VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA
CELEBRACIÓN DE LA PALABRA PARA LOS FIELES
DE LA ZONA AUSTRAL DE CHILE
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Estadio Fiscal de Punta Arenas
Sábado 4 de abril de 1987
“Te invoco, Señor, desde el confín de la tierra” (cf. Sal 61 [60], 3).
Queridos hermanos y hermanas:
¡Alabado sea Jesucristo!
Alabado sea Jesucristo!, en esta región de los confines australes de la tierra, en esta zona de hielos y glaciares de la Tierra del Fuego.
¡Alabado sea Jesucristo, en esta extrema región del mundo!
Alabado sea Jesucristo, por aquellos misioneros de la entonces joven congregación salesiana, que hace cien años plantaron la Iglesia en Magallanes, iniciando la evangelización de esta región. Doy gracias al Señor por la valiosa herencia que dejaron aquí los hijos de San Juan Bosco, gran sacerdote y apóstol de la juventud. Es necesario recordar con emocionada gratitud a monseñor José Fagnano, salesiano ilustre y primer prefecto apostólico de estos territorios.
He venido como peregrino de la fe, como Sucesor de Pedro, al que Cristo dejó confiada la solicitud pastoral por la Iglesia universal. Resuenan en mi memoria aquellas palabras dichas por Jesús a sus Apóstoles antes de subir al cielo: “Me serviréis de testigos en Jerusalén, y en toda Judea, Samaria, y hasta el extremo del mundo” (Hch 1, 8).
Al encontrarme hoy con gentes llegadas hasta estas tierras desde diversas partes del mundo, incluso desde los pueblos eslavos tan cercanos a mi corazón, quiero proclamar con vosotros nuestro amor a Jesucristo e invocarle desde el confín de la tierra (cf. Sal 61 [60], 3).
2. Mi visita pastoral a Chile, y la que haré en breve a la Argentina, ha querido ser un servicio a la paz, a esa paz que el Señor nos ha dejado en herencia (cf Jn 14, 27). Este servicio asume hoy la forma de una acción de gracias y de un llamado universal.
En primer lugar acción de gracias; porque esta tierra, que hace unos años pudo haber sido escenario de un conflicto sangriento entre naciones hermanas; ha sido testigo, por la gracia de Dios, de una paz fraterna y honrosa.
Un llamado universal, además, porque al recordar el ejemplo que dieron al punto los gobernantes y los pueblos de Chile y Argentina, quiero hacer un nuevo llamado a la paz, desde este extremo del cono sur americano.
Os exhorto, pues, con todo mi corazón, a ser artífices de la paz que es fruto de la justicia, pero que sólo se afianza por el amor y el perdón; pido a los hijos de esta gran nación, que, sin impaciencias pero sin dejaciones, sin prisas pero sin pausas, todos y cada uno, renovéis una vez más la voluntad de ser —en la familia, en el trabajo, en la sociedad, en el mundo entero— constructores y sembradores de paz. Que adoptéis los procedimientos convenientes para erradicar cualquier tipo de violencia; que encontréis los medios concretos para crear una verdadera cultura de paz y de concordia.
Donde hay amor a la justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona, donde no se busca la propia utilidad, sino al servicio a Dios y a los hombres, donde no hay lugar para el rencor y la venganza, donde se perdonan las ofensas, allí puede dar sus frutos la paz.
3. “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27).
Son palabras de Jesús a los Apóstoles, cuando era ya inminente su pasión y su muerte en la cruz. La fe nos confirma que no cabe pensar en lograr un orden armónico de la convivencia si no es construido sobre el fundamento de la ley moral, del orden ético querido por Dios, porque:
— es El quien ha dado la tierra a los hombres, para que la dominen en armonía;
— es El quien ha inscrito en sus conciencias el deber de respetar los derechos del prójimo;
— es El quien no cesa de llamarlos a ser constructores de paz;
— es El quien les ayuda interiormente en esa tarea, mediante la gracia del Espíritu Santo (cf Ga 5, 22).
