblica, que contiene una de las arcanas promesas hechas por Dios al Patriarca Abraham, y aplicarla al Patriarca del monaquismo occidental, igualmente bendito por el nombre y por las obras. Efectivamente, considero muy oportuno y significativo el rito de esta tarde, junto a la tumba del Apóstol de las Gentes, con el fin de honrar todavía a Benito, y concluir dignamente las fructuosas celebraciones conmemorativas, así como con ocasión del XIV centenario de su piísimo tránsito hizo ya, en esta misma basílica, mi predecesor Pío XII, de venerada memoria, en septiembre de 1947. Después del dramático conflicto que había devastado y ensangrentado a tantas naciones, él quiso precisamente aquí invocar la protección especial de Benito, Europae altor et pater, para el renacimiento espiritual y material no sólo del continente europeo, sino también de todo el mundo (cf. Pío XII, Discorsi e Radiomessaggi, vol. IX, páginas 237-241).

2. Deseo saludaros cordialmente a todos los que estáis aquí presentes, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos: me dirijo, ante todo, a la comunidad local benedictina con su abad ordinario y con el abad presidente de la congregación casinense. Saludo también a los superiores y miembros de las familias monásticas, masculinas y femeninas, de Roma, reunidas aquí con otros muchos representantes de órdenes y congregaciones religiosas, para celebrar con espíritu de auténtica comunión fraterna al gran maestro de la vida consagrada. Y, finalmente, saludo a los fieles de la parroquia de San Pablo, a quienes los mismos padres benedictinos del monasterio anexo dedican, por una tradición más que secular, su apreciado servicio, dando así testimonio del ideal monástico y, al mismo tiempo, de su capacidad de irradiación apostólica.

Realmente, en esta basílica la institución monástica está llamada a dar prueba de su consistencia: está llamada a ofrecer el ejemplo del más esmerado estilo litúrgico, del más asiduo interés por el indispensable ministerio sacramental de la reconciliación, de la hospitalaria acogida a los peregrinos y visitantes, que provienen de todas las partes del mundo; pero está llamada, a la vez, a preparar un programa apropiado de encuentros religiosos, de iniciativas en defensa de la convivencia familiar, de diálogos ecuménicos. Y todo esto constituye una preciosa aportación no sólo para la pastoral diocesana, sino también para la animación de toda la Iglesia. Aquí, más que en otros monasterios colocados en el corazón de la vida eclesial y civil, la espiritualidad de la contemplación se pone al servicio del compromiso apostólico, según la enseñanza de San Gregorio Magno, el cual, a poca distancia del Patriarca de Casino, comprometió a los monjes en la ardua empresa de la evangelización de Inglaterra, dando impulso a esa admirable serie de viajes misioneros que abrieron la Europa Occidental al cristianismo y a la civilización; lo mismo que en la oriental trabajaron con idéntico fervor pastoral los grandes apóstoles del mundo eslavo, Cirilo y Metodio.

3. Como fruto del año centenario, en el curso del cual la figura y la obra de San Benito han difundido en la Iglesia y en la sociedad un sorprendente mensaje de luz, se puede ya advertir más claramente la necesidad de que el monaquismo haga revivir sus genuinas y múltiples tradiciones, tanto de vida estrictamente claustral, como de activa presencia en los sectores de la pastoral, de la artesanía o de la agricultura, de la investigación científica, etc. Todo esto tendrá más fácil aplicación y más segura eficacia, solamente si se afirman el primado de la búsqueda de Dios en la liturgia y en la lectio divina, el respeto a las exigencias connaturales de la vida comunitaria y la adhesión fiel al trabajo en sus diversas formas.

Volviendo a tomar cuanto se afirmó al final del simposio, que en el pasado septiembre vio reunidos a los abades y abadesas y a los superiores benedictinos, cistercienses y trapenses, gustosamente hago votos para que "las comunidades monacales proclamen que todas las generaciones, mentalidades, razas y clases sociales pueden encontrarse en Cristo; que sean ellas centros de oración, en los que la Palabra de Dios sea comprendida y recibida; que estén cercanas a los oprimidos y a los pequeños de este mundo con la sencillez de su vida; que busquen la paz y la justicia para todos, que sensibilicen a nuestros contemporáneos sobre los males del consumismo, del individualismo y de la violencia" (cf. Mensaje del simposio monástico).

