VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA
SANTA MISA DEL DOMINGO DE RAMOS
Y SEGUNDA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Avenida 9 de Julio, Buenos Aires
Domingo 12 de abril de 1987
“Nosotros hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4, 16).
1. “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21, 9).
La Iglesia repite hoy en toda la tierra estas palabras con las que la multitud –congregada en Jerusalén para las fiestas pascuales– aclamó a Jesús de Nazaret.
“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Ibíd.).
Jesús, rodeado por sus discípulos, entra en la Ciudad Santa montado sobre un asno. También en esta ocasión, como subraya el Evangelista, se cumple en Jesús lo anunciado por el Profeta:
“Decid a la hija de Sión: he aquí que viene a ti tu Rey con mansedumbre, sentado sobre un asno, sobre un borrico, hijo de burra de carga” (Mt 21, 5).
La Iglesia llama a este día Domingo de Ramos, en recuerdo de los ramos que extendieron los habitantes de Jerusalén y los peregrinos, al pasar Jesús, saludado con todo entusiasmo por la multitud.
Los cantos litúrgicos de este domingo nos recuerdan que la juventud participó, de modo particular, de aquel entusiasmo: son los “pueri Hebraeorum” –los jóvenes hebreos–, que aparecen en esos cantos como protagonistas de la aclamación popular al Hijo de David.
Parece como si los jóvenes, presentes en aquella primera entrada jubilosa de Cristo en Jerusalén, quisieran acompañarlo para siempre de manera especial, cada vez que la Iglesia celebra esta fiesta, singularmente vuestra.
2. En el Año Santo de la Redención 1983-1984, multitud de jóvenes de distintos países y continentes acudieron en peregrinación a Roma, el Domingo de Ramos, para celebrar aquel Jubileo conmigo. Fue una jornada maravillosa e inolvidable, que volvimos a revivir el año siguiente, con ocasión del Año Internacional de la Juventud. Desde entonces el Domingo de Ramos ha sido proclamado como Jornada de la Juventud para la Iglesia, en todo el mundo. Este año la vivimos juntos aquí, en Buenos Aires. Con vosotros, jóvenes de toda la Argentina, están los que han venido de los diversos países de América y de otras partes del mundo, entre los que se cuentan delegaciones de jóvenes de Roma, que es la diócesis del Papa, y de diversas asociaciones y movimientos internacionales.
Saludo afectuosamente a todos los que formáis parte de la gran comunidad juvenil de todo el mundo. Al mismo tiempo, mi saludo se dirige a los Pastores de la Iglesia aquí presentes: al cardenal Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires; al cardenal Raúl Francisco Primatesta, arzobispo de Córdoba y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina; al cardenal Eduardo Francisco Pironio, Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, organismo que prepara estas Jornadas mundiales. Saludo especialmente a los obispos, venidos de países próximos y lejanos para acompañar a los jóvenes de sus diócesis y celebrar junto al Papa esta Jornada de particular significado eclesial. Saludo también a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos aquellos que han acompañado a los jóvenes en esta peregrinación. Gracias por vuestra presencia.
Desde la capital de la República Argentina, nos unimos en espíritu con la basílica de San Pedro y con Roma, centro de la Iglesia universal, donde el Señor ha querido que naciera esta fiesta de la juventud: y también nos sentimos muy unidos a los jóvenes de todos los lugares de la tierra que celebran, junto a sus Pastores, esta fiesta anual, ya sea el Domingo de Ramos, o bien cualquier otro día del año, adecuado a la situación y a las circunstancias locales.
3. Al unir la Jornada de la Juventud al Domingo de Ramos, señalando la presencia de los jóvenes en el Hosanna gozoso que saludó a Cristo cuando entraba a la Ciudad Santa, la Iglesia no se fija solamente en el entusiasmo de la juventud de todos los tiempos; se fija, sobre todo, en el significado que aquella entrada tuvo en la vida de Cristo y. a través de El, en la vida de cada hombre, de cada joven.
