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VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

LITURGIA DE LA PALABRA EN LA COLONIA «PATRIA NUEVA»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Tuxtla Gutiérrez, México
Viernes 11 de mayo de 1990

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me siento muy feliz por encontrarme en Tuxtla Gutiérrez, bella capital del Estado de Chiapas, para presidir la celebración litúrgica de la Palabra. Están a mi lado los señores obispos de esta zona pastoral Pacifico Sur, y otros hermanos en el episcopado, junto con gran número de sacerdotes y religiosos que con generosa entrega ejercen su ministerio entre vosotros.

De modo particular, quiero que llegue mi palabra afectuosa y un abrazo cordial a todos los queridos hermanos indígenas y campesinos, después de once años de aquel primer encuentro que tuve con ellos en Oaxaca, durante mi primera visita pastoral a México.

Agradezco vivamente las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido monseñor Felipe Aguirre Franco, obispo de esta diócesis, la cual celebra en estas fechas las bodas de plata de su erección canónica. En esta circunstancia reciban mi felicitación todos los fieles diocesanos de Tuxtla Gutiérrez, junto con mis mejores augurios de un futuro fecundo en óptimos frutos de vida cristiana. Doy mi saludo en el Señor y expreso mi gratitud por su presencia a todos los demás fieles, aquí presentes de las diócesis vecinas: Tehuantepec, Oaxaca, Mixes, Huautla, San Cristóbal de las Casas, Tapachula, acompañados por sus obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y demás almas consagradas. Sabemos que la diócesis de Tapachula perdió su pastor ayer.

En esta tierra chiapaneca que Dios ha bendecido con tanta belleza de bosques y montañas, y sobre todo con la riqueza de sus gentes y etnias, me siento gozoso de encontrarme con representantes de tantas familias indígenas. Con vosotros quiero enviar un cariñoso saludo y hacer llegar el mensaje de amor del Evangelio a todos los indígenas de la República, así como a nuestros hermanos de Centroamérica que tuvieron que abandonar sus tierras y casas, y han encontrado refugio aquí.

Ante todo, quiero repetir las palabras que os dirigí hace once años en Oaxaca, y que siguen teniendo toda su vigencia: “El Papa y la Iglesia están con vosotros y os aman: aman vuestras personas, vuestra cultura, vuestras tradiciones”.

2. En la primera lectura que hemos escuchado, el profeta Isaías pone en labios del pueblo judío estas palabras: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado” (Is 49, 14). Deportados de Israel y teniendo que habitar en un país extranjero, los israelitas habían perdido toda esperanza. Se consideraban olvidados por Dios, abandonados de su mano.

¡Cuan actuales resultan esas palabras! ¡Cuántos de vosotros, en una situación de destierro, de exilio, al igual que aquellos israelitas, podríais sentir la tentación de pronunciarlas! Son palabras que aún hoy día no dejan de reflejar un profundo pesimismo. Ante tanta injusticia, ante tanto dolor, ante tantos problemas, un hombre puede llegar a sentirse olvidado por Dios. Vosotros mismos, hermanos míos, habréis podido experimentar tal vez parecidos sentimientos: la dureza de la vida, la escasez de medios, la falta de oportunidades para mejorar vuestra formación y la de vuestros hijos, el acoso continuo a vuestras culturas tradicionales y tantos otros motivos que podrían invitar al desaliento. Más aún podrían sentirse olvidados quienes han tenido que dejar sus casas, sus lugares de origen, en una afanosa búsqueda del mínimo imprescindible para seguir viviendo.

Realmente, en algunas ocasiones es tanta la injusticia, el dolor y el sufrimiento sobre la faz de la tierra, que se explica la tentación de repetir esas palabras de Isaías. Son como un lamento continuo que recorre la historia de cada hombre y de toda la humanidad.

3. Sin embargo, después de esas frases de sabor amargo, después de esa queja que sale del corazón, el profeta recoge la respuesta de Dios: “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49, 15).

Hermanos míos, puede haber momentos duros en vuestra vida: puede haber incluso épocas más o menos prolongadas en las que os consideráis olvidados por Dios. Pero si alguna vez surge dentro de vosotros la tentación del desaliento, recordad esas palabras de la Escritura: aunque una madre se olvidara del hijo de sus entrañas, Dios no se olvida de nosotros. Y añade el profeta: “Así dice el Señor: En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré” (Ibíd. 49, 8). Dios nos tiene siempre presentes, Dios nos mira con especial cariño porque somos sus hijos queridísimos.