Como al fin de la Edad Antigua San Benito y sus monjes supieron hacerse constructores y custodios de la civilización, así en esta Edad nuestra, marcada por una rápida evolución cultural, urge tomar conciencia de los desafíos que nos vienen del mundo moderno y afirmar, al mismo tiempo, la sincera adhesión a los valores perennes. El primero e inagotable valor es la Palabra de Dios, que debe ser escuchada cada día para la continua conversión de la vida, con referencia precisa a los problemas presentes y a los que se perfilan en el horizonte: el Tercer Mundo, la crisis de la familia, la difusión de la droga y de la violencia, la amenaza de los armamentos, las mismas dificultades de orden económico.

Si realmente, como en Benito, es profunda la espiritualidad en el cristiano, en el religioso, en el sacerdote; si cada uno es —como debe ser— "hombre de Dios", entonces podrá ser eficazmente "siervo del hombre". La escucha atenta de Dios que habla abrirá su alma al discernimiento de los signos de los tiempos, como sucedió en este monasterio el 25 de enero de 1959, cuando el Papa Juan XXIII anunció, además del Sínodo de la diócesis de Roma, el gran Concilio Ecuménico, que fue el Vaticano II con todos los copiosos frutos que ya ha dado y que dará aún para todo el Pueblo de Dios.

La credibilidad del mensaje cristiano depende de la integración entre la catequesis, la liturgia y la justicia perfeccionada en la caridad. La proclamación de la Palabra en las celebraciones sagradas, la reflexión encauzada en la catequesis, deben ser obra de testigos de justicia y de caridad, de comunidades decididas a la continua conversión en la caridad y en la misericordia. La Palabra debe llevar al oyente a la conciencia personal de los problemas y de los compromisos, debe estimular la comunidad a opciones de servicio, con preferencia por los pobres, como dice el Evangelio (cf. Mt 11, 5; Lc 4, 18).

4. A este propósito, me parece que —por una singular y, diría, providencial coincidencia— el final del centenario de San Benito puede introducir, con atención particular a la pobreza, el VIII centenario del nacimiento de San Francisco, que comenzará el próximo octubre. De hecho, se trata de una de las exigencias más importantes que surgieron de los encuentros monásticos del ya pasado centenario benedictino: por lo demás, no era posible cerrar los ojos ante la oleada de materialismo, hedonismo, ateísmo teórico y práctico que desde los países occidentales se ha volcado sobre el resto del mundo. Los monjes del gran árbol benedictino, los hijos de las diversas familias franciscanas, y en general todos los religiosos tienen la responsabilidad de volver a introducir en la sociedad, con testimonio unívoco, por medio de la conversión del corazón y del estilo de vida, los valores de la pobreza real, de la sencillez de vida, del amor fraterno y de la coparticipación generosa. También aquí, haciendo mías las palabras del mensaje de los benedictinos y benedictinas de Asia, deseo que el ejemplo de los Santos Benito y Francisco nos lleve a "tomar conciencia de nuestra llamada a ser pobres con Cristo pobre y nos impulsen a seguirle gozosamente a través de una mayor solidaridad con los más pobres de nuestros países y de todo el mundo. De este modo creemos poder llegar a comprender, con toda la humanidad, más profundamente el amor de Dios a los hombres y a comprometernos concretamente en favor de nuestros semejantes". Por otra parte, también los obispos de Europa han puesto de relieve este mismo compromiso en favor del hombre y de la sociedad humana con el mensaje "Por una Europa de los hombres y de los pueblos", difundido desde Subiaco en el pasado septiembre.

5. Pero es evidente, hermanos e hijos queridísimos, que este compromiso global y los particulares deberes y ministerios en que se articula, hacen volver a todos y siempre a su fuente espiritual. ¿Quién ignora que la acción supone la contemplación? Y ésta, especialmente en las órdenes monásticas y mendicantes, ¿acaso no exige, no presupone una ferviente celebración eucarística, una fiel liturgia coral y una comprometida forma comunitaria, para evitar el predominio del "hacer" sobre el "ser", o el desarrollo de un activismo desequilibrado con relación al primado de la vida interior? Sí, porque en todo ministerio apostólico, por cualquiera que se desarrolle y de cualquier forma sea desarrollado, el servicio tiene necesidad de la catequesis, y el compromiso necesita la oración, a fin de que la caridad no se reduzca a simple filantropía, sino que el amor al prójimo esté ordenado, animado y enriquecido con el amor de Dios.

