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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA PARA LAS ÓRDENES Y LAS CONGREGACIONES RELIGIOSAS
DE ORIGEN ESPAÑOL

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Loyola, 6 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

¡Alabado sea Jesucristo! Euskal Herriko kristau maiteok:
Pakea zuei, eta zoriona!

1. Siento una gran alegría de haber podido venir hasta Loyola, en el corazón de la entrañable tierra vasca, para manifestar el amor del Papa por todos y cada uno de los hijos de esta Iglesia de Cristo. Saludo ante todo al Pastor de la diócesis y demás obispos presentes. Dentro del conjunto de mi viaje apostólico por España, los obispos han querido colocar aquí este significativo encuentro con los superiores generales y superiores mayores de las órdenes y congregaciones religiosas de origen español.

Era una manera de rendir también homenaje a un gran hijo de esta tierra, de proyección universal por sus anhelos y realizaciones: San Ignacio de Loyola. La figura que más ha hecho conocer este lugar en todo el mundo. La que más gloria le ha traído. Un hijo de la Iglesia que bien puede ser mirado con gozo y legítimo orgullo.

En este encuentro-homenaje, al fundador de la mayor orden religiosa eclesial, están asociados los otros fundadores de las demás familias religiosas nacidas en tierras españolas, y aquí representadas por sus respectivos superiores generales. Llegue a todos los miembros de las mismas el cordial saludo del Papa.

¡Qué amplio horizonte se abre ante nosotros, más allá de estas hermosas montanas verdes con sus creces y santuarios, al pensar en la panorámica eclesial que nos ofrecen! No podemos hacer una lista interminable. Pero, ¿cómo no nombrar a la familia de los hijos e hijas de Santo Domingo, a la carmelitana de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, a la franciscana descalza reformada por San Pedro de Alcántara, la trinitaria, mercedaria, hospitalaria, escolapia, claretiana?

Y a ellas hay que añadir las de las Adoratrices del Santísimo Sacramento, de Santa Ana, Compañía de Santa Teresa, Esclavas del Sagrado Corazón, Hermanitas de los Ancianos, Hijas de Jesús, Siervas de María, Hijas de María Inmaculada y tantas otras congregaciones no menos beneméritas. Todas ellas representan una buena parte de los alrededor de noventa y cinco mil miembros del mundo religioso español, a los que se unen los de diversos institutos seculares de raíz hispana.

¡Cuántos hijos e hijas de esta cristiana tierra vasca, noble y generosa, se cuentan entre ellos! ¡Y cuánto han aportado al bien de la Iglesia en tantos campos! A ellos envío mi afectuoso recuerdo, sobre todo a los que trabajan en países de Hispanoamérica, unidos a nosotros mediante la televisión.

Un fruto silencioso y de especial ejemplaridad es el admirable hermano Gárate, que esperamos ver pronto en la gloria de los altares, y cuya tumba está aquí en Loyola, junto con la de Dolores Sopeña.

2. Al hablar de San Ignacio en Loyola, cuna y lugar de su conversión, vienen espontáneamente a la memoria los ejercicios espirituales, un método tan probado de eficaz acercamiento a Dios, y la Compañía de Jesús, extendida por todo el mundo, y que tantos frutos ha cosechado y sigue haciéndolo, en la causa del Evangelio.

El supo obedecer cuando, recuperándose de sus heridas, la voz de Dios golpeó con fuerza en su corazón. Fue sensible a las inspiraciones del Espíritu Santo, y por ello comprendió qué soluciones requerían los males de su tiempo. Fue obediente en todo instante a la Sede de Pedro, en cuyas manos quiso dejar un instrumento apto para la evangelización. Hasta tal punto que esta obediencia la dejó como uno de los rasgos característicos del carisma de su Compañía.

Acabamos de escuchar en San Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo . . .; como procuro yo agradar a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de todos para que se salven” (1Cor 11, 1; 10, 33).

Estas palabras del Apóstol podemos ponerlas en boca de San Ignacio hoy también, a distancia de siglos. En efecto, el carisma de los fundadores debe permanecer en las comunidades a las que han dado origen. Debe constituir en todo tiempo el principio de vida de cada familia religiosa. Por ello, justamente ha indicado el último Concilio: “Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada instituto” (Perfectae caritatis, 2).

Desde esa fidelidad a la propia vocación peculiar dentro de la Iglesia, vivida en el espíritu de adaptación al momento presente según las pautas que establece el mismo Concilio, cada instituto podrá desplegar las múltiples actividades que son más congeniales a sus miembros. Y podrá ofrecer a la Iglesia su riqueza específica, armónicamente conjuntada en el amor de Cristo, para un servicio más eficaz al mundo de hoy.