Sí. La liturgia de hoy nos recuerda que la entrada solemne de Jesucristo en Jerusalén fue el preludio o la introducción a los sucesos de la Semana Santa. Aquellos que al ver a Jesús preguntaban: “¿Quién es éste?”, sólo hallarán una respuesta completa si siguen sus pasos durante los días decisivos de su muerte y resurrección. También vosotros, jóvenes, alcanzaréis la comprensión plena del significado de vuestra vida, de vuestra vocación, mirando a Cristo muerto y resucitado. Añadid, pues, al natural atractivo que Cristo despierta en vuestros corazones –y que aquellos jóvenes de Jerusalén expresaron con el entusiasmo de su Hosanna– la consideración atenta y reposada de los acontecimientos de la Semana Santa.
Hoy hemos escuchado la narración, que de esos hechos hace San Mateo en su Evangelio. Y, aunque sus palabras no sean nuevas, una vez más han suscitado un hondo sentimiento en nosotros. Cuando del texto emerge la figura del hijo del hombre sometido a interrogatorios y torturas, las palabras del Profeta propuestas por la liturgia de hoy, y que se remontan a muchos siglos antes de que los hechos se cumplieran, adquieren plena realidad y elocuencia.
Isaías escribía del futuro Mesías: “Di mi cuerpo a los que me herían, y mis mejillas a los que mesaban mi barba; no retiré mi rostro de los que me injuriaban y me escupían” (Is 50, 6).
Comparando sus palabras con los trágicos sucesos entre la noche del jueves y la mañana del viernes, la semejanza es asombrosa; el Profeta escribe como si fuera testigo de aquellas escenas.
Con igual precisión, el Salmo de la liturgia de hoy preanuncia los sufrimientos de Cristo:
“ Todos los que me veían, hicieron burla de mí, / tuercen los labios y mueven la cabeza: / Esperó en el Señor, líbrele, / sálvele, puesto que le ama ” (Sal 22 [21], 8-9).
Son palabras que el texto evangélico confirmará, hasta casi en los menores detalles, al narrar la crucifixión de Jesús en el Gólgota. Entonces se cumplirán también las palabras del Salmista que describen las llagas de Cristo –“Horadaron mis manos y mis pies, pueden contar todos mis huesos”(Ibíd., 17-18)– y la división de sus vestiduras –“ Se repartieron mis vestiduras y sobre mi túnica echaron suertes” (Ibíd., 19)–.
4. El relato de la pasión del Señor nos acompaña hoy hasta el momento en que el cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, queda puesto en un sepulcro de piedra. Y, sin embargo, la liturgia de hoy quiere introducirnos más profundamente en el misterio pascual de Jesucristo. Por eso, el texto conciso de la segunda lectura, tomado de la Carta de San Pablo a los Filipenses, es clave para descubrir, en el trasfondo de los acontecimientos de la Semana Santa, la plena dimensión del misterio divino.
¿Quién es Jesucristo? podríamos preguntarnos de nuevo, como aquellos que lo vieron entrar en Jerusalén.
Jesucristo, “siendo de naturaleza divina, no consideró como presa codiciada el ser igual a Dios. Por el contrario, se anonadó a Sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7).
Jesucristo es por tanto verdadero Dios, Hijo de Dios, el cual, habiendo asumido la naturaleza humana, se hizo hombre. Vivió sobre esta tierra como Hijo del hombre. Y en El, precisamente en cuanto Hijo del hombre, tuvo cumplimiento la figura del Siervo de Yavé, anunciado por Isaías.
5. Mientras Jesús hace su entrada en Jerusalén montado sobre un borrico, nosotros nos seguimos preguntando, como lo haría seguramente aquella muchedumbre que le rodeaba: ¿Qué ha hecho Jesucristo en su vida?
Vienen entonces a nuestra memoria aquellas síntesis de su actividad misionera, densas en su brevedad, que nos ofrecen los textos inspirados: “Hacía y enseñaba” (cf. Hch 1, 1); “Pasó haciendo el bien... a todos...” (cf. Ibíd., 10, 38); “¡Jamás un hombre ha hablado como habla este hombre!” (Jn 7, 46). Y no obstante, todas nuestras respuestas sobre Jesús serían incompletas, si no habláramos de su muerte en la cruz. En la cruz la vida de Cristo cobra todo su sentido: la muerte es el acto fundamental de la vida de Cristo. Por eso, el texto de San Pablo responde bien a la pregunta antes formulada:
“Mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).
