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X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo de Ramos, 9 de abril de 1995

 

«¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).

1. Hoy, domingo de pasión o de Ramos, deseamos saludarte, Señor Jesucristo, como peregrino. Llegas a Jerusalén para la tiesta de Pascua, acompañado por muchos otros peregrinos.

En el Antiguo Testamento, Israel conservó siempre grabada en su memoria la peregrinación a través del desierto, bajo la guía de Moisés. Fue una experiencia constitutiva para Israel, el pueblo al que Dios sacó de la esclavitud de Egipto al servicio del Señor (cf. Dt 26, 1-11). Moisés hizo salir a su pueblo a través del mar Rojo y, a lo largo de un camino que duró cuarenta años, lo guié hasta la tierra prometida. Después, cuando los israelitas se establecieron en la patria que Dios les había asignado, el recuerdo de la peregrinación por el desierto se convirtió en parte viva y dinámica de su culto.

Los judíos solían ir en peregrinación a Jerusalén en diversas ocasiones, pero, sobre todo, para la fiesta de Pascua. También Jesús acudió allí como peregrino algunos días antes de la Pascua: peregrino del domingo de Ramos. Y nosotros, reunidos aquí, en la plaza de San Pedro, lo saludamos como al peregrino santísimo, que da un sentido definitivo a nuestro peregrinar.

2. La primera peregrinación de Jesús, cuando tenía 12 años, de Nazaret a Jerusalén, ¿no anunciaba ya ese cumplimiento? Por aquel entonces, habiendo llegado a la ciudad santa en compañía de su madre y de José, Jesús se sintió llamado a detenerse en el templo para «escuchar y preguntar» (cf. Lc 2, 46) a los doctores acerca de las cosas de Dios. Esa primera peregrinación lo implicó profundamente en la misión que marcaría toda su vida. Por eso, no ha de extrañarnos el hecho de que, cuando María y José lo encontraron en el templo, respondiera de modo significativo al reproche que le dirigió su madre: «¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

Durante los años que siguieron a ese acontecimiento misterioso, Jesús, primero cuando era adolescente y luego siendo ya hombre maduro, subió muchas veces a Jerusalén como peregrino. Hasta que, el día que hoy celebramos, acudió allí por última vez. Por esa razón, la peregrinación del domingo de Ramos fue una peregrinación mesiánica en sentido pleno, en la que se cumplieron los oráculos de los profetas, en particular el de Zacarías, que anunciaba la entrada del Mesías en Jerusalén, montado en una cría de asna (cf. Za 9, 9) y rodeado por la multitud que lo aclamaba, por haber reconocido en él al enviado del Señor. Precisamente por eso, en el camino que Jesús estaba recorriendo, los discípulos y la gente extendían sus mantos, arrojaban palmas y ramos de olivo, y lo saludaban, cantando con entusiasmo palabras de fe y esperanza: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).

Eso sucedió antes de la fiesta de Pascua. Pocos días después, las aclamaciones de júbilo, que habían acompañado la entrada de Cristo peregrino a la ciudad santa, se transformarían en un grito rabioso: «¡Crucifícale, crucifícale!» (Lc 23, 21).

3. Acabamos de escuchar el relato de la pasión del Señor según san Lucas. Sabemos que hoy Jesús de Nazaret sube a Jerusalén por última vez. También por eso lo saludamos, de modo particular, como peregrino.

¡Es un peregrino extraordinario, único! Su peregrinación no se mide con categorías geográficas. Él mismo habla de ella con su lenguaje misterioso: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28). ¡Esta es la justa dimensión de su peregrinación! Y la Semana santa, que comenzamos hoy, revela toda la «anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (Ef 3, 18) de la peregrinación de Cristo.

Sube a Jerusalén para que se cumplan en él todas las profecías. Sube para humillarse y hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, y para experimentar, después de haberse despojado completamente de sí mismo, la exaltación por parte de Dios (cf. Flp 2, 8-9).

En todo el año litúrgico sólo a esta semana se la llama, con razón, santa: encierra la realización del misterio de Cristo, peregrino santísimo, «unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), peregrino que camina en nuestra historia. En efecto, ¿se puede decir algo más iluminador que esto acerca del sentido del peregrinar del hombre?: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre». ¿No está precisamente en Cristo la dimensión plena y definitiva de toda peregrinación humana?

4. Por esta razón, desde hace diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en el punto de referencia central de la grande y articulada peregrinación de los jóvenes cristianos en todo el mundo. Existen importantes motivos para que la Iglesia considere este domingo como la «Jornada de los jóvenes». Fueron los jóvenes quienes corrieron al encuentro de Jesús cuando se dirigía a Jerusalén para la fiesta de Pascua. Fueron ellos los que extendieron sus mantos y ramos en medio de la calle y le cantaron: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21, 9).

Los jóvenes manifestaron así el entusiasmo de su descubrimiento juvenil, descubrimiento que, de generación en generación, siguen experimentando hasta hoy: Jesús es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Es él quien da el sentido definitivo a la peregrinación terrena del hombre. En efecto, dice: Salí del Padre y he venido al mundo, y con estas palabras indica el comienzo de ese itinerario. Luego añade: Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre, mostrando de esta forma la meta de nuestro camino siguiendo sus pasos.

5. Éste es el motivo, oh Cristo, peregrino santísimo de la historia de los hombres, por el que los jóvenes dirigen su mirada hacia a ti, que eres el camino, la verdad y la vida. Al final del segundo milenio cristiano, han emprendido una gran peregrinación que, bajo el signo de la cruz itinerante, los conduce por los senderos de la civilización del amor. Es un peregrinaje que se articula en múltiples niveles: parroquial, diocesano, nacional, continental y mundial. Hoy, en la plaza de San Pedro, están sobre todo los jóvenes de la diócesis de Roma. Amadísimos jóvenes, os saludo a todos y, junto con vosotros, saludo a los jóvenes de todo el mundo, que en tantos rincones de la tierra, en comunión con nosotros, celebran la Jornada mundial de los jóvenes.

Contemplándoos a vosotros, no puedo menos de evocar la experiencia extraordinaria del encuentro mundial de la juventud que se celebró hace tres meses en Manila, Filipinas. Nuestra mirada se dirige también a la peregrinación de la juventud europea a Loreto, programada para el próximo mes de septiembre; y, más allá todavía, nos espera la celebración de la XII Jornada mundial, en París, en 1997.

Te saludamos, oh Cristo, Hijo del Dios vivo, que te hiciste hombre y, como hombre, caminas con nosotros en peregrinación a través de la historia. Te saludamos, Peregrino divino, por los caminos del mundo. Delante de ti extendemos palmas y ramos de olivo, como los hijos y las hijas de Israel hicieron un día en Jerusalén. Movidos por un mismo impulso de fe y esperanza, también nosotros exclamamos: «¡Gloria a ti, rey de los siglos!».



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