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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL CAMPO DE MARTE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Guatemala de la Asunción , 7 de marzo de 1983

 

Señor Cardenal,
amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. Con cuánta ilusión he esperado este día en que, peregrino de la paz y del amor por los países de América Central, Belice y Haití, llego a esta histórica ciudad de Guatemala de la Asunción, para celebrar con vosotros y por vosotros esta santa Eucaristía, signo de unidad y vínculo de caridad, en la que nos nutriremos, como familia de Dios, con el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Quiero saludar en primer lugar al señor Cardenal arzobispo de Guatemala y a los hermanos obispos de este amado país. Os saludo también a todos con profundo afecto, precisamente porque sé que estáis sufriendo; os bendigo en el nombre de Dios e imploro para todos los dones de una paz., fruto de la justicia; de una justicia, irradiación del amor; y de una concordia que, superando todo muro de separación, haga de vosotros una familia de verdaderos hermanos e hijos de Dios por adopción.

2. Mi reflexión, siguiendo la Palabra revelada que acabamos de escuchar, va a centrarse en la fe; esa fe sin la cual es imposible agradar a Dios (cf. Hb 11, 6);  esa fe que mueve montañas (cf. Mt 17, 20);  esa fe capaz de obrar milagros (cf. Mt 15, 21);  esa fe que lleva a la bienaventuranza (cf. Lc 6, 20-22);  esa fe, principio de salvación: “ El que crea y sea bautizado se salvará ” (Mc 16, 16);  esa fe, en fin, que es alma de los pueblos latinoamericanos y luz que ha guiado sus destinos desde el descubrimiento, la conquista y la independencia hasta las actuales generaciones; esa fe que ha de hacerse aliento hacia el amor y promoción del hombre.

La Iglesia ha sido la Madre y Maestra que os la ha dado y la ha nutrido con el ministerio de los Papas, Sucesores de San Pedro; con el esfuerzo constante de vuestros celosos obispos; con la generosa acción de vuestros sacerdotes; con la abnegada entrega de centenares de religiosos y religiosas, de catequistas, delegados de la Palabra y padres de familia que, recorriendo playas, valles y montañas, os han enseñado a creer, y con vosotros han profesado la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en cumplimiento del mandato del Señor: “ Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación ” (Mc 16, 15).

3. Esa fe es en primer lugar fe en el Padre, dador de todo bien y creador de cuanto existe; que todo lo puede, todo lo sabe y todo lo ve. Dios misericordioso que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1 Tm 2 ,4);  que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11),  pero que a cada uno dará según sus obras (cf. Mt 25, 31-46),  y a quien se debe todo honor y toda gloria (cf. Hb 13, 21). 

Fe en el Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó de María la Virgen, como profesamos en el Credo; que pasó por el mundo haciendo el bien (cf. Hch 10, 38);  que tuvo compasión de las multitudes (cf. Mt 9, 36),  que promulgó solemnemente el mandamiento del amor (cf. Jn 15, 12),  que edificó su Iglesia sobre Pedro (cf. Mt 16, 18),  que muriendo en la cruz nos rescató y nos abrió las puertas de la vida eterna y que resucitando por su propio poder, subió al cielo (cf. Col 1, 18) como primicia de los que duermen,  desde donde nos envió al Espíritu Santo que habla prometido (cf. Lc 24, 49). 

Fe en el Espíritu Santo, a quien adoramos con el Padre y con el Hijo;  el que nos enseña todas las cosas (cf. Jn 14, 26);  el que habita en las almas en gracia como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16);  al que contristamos con nuestros pecados (cf. Ef 4, 30);  el que es alma gloriosa de la Iglesia.