El centro de toda la vida de Cristo es su muerte en la cruz: ése es el acto fundamental y definitivo de su misión mesiánica. En esta muerte se cumple “su hora” (cf. Jn 18, 37). Cristo toma nuestra carne, nace y vive entre los hombres, para morir por nosotros.
Es importante subrayar la afirmación paulina: Cristo “se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte”. No es lícito medir la muerte de Cristo con la medida corriente de la debilidad y limitación humanas. Debe mirarse con la verdadera medida de la obediencia salvífica. Su muerte no es sólo el término de la vida. Cristo se hace libremente obediente hasta la muerte de cruz, para dar con su muerte un nuevo inicio a la vida: “Ya que así como la muerte vino por un hombre, también por un hombre debe venir la resurrección de los muertos. Y así como en Adán mueren todos, así también todos serán vivificados en Cristo” (1Co 15, 21-22).
6. Junto al infinito anonadamiento de Cristo, Hijo consubstancial del Padre –como hombre, como Siervo de Yavé, como Varón de dolores–, el Apóstol proclama al mismo tiempo su exaltación. Al misterio pascual pertenecen tanto la muerte como la resurrección gloriosa de Cristo, su exaltación. Y su exaltación comienza ya en la cruz, que es no sólo el patíbulo, sino también el trono glorioso de Dios hecho hombre; en la cruz, Cristo muerto nos obtiene la verdadera vida: en la cruz, Cristo vence el pecado y la muerte.
Por eso Dios exalta a Cristo, que se ha entregado a Sí mismo por nosotros en la cruz. Lo exalta en el horizonte de toda la historia del hombre sometido a la muerte, y esta exaltación es de dimensión cósmica.
San Pablo escribe: “Por eso Dios lo ha exaltado y le ha dado un nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para la gloria de Dios Padre” (Flp 2, 9-11).
Sí, Jesucristo es el Señor.
Creemos en Jesucristo nuestro Señor.
7. Queridos jóvenes amigos: ¿Por qué este día, Domingo de Ramos, se ha convertido en vuestra Jornada?
Esto ha ocurrido poco a poco: desde hace tiempo, este día atraía y reunía, sobre todo en Roma, a muchos jóvenes peregrinos.
Quizá de este modo habéis querido sumaros a los jóvenes y a las jóvenes de Jerusalén, “pueri hebraeorum”, que asistieron a la llegada de Jesús para las fiestas. Habéis querido asumir su entusiasmo, que se expresaba en las palabras ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Sin embargo, el entusiasmo dura poco. Puede acabarse en un solo día. En cambio, el Domingo de Ramos nos introduce en todos los sucesos de la Semana Santa, en el misterio total de Jesucristo: en su entrega hasta la muerte en la cruz por obediencia al Padre, en el anonadamiento del Hijo que, siendo igual al Padre, ha asumido la condición de siervo hasta sus últimas consecuencias.
Se podría decir que los jóvenes habéis sido atraídos por la cruz de Cristo; que vuestro entusiasmo, precedido por los “pueri hebraeorum” y expresado también con el “¡Hosanna... Bendito el que viene en nombre del Señor!”, adquiere ante el misterio pascual todo su significado. Alabando al Profeta de Galilea, Jesús de Nazaret, proclamáis a la vez vuestra fe en Jesucristo Dios y Hombre, Redentor del hombre y del mundo.
8. Sí. El Domingo de Ramos nos introduce en el misterio total de Jesucristo, es decir, en el misterio pascual, en el que todas las cosas alcanzan su culminación, y en el que se reconfirma plenamente la verdad de las palabras y de las obras de Jesús de Nazaret. En este misterio se revela también hasta qué punto “Dios es amor” (cf. 1Jn 4, 8); y a la vez, adquirimos conciencia de la verdadera dignidad del hombre, rescatado con el precio de la Sangre del Hijo de Dios, y destinado a vivir eternamente con El en su amor.