Excluir a Dios cuando se quieren consolidar los valores de la convivencia y de la concordia, significa cerrarse a toda posibilidad de eficacia. Querer implantar la tranquilidad social de un modo casi mecánico, sin resolver previamente el problema de los valores que la fundamentan, conduce al fracaso. Hablar de paz con un lenguaje puramente terreno, que olvide la relación del hombre con su Creador, resulta insuficiente y frágil.
Esta es la lección de la memorable Jornada de oración por la paz en Asís: el encuentro de tantos representantes de diversas religiones fue un signo y una invitación a todos los hombres de nuestro mundo, a recordar que existe una dimensión más profunda de la paz y un modo más eficaz para promoverla, que consiste en la plegaria. Por eso entenderéis que os diga que, sin olvidar otras medidas, el medio principal para construir la paz es la oración intensa, humilde y confiada. Vosotros, queridos chilenos, vosotros, queridos argentinos aquí presentes, debéis estar entre los que, a diario, rezan y enseñan a rezar por la paz.
Una oración que, al exigir la serenidad interior y exterior, os urgirá a cada uno a buscarla eficazmente: contemplando la armonía querida por Dios en la creación, fomentando la solidaridad entre los hombres hechos a imagen del Creador, desarrollando los valores espirituales y trascendentes, luchando por apagar las pasiones que incitan a la violencia, perdonando de corazón a quienes hayan podido ofenderos.
4. Ese compromiso con la paz, que ahora os pide el Papa, es un empeño que brota de lo profundo de la conciencia y del corazón humano; un corazón rebosante de paz puede dar, de esa abundancia, a quienes le rodean, comenzando por los más cercanos: parientes, amigos, compañeros, conocidos. La concordia nace de la conversión personal, y sólo desde ese punto de arranque, en el que cada uno está dispuesto a vivir y a transmitir la paz, puede aspirarse a una consolidación institucional segura; es inútil clamar por el sosiego exterior si no hay tranquilidad en las conciencias.
Para ello no basta un genérico anhelo interior. Hace falta la voluntad de guardar la Palabra de Dios y colaborar denodadamente en la práctica de la justicia, de la fraternidad solidaria y del bienestar equitativamente difundido.
No es, por tanto, una paz estática que se conforma con lo ya logrado, sino dinámica, que busca una más activa promoción de la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. Y “si los actuales sistemas generados por el corazón del hombre se revelan incapaces de asegurar la paz, es el corazón del hombre el que debemos renovar, para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1984, n. 3); porque tanto la paz como la guerra están dentro de nosotros. “La paz del corazón es el corazón de la paz” (Homilía en el Athletic Park de Wellington, n. 6, 23 de noviembre de 1986).
En nombre de Cristo os dejo una consigna: llenar de paz el propio corazón, para optar por la concordia y contra la violencia en cada momento de la vida. El Papa os pide que practiquéis y difundáis esta consigna entre los hombres y las mujeres de Chile, de Argentina, de América Latina y del mundo. La paz es una labor abierta a todos, no sólo a especialistas, a políticos, a gobernantes. La paz es una responsabilidad universal: se construye en las mil pequeñas incidencias de la vida cotidiana. En las acciones más corrientes de la jornada podemos optar a favor o en contra de la armonía y de la paz.
5. Oponeos a aquellas pasiones humanas que corrompen el corazón: el orgullo, los prejuicios, la envidia, el inmoderado deseo de riqueza y de poder, la soberbia que incapacita para reconocer los propios errores. Todo ello conduce a la injusticia y provoca tensiones y conflictos. Para conseguir la paz hay que librar cada día un combate interior, dentro de nosotros mismos, contra estos enemigos de la paz.