4. Pero nuestra fe tiene que extenderse a la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, según confesamos en el Credo. Iglesia que Cristo edifica sobre la roca de Pedro (cf. Mt 16, 18), de quien soy humilde Sucesor y lo será el Papa hasta la consumación de los siglos (cf. Mt 28, 20);  cuyos Apóstoles escoge Cristo: “ No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros ” (Jn 15, 16);  que nos enseña con autoridad en el nombre de Jesús: “ Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha ” (Lc 10, 16);  que ha recibido el poder de perdonar los pecados: “ A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados (Jn 20, 23); a quienes se los retengáis, les quedan retenidos ”;  que nos vivifica con la Eucaristía y los demás sacramentos (cf. 1 Cor 10, 16; Rm 6, 4);  y con la que Cristo estará permanentemente para confirmarla en la verdad: “ Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ” (Mt 28, 20). 

A esta Iglesia debéis amar siempre; a ella que, con el esfuerzo de sus mejores hijos tanto contribuyó a forjar vuestra personalidad y libertad; que ha estado presente en los acontecimientos más gloriosos de vuestra historia; que ha estado y sigue estando a vuestro lado, cuando la suerte os. sonríe o el dolor os abruma; que ha tratado de disipar la ignorancia, proyectando sobre la mente y el corazón de sus hijos la luz de la educación desde sus escuelas, colegios y universidades; que ha alzado y sigue alzando su voz para condenar injusticias, para denunciar atropellos, sobre todo contra los más pobres y humildes; no en nombre de ideologías, sean del signo que fueren, sino en nombre de Jesucristo, de su Evangelio, de su mensaje de amor y paz, de justicia, verdad y libertad.

Amad a la Iglesia, porque os invita constantemente a que practiquéis el bien y detestéis el pecado; a que renunciéis a todo vicio y corrupción, para vivir en santidad; a hacer de Cristo, camino, verdad y vida, el modelo acabado de vuestra conducta personal y social; a seguir caminos de mayor justicia y respeto a los derechos del hombre; a vivir más como hermanos que como adversarios.

5. Esa fe y amor a la Iglesia tienen que mostrar su fecundidad en la vida; deben manifestarse en obras.

Tal es la enseñanza de Jesús: “ No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21), sino el que haga la voluntad de mi padre celestial ”.  Acabamos de oír al Apóstol Santiago: la fe, sin obras, está muerta. ¿De qué sirve que alguien diga “ tengo fe ”, si no tiene obras? El hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente (cf. St 2, 14). 

La fe nos enseña que el hombre es imagen y semejanza de Dios (cf. Gen 1, 27);  eso significa que está dotado de una inmensa dignidad; y que cuando se atropella al hombre, cuando se violan sus derechos, cuando se cometen contra él flagrantes injusticias, cuando se le somete a las torturas, se le violenta con el secuestro o se viola su derecho a la vida, se comete un crimen y una gravísima ofensa a Dios; entonces Cristo vuelve a recorrer el camino de la pasión y sufre los horrores de la crucifixión en el desvalido y oprimido.

Hombres de todas las posiciones e ideologías que me escucháis: atender a la súplica que os dirijo; atendida, porque os la hago desde la hondura de mi k, de mi confianza y amor al hombre que sufre; atendida, porque os la hago en nombre de Cristo. Recordad que todo hombre es vuestro hermano y convertidos en respetuosos defensores de su dignidad. Y por encima de toda diferencia social, política, ideológica, racial y religiosa, quede siempre asegurada en primer lugar la vida de vuestro hermano, de todo hombre.

6. Recordemos, sin embargo, que se puede hacer morir al hermano poco a poco, día a día, cuando se le priva del acceso a los bienes que Dios ha creado para beneficio de todos, no sólo para provecho de unos pocos. Esa promoción humana es parte integrante de la evangelización y de la fe.

Mi predecesor Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, habló con suma claridad al respecto: “Entre evangelización y promoción humana ―desarrollo, liberación― existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a las que hay que combatir y de justicia que hay qué restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad; en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? No es posible aceptar que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad” ( Evangelii Nuntiandi, 31). 