“Nosotros hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (Ibíd., 4, 16). Así se expresa San Juan en el texto que meditaremos como lema de esta Jornada mundial de la Juventud. Queridos jóvenes: Celebrad siempre en vuestra vida el misterio pascual de Jesús, acogiendo en vuestros corazones el don del amor de Dios: “Me ha amado y se ha entregado por mi” (Ga 2, 20). Empapados por la fuerza divina del amor, comprometed vuestras energías juveniles en la construcción de la civilización del amor.
Guiados por el “sentido de la fe” seguid, al mismo tiempo, la voz de aquello que en el corazón humano y en la conciencia es lo más profundo y lo más noble, de aquello que corresponde a la verdad interior del hombre y de su dignidad. Así seréis capaces de entender la lógica divina, capaces de superar las pobres razones humanas, y penetraréis en la dimensión nueva del amor que Cristo nos ha manifestado.
Esta es la verdadera razón por la que venís a celebrar este día.
¡Venid, jóvenes! ¡Acercaos a Cristo, Redentor del hombre! Ese es el sentido que tiene vuestra presencia en la plaza de San Pedro en Roma, y hoy en esta gran avenida de la capital argentina. Es Cristo quien os atrae, es El quien os llama. Y junto a Jesucristo, nuestra Madre Santa María, que ha venido desde su santuario de Luján para estar con nosotros. A Ella os encomiendo al final de esta celebración. Sé muy bien todo lo que Nuestra Señora de Luján significa para vosotros, jóvenes argentinos, como meta de vuestras peregrinaciones anuales, a las que concurrís en gran número, llenos de devoción a la Madre de Dios, con manifiesta generosidad y esperanza.
Veo en vosotros a todos vuestros coetáneos: a los jóvenes y a las jóvenes con los que he tenido la dicha de reunirme en tantas partes del mundo, y también a aquellos otros con los que nunca he podido estar. A todos ellos nos unimos en espíritu, para invitarles a acercarse a Cristo en este día santo.
9. A todos me dirijo y a todos os digo: Dejaos abrazar por el misterio del Hijo del hombre, por el misterio de Cristo muerto y resucitado. ¡Dejaos abrazar por el misterio pascual!
Dejad que este misterio penetre, hasta el fondo, en vuestras vidas, en vuestra conciencia, en vuestra sensibilidad, en vuestros corazones, de modo que dé el verdadero sentido a toda vuestra conducta.
El misterio pascual es misterio salvífico, creador. Sólo desde el misterio de Cristo puede entenderse plenamente al hombre; sólo desde Cristo muerto y resucitado puede el hombre comprender su vocación divina y alcanzar su destino último y definitivo.
Dejad, pues, que el misterio pascual actúe en vosotros. Para el hombre, y especialmente para el joven, es esencial conocerse a sí mismo, saber cuál es su valor, su verdadero valor, cuál es el significado de su existencia, de su vida, saber cuál es su vocación. Sólo así puede definir el sentido de su propia vida.
10. Sólo acogiendo el misterio pascual en vuestras vidas podréis “responder a cualquiera que os pida razón de la esperanza que está en vosotros” (1P 3, 15). Sólo acogiendo a Cristo, muerto y resucitado, podréis responder a los grandes y nobles anhelos de vuestro corazón.
¡Jóvenes: Cristo, la Iglesia, el mundo esperan el testimonio de vuestras vidas, fundadas en la verdad que Cristo nos ha revelado!
¡Jóvenes: El Papa os agradece vuestro testimonio, y os anima a que seáis siempre testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz!
“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Aquel que se entregó a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte de cruz, El solo tiene palabras de vida eterna.
Acoged sus palabras. Aprendedlas. Edificad vuestras vidas teniendo siempre presentes las palabras y la vida de Cristo. Más aún: aprended a ser Cristo mismo, identificados con El en todo.
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