3. Loyola es una llamada a la fidelidad. No sólo para la Compañía de Jesús, sino indirectamente también para los otros institutos. Me encuentro aquí con los superiores mayores que hoy gobiernan tantas órdenes y congregaciones religiosas. Y quiero exhortaros a ejercer con generosa entrega vuestras funciones de servicio evangélico de comunión, de animación espiritual y apostólica, de discernimiento en la fidelidad y de coordinación.

Sé que no es fácil en nuestros días cumplir vuestra misión como superiores. Por eso os aliento a no abdicar de vuestro deber y del ejercicio de la autoridad; a ejercerla con profundo sentido de la responsabilidad que os incumbe ante Dios y ante vuestros hermanos. Con toda comprensión y fraternidad, no renunciéis a practicar, cuando fuere necesario, la paciente corrección; para que la vida de vuestros hermanos cumpla con la finalidad de la consagración religiosa.

Esas dificultades irrenunciables de vuestra misión son parte de la propia entrega vocacional. Cristo, a quien un día elegisteis como la mejor parte, sigue haciendo resonar en vuestros oídos las palabras del Evangelio que hemos escuchado antes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23).

Estas palabras se refieren a cada cristiano. Y de manera particular a quien sigue la vocación religiosa. De ella habla Cristo en particular cuando dice: “Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí, la salvará” (Ibid., 9, 24).

No podemos olvidar que la vocación religiosa proviene, en su raíz más profunda, de la jerarquía evangélica de las prioridades: “¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?” (Ibid., 9, 25).

Ni podemos tampoco perder de vista que la vida religiosa es también una vocación a un testimonio particular. Precisamente en referencia a ese testimonio hemos de entender las palabras de Cristo: “Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre” (Ibid., 9, 26). Queridos hermanos y hermanas: Cristo quiere confesar delante del Padre (cf. Mt 10, 32) a cada uno de vosotros. Tratad de merecerlo, dando “delante de los hombres” un testimonio digno de vuestra vocación.

4. Ese testimonio vuestro ha de ser personal y también como institutos: capaz de ofrecer modelos válidos de vida a la comunidad fiel que os contempla.

Esta necesita la fidelidad de vuestros institutos para calcar en ella su propia fidelidad. Necesita vuestra mirada de universalidad eclesial, para mantenerse abierta, resistiendo a la tentación de repliegues sobre sí misma que empobrecen. Necesita vuestra amplia fraternidad y capacidad de acogida, para aprender a ser fraterna y acogedora con todos. Necesita vuestro modelo de amor, hacia dentro y fuera del instituto, para vencer barreras de incomprensión o de odios. Necesita vuestro ejemplo y palabra de paz, para superar tensiones y violencias. Necesita vuestro modelo de entrega a los valores del Reino de Dios, para evitar los peligros del materialismo práctico y teórico que la acechan.

Una eficaz muestra de esa apertura y disponibilidad podréis darla con vuestra inserción en las comunidades de las Iglesias locales. Cuidando bien que vuestra exención religiosa no sea nunca una excusa para desentenderos de los planes pastorales diocesanos y nacionales. No olvidéis que vuestra aportación en este campo puede ser decisiva para la revitalización de las diócesis y comunidades cristianas.

Lo será si esta comunidad cristiana del país vasco, de España y fuera de ella, puede encontrar en vosotros una respuesta de vida. Si a la pregunta de Cristo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, podéis contestar como un eco de los Apóstoles: Somos la prolongación en el mundo actual de tu presencia, del Ungido de Dios (cf. Lc 9, 20).

5. Esa doble vertiente de imitación de Cristo y de ejemplaridad en el mundo de hoy, han de ser las coordenadas de vuestros institutos religiosos. Para lograrlo, han de inculcar en sus miembros actitudes bien definidas.

En efecto, el mundo religioso vive inmerso en sociedades y ambientes, cuyos valores humanos y religiosos debe apreciar y promover. Porque el hombre y su dignidad son el camino de la Iglesia, y porque el Evangelio ha de penetrar en cada pueblo y cultura. Pero sin confusión de planos o valores. Los consagrados - como nos amaestra la liturgia de hoy - saben que su actividad no se centra en la realidad temporal. Ni en lo que es campo de los seglares y que deben dejar a éstos. Han de sentirse, ante todo, al servicio de Dios y su causa: “Yo bendeciré a Yahvé en todo tiempo; su alabanza estará siempre en mi boca” (Sal 33, 2).