Os exhorto, por lo mismo, a partir con lucidez y valentía de la propia fe, para practicar la caridad, en especial con los que lo necesitan más o no pueden valerse por sí mismos, como los ancianos, los inválidos, los subnormales y las víctimas ocasionales de los elementos de la naturaleza. Y con los que podrían valerse por sí mismos, mantened siempre relaciones de respeto y justicia.

A los responsables; de los pueblos, sobre todo a los que sientan en su interior la llama de la fe cristiana, les invito encarecidamente a empeñarse con toda decisión en medidas eficaces y urgentes, para que lleguen los recursos de la justicia a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Y que sean éstos los primeros beneficiarios de apropiadas tutelas Legales.

Para salir al paso de cualquier extremismo y consolidar una auténtica paz, nada mejor que devolver su dignidad a quienes sufren la injusticia, el desprecio y la miseria.

7. La fe en Cristo que nos obliga a amar a Dios y al hombre como hermano, nos enseña a ver a éste en toda la profundidad de su valor trascendente. Ella ha de ser, por eso, el gran impulso a trabajar en favor de su promoción integral. Desde una clara identidad de la propia condición de hijos de Dios y de la Iglesia, sin dejar nunca ofuscar esa visión ni recurrir a premisas ideológicas que son contrarias a la misma.

Ese es el substrato de la enseñanza social de la Iglesia. A la fiel aplicación de la misma debe orientarse al cristiano, como camino concreto hacia la solución de tantos problemas que afectan a nuestra sociedad. Para ello, será necesario difundir tal enseñanza y formar bien a quienes la propongan con fidelidad. Se prestará así un gran servicio al hombre de hoy, porque en ella encontrará el estímulo para despertar las conciencias, promover una mayor justicia, fomentar una mejor comunicación de bienes, favorecer un más generalizado acceso a los beneficios de la cultura y cimentar de este modo una más pacifica convivencia.

Es algo en lo que la Iglesia sigue insistiendo “para concretar los principios de justicia y equidad exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social, como en orden a la vida internacional” (Gaudium et Spes, 63).  Ahí queda un gran campo abierto a la generosa iniciativa de obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y de cuantos ―hombres y mujeres― buscan con buena voluntad la dignificación del hombre. Ahí hallarán inspiración los gobernantes, legisladores, empresarios, comerciantes, industriales, agricultores, obreros, para ir creando un urgente clima de justicia en la sociedad centroamericana y guatemalteca. Así se borrarán definitivamente lacras seculares y se implantará la armonía social, en un clima de desarrollo que ―según Pablo VI― es el nuevo nombre de la paz y una exigencia indeclinable de la fe.

8. Queridos hermanos: Que la fe en Jesucristo brille así en vuestras vidas, como el sol en las aguas de vuestros mares, sobre los cráteres de vuestros hermosos volcanes, en las alas de vuestros raudos quetzales.

Que esa fe cristiana, gloria de vuestra nación, alma de vuestro pueblo, y de los pueblos centroamericanos, se manifieste en actitudes prácticas bien definidas, sobre todo hacia los más pobres, débiles y humildes de vuestros hermanos.

Esa fe debe llevar a la justicia y a la paz. No más divorcio entre fe y vida. Si aceptamos a Cristo, realicemos las obras de Cristo; tratémonos como hermanos; y marchemos por los caminos del Evangelio. Pidamos en esta Eucaristía, fuente de gracia y fe, que Cristo nos enseñe de veras sus caminos. Caminos de amor sacrificado a los demás, de profundidad de vida y esperanza, hacia los que la Iglesia nos invita con el ejemplo de Jesús, de manera particular en este tiempo de Cuaresma en que nos encontramos.

Y que Santa María de la Asunción os alcance la gracia de su Hijo para ser fieles a este programa y sea siempre guía, vida, dulzura y esperanza nuestra. Así sea.

 



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