No emprendáis jamás la vía de la violencia, que deriva de la ceguera de espíritu y del desorden interior. Una vez más ruego a los que usan la violencia y el terrorismo, que desistan de esos métodos inhumanos que cuestan tantas víctimas inocentes: la senda de la violencia no lleva a la verdadera justicia, ni para sí ni para los demás.
No admitáis soluciones a problemas que quieran basarse en el armamentismo, pues además de poner en entredicho la paz, es escandaloso para tantas personas que se debaten en la pobreza. Ojalá se amplíen cada vez más los esfuerzos en América Latina por detener la carrera de armamentos, que de ningún modo contribuye a la convivencia pacífica entre pueblos hermanos y que absorbe importantes recursos que podrían destinarse a satisfacer necesidades urgentes de vastos sectores de las poblaciones del mundo.
Oponed la mayor resistencia a los llamados de las ideologías que predican la violencia y que con su carga agresiva mutilan los ideales de paz, reduciéndolos a simples momentos de equilibrio en el juego recíproco de las fuerzas de destrucción.
Sabéis que para realizar la justicia, que es fuente de la auténtica concordia social, es necesario respetar la plena dignidad de toda persona. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes enumera todas aquellas violaciones que atentan contra la vida o la integridad de la persona humana. En particular, denuncia la práctica de las torturas morales o físicas y las califica como “infamantes en sí mismas, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (Gaudium et Spes, 27).
Empeñaos en la superación de las injusticias, en el respeto de los legítimos derechos de la persona humana, en una mejor y más justa distribución de las riquezas, en la difusión de la cultura y de los bienes; todo lo cual hará más digna y esperanzada la vida de tantos chilenos y tantos argentinos que hoy miran hacia el futuro con incertidumbre y angustia. De esta manera contribuiréis a implantar la justicia en sentido pleno, que es la fuente de la auténtica paz de la sociedad.
6. Queridos hermanos y hermanas: Quiero recordaros también el llamado que hice a la solidaridad en mi Mensaje del presente año para la celebración de la Jornada mundial de la Paz. Son muchos más, y de mayor importancia, los lazos que unen a los hombres, que aquellos que podrían separarlos. Hace muchos siglos decía un predecesor mío, el Papa San León Magno: “Con el nombre de prójimo no hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con lazos de amistad o de parentesco, sino a todos los hombres con los que tenemos una común naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado el alma. Todos gozamos del mismo cielo, de los mismos días y de las mismas noches y. aunque unos son buenos y otros son malos, unos justos y otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos” (San León Magno, Sermo XII, 2: PL 54, 170). Y los hijos de Dios deben ser igualmente generosos y benignos: nada de lo que acontece a otro hombre —nuestro hermano, nuestra hermana— puede resultar indiferente para ninguno de vosotros.
Es para mí un deber insoslayable, como Pastor de la Iglesia, apremiaros a que viváis ese amor universal — incluso a los enemigos — que Cristo señaló como distintivo de sus verdaderos discípulos (cf. Jn 13, 35; Lc 6, 35).
— Buscad, siempre y en todo, pensar bien de los demás; porque es en el corazón y en la mente donde anidan las obras de paz o de violencia;
— buscad, siempre y en todo, hablar bien de los demás, como hijos de Dios y hermanos nuestros; que vuestras palabras sean de concordia y no de división;
— buscad siempre y en todo lugar, hacer el bien a los demás; que nadie sufra nunca injustamente por vuestra causa, en las relaciones familiares, sociales, económicas, políticas.
Ese amor solidario os llevará, amados hermanos chilenos, a compartir tanto los bienes espirituales como los corporales. De esta manera, el desarrollo se transformará en ofrecimiento fraterno que, al ser compartido, enriquece mutuamente
Amor solidario que se abre al diálogo, que intenta construir en vez de destruir, que procura comprender, disculpar y convivir con todos, sin crear divisiones ni barreras. Espíritu de diálogo que se esfuerza por encontrar elementos de convergencia e instrumentos de negociación y arbitraje, sea en el ámbito nacional —entre las diversas categorías sociales y laborales, entre los distintos grupos étnicos, entre las variadas opciones temporales—, sea en el ámbito internacional.