Los caminos del mundo religioso no siguen los cálculos de los hombres. No usan como parámetro el culto al poder, a la riqueza, al placer. Saben, por el contrario, que su fuerza es la gracia de la aceptación divina de la propia entrega: “Clamó este pobre y Yahvé escuchó” (Sal 33, 7). Esa misma pobreza se hace así apertura a lo divino, libertad de espíritu, disponibilidad sin fronteras.

Signos indicadores en los caminos del mundo, los religiosos marcan la dirección hacia Dios. Por eso hacen necesidad imperiosa la oración implorante: “Clamaron (los justos) y Yahvé los oyó” (Ibid., 18). En un mundo en el que peligra la aspiración a la trascendencia, hacen falta quienes se detienen a orar; quienes acogen a los orantes; quienes dan un complemento de espíritu a ese mundo; quienes se ponen cada día a la hora de Dios.

Por encima de todo, el mundo religioso ha de mantener la aspiración perseverante a la perfección. Con una renovada conversión de cada día, para confirmarse en su propósito. ¡Qué capacidad elevadora y humanizante la de las palabras - auténtico programa - del Salmo responsorial: “Aléjate del mal y haz el bien, busca y persigue la paz”! (Ibid., 15). Programa para cada cristiano; mucho más para quien hace profesión de entrega al bien, al Dios del amor, de la paz, de la concordia.

Vosotros, queridos superiores y superioras, queridos religiosos y religiosas todos, estáis llamados a vivir esta realidad espléndida. Es la gran lección a aprender en Iñigo de Loyola. Para sus hijos, para cada instituto, para cada religioso y religiosa.

La de la fidelidad absoluta a Dios, a un ideal sin fronteras, al hombre sin distinción. Sin renegar; más aún, amando entrañablemente la propia tierra y sus valores genuinos, con pleno respeto a los ajenos.

6. No puedo concluir esta homilía sin dirigir una palabra particular a los hijos de la Iglesia en el País Vasco, a los que también hablo desde los otros encuentros con el pueblo fiel de España.

Sois un pueblo rico en valores cristianos, humanos y culturales: vuestra lengua milenaria, las tradiciones e instituciones, el tesón y carácter sobrio de vuestras gentes, los sentimientos nobles y dulces plasmados en bellísimas canciones, la dimensión humana y cristiana de la familia, el ejemplar dinamismo de tantos misioneros, la fe profunda de estas gentes.

Sé que vivís momentos difíciles en lo social y en lo religioso. Conozco el esfuerzo de vuestras Iglesias locales, de los obispos, sacerdotes, almas de especial consagración y seglares, por dar una orientación cristiana a vuestra vida, desde la evangelización y catequesis. Os aliento de corazón en ese esfuerzo, y en el que realizáis en favor de la reconciliación de los espíritus. Es una dimensión esencial del vivir cristiano, del primer mandato de Cristo que es el amor. Un amor que une, que hermana, y que por tanto no admite barreras o distinciones. Porque la Iglesia, como único Pueblo de Dios (cf. Lumen gentium, 9), es y debe ser siempre signo y sacramento de reconciliación en Cristo. En El “no hay ya judío o griego, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28).

No puedo menos de pensar especialmente en vuestros jóvenes. Tantos han vivido ideales grandes y han realizado obras admirables; en el pasado y en el presente. Son la gran mayoría. Quiero alabarlos y rendirles este homenaje ante posibles generalizaciones o acusaciones injustas. Pero hay también, desgraciadamente, quienes se dejan tentar por ideologías materialistas y de violencia.

Querría decirles con afecto y firmeza - y mi voz es la de quien ha sufrido personalmente la violencia - que reflexionen en su camino. Que no dejen instrumentalizar su eventual generosidad y altruismo. La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre, y a quien la practica.

Una vez más repito que el cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero prohíbe buscar soluciones por caminos de odio y de muerte (cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda, 29 de septiembre de 1979).

Queridos cristianos todos del país vasco: Deseo aseguraros que tenéis un puesto en mis oraciones y afecto. Que hago mías vuestras alegrías y penas. Mirad adelante, no queráis nada sin Dios, y mantened la esperanza.

Desearía quedara en vuestras ciudades, en vuestros hermanos valles y montañas, el eco afectuoso y amigable de mi voz que os repitiera: ¡Guztioi nere agurrik beroena! ¡Pakea zuei! Sí, ¡mi más cordial saludo a todos vosotros. ¡Paz a vosotros!

Que la Virgen María, en sus tantas advocaciones de esta tierra os acompañe a todos siempre. Así sea.



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