De esta providencia divina nos habla también Jesús en el evangelio: “Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro padre celestial las alimenta... Observad los lirios del campo, cómo crecen... Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?” (Mt 6, 26. 28. 30).

Estas palabras de Cristo constituyen un llamado a la esperanza. Si Dios se preocupa con paterna solicitud de las aves del cielo; si Dios viste a las hierbas del campo, ¿cómo dejará de preocuparse por el hombre? ¿Cómo podría abandonar a la única criatura de la tierra que ha amado por sí misma? (cf. Gaudium et spes, 24)

4. La esperanza cristiana tiene, ante todo, una meta que está más allá de esta vida; es la virtud por la que ponemos nuestra confianza en Dios, el cual nos dará las gracias que necesitamos para llegar al cielo. Es allí, sobre todo, donde se harán realidad las palabras que acabamos de escuchar: “Convertiré todos mis montes en caminos, y mis calzadas serán levantadas” (Is 49, 11). “No tendrán hambre ni sed, ni les hará daño el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá y a manantiales de agua los guiará” (Ibíd. 49, 10).

Sin embargo, la esperanza cristiana es también esperanza para esta vida. Dios quiere la felicidad de sus hijos, también aquí en este mundo.

“La Iglesia —he escrito en la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis— sabe bien que ninguna realidad temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese Reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en la medida en que ésta —sobre todo ahora— condiciona a aquella. Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer " más humana " la vida de los hombres, se habrá perdido ni habrá sido en vano” (Sollicitudo Rei Socialis, 48).

5. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. (Mt 6, 33) ¿Qué quiere decir el Señor con estas palabras? ¿En qué consiste este objetivo primordial? ¿Qué hemos de hacer para buscar, en primer lugar, el Reino de Dios?

Conocéis bien la respuesta. Sabéis que para alcanzar la vida eterna es preciso cumplir los mandamientos, es preciso vivir de acuerdo con las enseñanzas de Cristo, que nos son transmitidas continuamente por su Iglesia. Por eso, queridos hermanos, os animo a comportaros siempre como buenos cristianos, a cumplir los mandamientos, a asistir a misa los domingos, a cuidar vuestra formación cristiana acudiendo a las catequesis que vuestros pastores imparten, a confesaros con frecuencia, a trabajar, a ser buenos padres y esposos fieles, a ser buenos hijos. No caigáis en la seducción de los vicios, como el abuso del alcohol, que tantos estragos causa: ni prestéis vuestra colaboración al narcotráfico, causa de la destrucción de tantas personas en el mundo.

6. Y, acompañando ese esfuerzo por vivir cristianamente, habrá también un empeño por mejorar vuestra situación humana en sus más variados aspectos: cultural, económico, social y político. La búsqueda del Reino de Dios incluye también esas nobles realidades humanas. Aquellas palabras del Señor, que ordena a los siervos de la parábola: “Negociad los talentos hasta que vuelva” (Lc 19, 13), no pueden ser entendidas en un sentido meramente espiritualista, como si el hombre fuera sólo alma.

Cristo nos previene frente al peligro de trastocar el orden de valores y amar a las criaturas por encima del Creador: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24); pero también nos advierte del peligro de la pereza y de la cobardía, del peligro de enterrar en tierra el talento otorgado por el Señor (cf. Ibíd. 25, 25). El desarrollo humano contribuye a la instauración del Reino (Gaudium et spes, 39). Y en ese desarrollo, cada uno debe ser protagonista (Populorum progressio, 55).

Deben serlo en primer lugar, aquellos a quienes incumbe una mayor responsabilidad social o posibilidades económicas. Estos han de recordar que son sólo administradores de esos bienes y que deberán dar cuenta de su administración (cf. Lc 16, 2).

Han de ser igualmente protagonistas los menos favorecidos. Lo que he escrito en la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis haciendo referencia a los países (cf. Sollicitudo Rei Socialis, 44) , ha de aplicarse también a los individuos: el desarrollo humano exige espíritu de iniciativa por parte de las mismas personas que lo necesitan. Cada uno debe actuar de acuerdo con su propia responsabilidad, sin esperar todo de las estructuras sociales, asistenciales, o políticas, o de la ayuda de otras personas con más posibilidades. “Cada uno debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la sociedad” (Ibíd.).