7. Quiero, en fin, referirme a otra preocupación, en cierto modo relacionada con la paz: la paz del hombre con la naturaleza. Como sabéis, en no pocas regiones del mundo nos encontramos ante peligros y amenazas a la ecología, que no sólo causan gravísimos daños al esplendor de la naturaleza, sino que afectan gravemente al mismo hombre, al atentar contra su equilibrio vital y su futuro.
Mi predecesor el Papa Pablo VI hizo presente ya esta preocupación al decir: “Bruscamente el hombre adquiere conciencia de ello: debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, corre el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación” (Octogesima Adveniens, 21).
La Iglesia no está contra el progreso científico y técnico: “La técnica es indudablemente una aliada del hombre. Ella le facilita el trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo multiplica” (Laborem Exercens, 5). Pero el progreso técnico no debe asumir el carácter de dominio sobre el hombre y de destrucción de la naturaleza. La técnica, en el sentido querido por Dios, debe servir al hombre, y el hombre debe entrar en contacto con la naturaleza como custodio inteligente y noble, y no como explotador sin reparo (cf. Redemptor Hominis, 15). Eso solamente será posible si el progreso científico y técnico va acompañado de un crecimiento en los valores éticos y morales.
Ante este grave problema de la humanidad de hoy, desde este cono sur del continente americano y frente a los ilimitados espacios de la Antártida, lanzo un llamado a todos los responsables de nuestro planeta para proteger y conservar la naturaleza creada por Dios: no permitamos que nuestro mundo sea una tierra cada vez más degradada y degradante; empeñémonos todos en conservarla y perfeccionarla para gloria de Dios y bien del hombre. Hago votos para que el espíritu de solidaridad que reina hoy en los territorios antárticos —dentro del marco de las normas internacionales vigentes— inspire también en el futuro las iniciativas del hombre en el sexto continente.
En esta hora feliz en que ha sido levantada de nuevo la majestuosa Cruz de los Mares en el Cabo Froward, elevo mi plegaria al Señor para que ese signo cristiano por excelencia sea compromiso y llamada a la alabanza al Creador por la belleza de sus tierras y de sus mares.
8. Hoy, queridos hijos, en los umbrales del V centenario de la evangelización de América, la Iglesia os pide un particular empeño en la obra de reconciliación y pacificación: con Dios, con el hermano, con la naturaleza entera; que los cristianos y todos los hombres de buena voluntad se pregunten en lo íntimo de sus conciencias, si tratan a los demás como les gustaría ser tratados por ellos; si alejan de su corazón y de su mente toda tentación de agresividad y violencia; si han acogido como programa de vida la comprensión hacia el que yerra, el compartir con el necesitado, la actitud de servicio que genera unidad y espíritu de familia.
Todos éstos son valores evangélicos, principios cristianos que, si arraigan en la sociedad y en los individuos, son capaces de transformarlos y dar como fruto maduro la ansiada paz y concordia entre todos los chilenos, los argentinos, los latinoamericanos.
En la Palabra de Cristo, que es Palabra del Padre que lo ha enviado (cf. Jn 14, 24), y que resuena constantemente en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, tenemos el mensaje salvador: “La paz os dejo; mi paz os doy” (Ibíd., 14, 27).
Mis queridos chilenos y chilenas, católicos de la Patagonia: María Auxiliadora, cuya imagen vamos a coronar, es la Virgen Santa María, es la Madre y Reina de este noble pueblo; es la Madre de todos los hombres y la Reina del mundo. A Ella confiamos nuestros propósitos de paz y de concordia.
¡Santa María, Reina de la Paz: alcánzanos de tu Hijo Jesús una paz duradera para todos los hombres!
¡Te lo pedimos desde el confín de la tierra! ¡Escucha, Señor, nuestra oración! Amén.
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