Por esto, también nosotros ahora queremos orar, debemos orar. Si el centenario benedictino, que ya concluye, nos ha hecho retornar —me refiero a nosotros Pastores de la Iglesia de Dios y a todos vosotros, religiosos y religiosas, y también a los laicos que sentís con más fuerza la vocación al apostolado— a esta dimensión primaria como base y presupuesto de cualquier actividad ministerial, podemos servirnos inmediata y muy oportunamente de la profunda palabra del Evangelio que acabamos de escuchar. Efectivamente, Jesús mismo está orando en el Cenáculo y nos ofrece un insuperable modelo de estilo y de contenido en orden a nuestras oraciones, sean personales o comunitarias, sean litúrgicas o privadas. Habiendo llegado ya al momento culminante de su misión, pridie quam pateretur. El nos enseña en este pasaje conclusivo de la llamada "oración sacerdotal" qué debemos pedir, por quién debemos pedir y para qué debemos pedir. En diálogo directo con el Padre, en contacto íntimo con El (tu in me et ego in te), Jesús ruega no sólo por sus Apóstoles a quienes ve reunidos a su alrededor, sino también por aquellos que, gracias a su predicación, creerán en El: es decir, ruega por los fieles de todas las edades y gene, a-iones sucesivas, y ruega "para que sean una sola cosa".

¿Cuántas veces resuena en este texto sublime la invocación, o mejor, la llamada y el anhelo de la unidad? Se trata de la unidad de los "suyos", de la unidad como nota distintiva de "su" Iglesia; de la unidad que, con eficacia simultánea, une íntimamente a los que ya tienen la fe y, al mismo tiempo, impulsa al mundo a aceptar la fe, o sea, a los que todavía no creen: ut omnes unum sint... ut credat mundus (v. 21)..., et cognoscat mundus (v. 23). El Señor nos lo dice todo sobre la unidad: el modo, la medida, la naturaleza y el efecto, la causa ejemplar que es la unidad existente entre El mismo y el Padre, la causa final que es la fe que hay que suscitar en quien todavía no la tiene.

Ahora bien, ¿cómo negar que estas palabras adquieren un gran relieve y una fuerza particular en este lugar sagrado y en una ocasión como ésta? Además de un modelo de oración, constituyen un programa de trabajo, tienen el valor y el mérito de armonizar contemplación y acción. Y, ante todo, nos impresionan mucho más porque éste es el lugar donde reposa el Apóstol Pablo, que fue mensajero infatigable de la unidad de la Iglesia de Cristo entre las gentes, con la visión estupenda de la Iglesia como Cuerpo místico y como Esposa mística (cf. 1 Cor 12, 12-27; Gál 3, 28; Ef 4, 1-5); y además, porque la circunstancia que aquí nos ha reunido es el centenario de Benito de Nursia, el Santo del ora et labora, el cual oró y trabajó por la unidad con el Evangelio y con la cruz, contribuyendo eficazmente a construir la unidad en el mundo europeo, que era la gran parte del mundo entonces conocido.

He aquí por qué esta palabra-oración de Cristo, nuestro Maestro y Señor, recogida muy pronto y difundida por Pablo, escuchada y realizada más tarde por Benito, debe grabarse en nuestro espíritu, como término irrevocable de nuestra misma oración y parámetro permanente de nuestra actividad apostólica. Ut omnes unum sint! Esta palabra que encierra y expresa el sacramentum unitatis (cf. San Cipriano, De Ecclesiae catholicae unitate, cap. 7: PL, tom. IV, col. 504), es como una palabra de orden y, por la ocasión en la que fue pronunciada primeramente, tiene el valor de un legado testamentario, y por esto debe iluminar y guiar cada una de las iniciativas pastorales y ecuménicas, coordinando y orientando todo hacia la dimensión suprema de la caridad: "Para que el amor con que tú me has amado esté con ellos" (v. 26). Este —no lo olvidemos jamás— es el punto de llegada, ésta es la meta final, porque unidad y caridad en la vida eclesial van juntas. La unidad es caridad, y la caridad es unidad.

 



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