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, habéis de esforzaros en poner los medios que estén a vuestro alcance sabiendo, por otra parte, que hemos puesto en Dios toda nuestra confianza: “¿Quién de vosotros puede por más que se preocupe, añadir una hora al tiempo de su vida?” (Mt 6, 27).

7. Presentes hoy aquí entre nosotros están hermanos y hermanas de Centroamérica que han tenido que abandonar sus lugares de origen a la busca de un refugio y de mejores condiciones de vida. Muchos de ellos se encuentran en situaciones dramáticas debido a la falta de medios, a la inseguridad y a la ansiosa búsqueda de una ubicación adecuada. A ellos quiero repetir unas palabras de mi último Mensaje de Cuaresma para la Iglesia universal: «Nosotros os acompañaremos y os sostendremos en vuestro camino, reconociendo en cada uno de vosotros el rostro de Cristo exiliado y peregrino, recordando cuanto El dijo: “Cuantas veces habéis hecho esto a uno solo de estos pequeños, me lo habéis hecho a mí” (Ibíd. 25, 40)» (Mensaje para la Cuaresma de 1990, n. 5).

Sé que las diócesis mexicanas donde hay campamentos de refugiados están haciendo todo lo posible para organizar su acogida y asistirles en sus necesidades. Este gesto de comunión intereclesial es reconocido y agradecido de modo particular por algunos obispos de Guatemala, que han querido estar presentes junto a sus diocesanos en esta ocasión. Me uno a ellos en su llamado a la solidaridad, a la caridad y a la justicia, para socorrer a tantos hermanos y hermanas que sufren toda clase de privaciones, lejos de sus lugares de origen.

8. Mi mensaje de hoy, amadísimos todos, quiere ser una nueva invitación a la esperanza, a ponernos en manos de Dios, sabiendo que El cuida amorosamente de nosotros. Nos lo dice el Señor en el evangelio de san Mateo que hemos escuchado: “Mirad las aves del cielo, no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mt 6, 26). Pero ésta ha de ser una esperanza activa y responsable, que lleve también al trabajo y al esfuerzo personal.

Esta misma esperanza la expresaba el mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe a Juan Diego, para infundirle confianza y fortaleza en la misión que le encomendaba: “ Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?” (Nicán Mopohua).

Como Juan Diego, hijo predilecto de la tierra mexicana a quien he tenido el gozo de declarar beato, también vosotros encontraréis en la Virgen de Guadalupe el consuelo en el dolor y la fortaleza cristiana para superar las dificultades.

Con un grito de esperanza nos dice aún el profeta: “ ¡Aclamad, cielos y exulta tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido ” (Is 49, 13).

Ahora quiero dirigir un saludo en idioma tzotzil:

Chiítlao amteletíc ta osíl, li Cajbaltiqué chas caníc, cuchaál tij amteletíc yuuné “sventa ti balumilé ti ta jún teclumé” (Mt 5, 13). “ Bataníc ta sjoyléc balumíl alíc li schul mantalé sventa scotol ti crishchanoé” (Mc 16, 15).

(Hermanos campesinos e indígenas: Jesús os quiere, como a todos sus discípulos “sal de la tierra y luz del mundo”. “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a todos los hombres”).

También saludo en idioma zoque: Atzídam nasniyosatyambabáis yaquiitaubáis, Papais schundámba wjumtam jomojabá wanjamgukiánjins tzápsojuse te Mansanóre chácpa ema te kipkúy ne kionatzoyúse te wit te itcujin; itúba wábá mi kipsokiújin y ñostambabais te ñoskuñasómo te is Istcúshe. Otzi mi namatiaguetarítzi mitam: ¡Mina yoki, Komi, mina yoki!

(Hermanos campesinos e indígenas: El Papa os quiere a todos llenos de fe, difundiendo el Evangelio, haciendo a un lado la violencia, respetando la vida de la naturaleza, pero conscientes de su dignidad de trabajadores en el campo de su Reino. Con vosotros exclamo: ¡Ven Señor Jesús!).



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