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MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Jueves Santo, 13 de abril de 1995

 

1. "Ave sanctum chrisma!".

Nos hallamos aquí reunidos, queridos hermanos en el sacerdocio, para la liturgia de la mañana del Jueves santo, que se suele celebrar solamente en las iglesias catedrales, cuando, en torno al pastor de la diócesis, se congregan los sacerdotes que forman el presbiterio. El Jueves santo es la fiesta del sacerdocio, dado que Cristo instituyó este sacramento precisamente en este día, durante la última cena. Yo celebraré esta tarde la liturgia de la cena del Señor en la basílica de San Juan de Letrán, iglesia catedral del obispo de Roma.

Ahora, en cambio, nos encontramos aquí reunidos para anticipar, en cierto sentido, la liturgia vespertina y poner de relieve la realidad del sacerdocio de nuestro numeroso presbiterio, como sacramento de la comunidad eclesial romana.

2. "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido" (Is 61, 1).

También el pasaje evangélico de hoy (cf. Lc 4, 1 8) recoge esas palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar en la primera lectura. Lucas recuerda el momento en que Jesús, cuando tenía ya treinta años, acudió un sábado a la sinagoga y, de acuerdo con la tradición, se presentó por primera vez ante la comunidad para leer la palabra de Dios. Le fue entregado el libro del profeta Isaías. Al abrir el rollo, encontró el pasaje donde estaba escrito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor" (Le 4, 18-19). Después de haberlas leído —observa el evangelista—, Jesús devolvió el rollo al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Esperaban su comentario que, realmente, fue muy breve. Dijo: "Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy" (Lc 4, 21). Las palabras de la Escritura se han cumplido, porque en medio de vosotros está el ungido, el Mesías, el que viene en virtud del Espíritu del Señor: el ungido y el enviado de Dios.

3.Ave sanctum chrisma!

En el día de la fiesta de nuestro sacerdocio recordamos la unción que recibimos en el momento de nuestra ordenación sacerdotal. Ese día el obispo nos ungió con óleo las palmas de las manos y, en la consagración episcopal, la frente. La unción significa el poder del Espíritu Santo, que todo sacerdote recibe para celebrar la eucaristía. El obispo recibe el poder del Espíritu Santo para presidir la Iglesia de Dios, para velar por la celebración de la eucaristía, para enseñar y consolar, para sanar en el sacramento de la reconciliación, para edificar la Iglesia como comunidad de amor, en la que se anuncia y realiza la buena nueva mediante ese múltiple ministerio. Así pues, con razón, el salmo responsorial recuerda la consagración de David con el óleo. David no fue sacerdote, sino profeta y rey. La tradición de la unción de los profetas y los reyes se había consolidado en el Antiguo Testamento, y esa costumbre se mantuvo también, durante mucho tiempo, en la historia de las naciones cristianas con respecto a los reyes cristianos.

En la liturgia de hoy Cristo se nos presenta en su triple unción de profeta, sacerdote y rey mesiánico. Todos nosotros tenemos parte en su unción. Y, por eso, reverenciamos con fe profunda estos santos óleos, que servirán para la unción de los catecúmenos en el bautismo, de los bautizados con ocasión de la confirmación, de los candidatos al sacerdocio y al episcopado en el momento de su ordenación, y, por último, de los enfermos en su enfermedad.

"Ave sanctum oleum! Ave sanctum chrisma!".

4. Nuestro saludo no se dirige tanto a los santos óleos, cuanto al ungido, a Cristo Señor. Sabemos que, mediante la unción, participamos del sacerdocio de Cristo, que en nosotros se prolonga en el sacerdocio ministerial. Y hoy, con la mirada fija en el divino Mesías, deseamos renovar las promesas hechas al Señor el día de la ordenación. Esas promesas deben afianzamos en el camino escogido por obra del Espíritu Santo; deben volver a encender en nosotros el deseo del servicio sacerdotal en favor de todo el pueblo de Dios, donde quiera que el Espíritu Santo nos envíe a desempeñar nuestro ministerio.

Los fieles reunidos en esta basílica esperan la renovación de nuestras promesas. Después de la bendición del crisma y de los santos óleos, desean llevarlos a sus parroquias, para que sirvan a la celebración de los santos sacramentos. Mientras nos escuchan renovar las promesas formuladas en el sacramento del orden, nuestros hermanos y hermanas en la fe oran por nosotros, los sacerdotes, para que seamos fieles a la vocación que recibimos de Cristo para el bien de la Iglesia.

5. Sobre este telón de fondo cobra particular elocuencia la segunda lectura, tomada del Apocalipsis de san Juan. El Apóstol se dirige a nosotros y a toda la Iglesia: "Gracia y paz a vosotros (...) de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra" (Ap 1, 4-5). San Juan primero saluda a Cristo, el testigo fiel de los misterios de la divinidad; luego, se dirige a él en la perspectiva del misterium altum, que estamos celebrando. Habla a Cristo, que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados mediante su sangre; habla a Cristo, que ha hecho de nosotros un reino y sacerdotes para Dios, su Padre; habla a ese Cristo que ya está en la gloria del Padre, pero que se encuentra siempre presente en la historia de la Iglesia y de la humanidad, llevando en sí las heridas de la crucifixión: "Todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra" (Ap 1, 7). Las palabras de san Juan nos introducen así en los acontecimientos del Viernes santo, acontecimientos que serán superados inmediatamente por la luz de la resurrección. En efecto, en la resurrección Cristo se manifestará como el Hijo de la misma sustancia que el Padre, el primero y el último, el primogénito de toda la creación. El dirá: " Yo soy el alfa y la omega; aquel que es, que era y que va a venir; el Todopoderoso" (cf. Ap 1, 8).

"Alabanza a ti, oh Cristo, rey de eterna gloria". Amén.

 



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