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MISA DE SUFRAGIO POR EL CARDENAL UGO POLETTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Jueves 27 de febrero de 1997

 

1. «Scio quod Redemptor meus vivit» (Jb 19, 25).

En el gran silencio que envuelve el misterio de la muerte, se eleva, llena de esperanza, la voz del antiguo creyente. Job implora la salvación del Redentor, en quien todo acontecimiento humano encuentra su sentido y su meta definitiva.

«Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, y no otros» (Jb 19, 27), prosigue el texto inspirado, dejando entrever, al término de la peregrinación terrenal, el rostro misericordioso del Señor. «Mi Redentor se levantará sobre el polvo», subraya el autor sagrado, que funda su confianza y sostiene su esperanza en la bondad del Omnipotente, que nos socorre.

2. Esta firme esperanza ha guiado el camino de nuestro recordado y amadísimo cardenal Poletti durante toda su existencia entre nosotros: una esperanza que se apoyaba en la fe inquebrantable y sencilla, que recibió en su familia, y en la comunidad cristiana de Omegna, en la diócesis de Novara, donde había nacido hace ochenta y tres años.

Precisamente esta relación de confianza y diálogo con el Señor llevó al joven Ugo a percibir la llamada divina y a entrar en el seminario de Novara. Esta relación, alimentada diariamente con la oración, fue la que sostuvo sus primeros pasos en el ministerio sacerdotal. Se dejó guiar por el Maestro divino en cada uno de los servicios que prestó a la diócesis de Novara, en la que primero fue nombrado pro-vicario y, después, vicario general. Al lado de su obispo y maestro, monseñor Gilla Gremigni, que había sido párroco en Roma, el Señor lo preparaba para asumir mayores responsabilidades.

En 1958 monseñor Poletti fue nombrado auxiliar de Novara y, seis años después, se le encomendó la dirección de las Obras misionales pontificias. En 1967 se convirtió en arzobispo de Spoleto y, sólo dos años más tarde, fue llamado a Roma como vicegerente y colaborador del cardenal Dell’Acqua. En 1972 el Papa Pablo VI lo nombró pro-vicario de la diócesis de Roma y, al año siguiente, cardenal y su vicario general. En 1985 le encomendé la presidencia de la Conferencia episcopal italiana, cargo que aceptó con gran disponibilidad y desempeñó con su acostumbrada generosidad hasta enero de 1991.

Cuando dejó la guía de la diócesis de Roma, asumió con mucho gusto el cargo de arcipreste de la basílica liberiana, viviendo a la sombra de la «Salus populi romani» —«Spes certa poli», como reza su lema episcopal— los últimos años silenciosos, e igualmente fecundos, de su vida.

3. «Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo» (1 Co 9, 22-23). Estas palabras del apóstol Pablo, que acabamos de proclamar, reflejan bien la constante preocupación apostólica del cardenal Ugo Poletti. Lo recordamos hoy en su entrega incansable a la causa del Evangelio, sobre todo en su cargo de cardenal vicario, en el que gastó sus energías más maduras al servicio de la Iglesia.

Un amor particular lo unió a la ciudad de Roma, que consideraba su segunda patria. Tuvo hacia mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI sentimientos de veneración y obediencia sincera, que dirigió luego, con la misma cordialidad, hacia mi persona, introduciéndome en el servicio pastoral de esta ciudad singular, cuando la Providencia me llamó a la cátedra de Pedro. Recuerdo con emoción los numerosos encuentros que mantuve con él y la pasión con que me hablaba de la diócesis, de los sacerdotes, de los religiosos, del laicado, de los problemas de la gente común, y de las luces y sombras que acompañan las rápidas transformaciones del entramado ciudadano.

Sobre todo fue él quien me introdujo en el conocimiento de las parroquias que, poco a poco, iba visitando. Gracias a su guía experta y sabia, he podido leer con particular perspicacia la compleja realidad ciudadana, entrando en sintonía cada vez más profunda con la grey que la Providencia me ha encomendado. Por todo esto, siento hoy el deber de expresar al queridísimo cardenal Poletti mi sincero agradecimiento.

4. «Todo lo hago por el Evangelio». El purpurado fallecido, a quien hoy despedimos espiritualmente, hizo suyas estas palabras de san Pablo. Consideraba que la misión de la Iglesia estaba estrechamente relacionada con la concreta realidad humana y eclesial de la ciudad eterna. Se dedicó con gran celo a suscitar en la diócesis la conciencia del profundo vínculo que la une al Romano Pontífice al igual que el deseo y la alegría de contribuir a su ministerio universal, redescubriendo su propia identidad de Iglesia local.

Acogiendo el impulso del concilio ecuménico Vaticano II, supo imprimir a la diócesis de Roma, en sus diversos componentes, una vitalidad nueva: piedras miliares del crecimiento de la vida diocesana fueron las asambleas eclesiales, encaminadas a recuperar fuerzas vivas y valiosas para la evangelización de la ciudad, a fin de insertarlas armoniosamente en la actividad diocesana.

5. «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! ». Se podría decir que este grito del Apóstol resonaba constantemente en el corazón del cardenal Poletti. Con su acción quería suscitar en los romanos una viva conciencia del extraordinario patrimonio de valores heredado de sus padres y un compromiso cada vez mayor respecto a la misión histórica de la ciudad con vistas al futuro.

Poniéndose a la escucha de los cercanos y de los alejados, de los hombres de cultura y de la gente más sencilla, de los responsables de la Administración pública y de cuantos eran críticos con respecto a las instituciones, contribuyó a suscitar en los sacerdotes, en los religiosos y en los laicos comprometidos, una actitud de acogida y tolerancia, que influyó también en la vida de la comunidad civil.

Con esos propósitos, comenzó la preparación del Sínodo diocesano, que constituyó un ulterior momento de confrontación leal y positiva entre los cristianos y los ciudadanos de la Urbe.

6. «Conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí» (Jn 10, 14).

Las palabras del Evangelio, que acaban de resonar en esta basílica, indican cuál debe ser el estilo del pastor con respecto a las personas que le han sido encomendadas. ¿No fue ese el modo de actuar que caracterizó el ministerio episcopal del cardenal Poletti? ¿No se esforzó por entablar con todos una relación personal y afectuosa?

Podemos decir que, quizá, precisamente aquí estriba el secreto de su proficuo servicio eclesial. «No soy un intelectual, sino un hombre que trata de estar cerca de la gente», dijo un día a un amigo. Su corazón de pastor lo llevaba a poner en primer lugar este «estar cerca de la gente», objetivo al que consagraba sus energías y su notable competencia teológica, pastoral y administrativa, acumulada durante sus numerosos años de sacerdocio y episcopado.

La gente de Roma lo conocía y él conocía a la gente. Además de los momentos oficiales, su celo pastoral le permitía mantener relaciones llenas de humanidad en sus numerosos contactos durante las visitas a las parroquias, a las escuelas, a las sedes de las asociaciones y a las comunidades religiosas, así como también en las peregrinaciones diocesanas a Lourdes, en las que siempre trató de participar.

Por eso, el clero y el pueblo lo amaban. Saludo a cuantos han venido a testimoniarle su afecto también en esta última despedida: al presidente de la República italiana, Oscar Luigi Scalfaro, al ministro Giovanni Maria Flick, a las autoridades civiles, así como a los numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas y a la amplia representación de fieles laicos.

7. «El buen pastor da su vida por las ovejas».

Con esta liturgia fúnebre, iluminada por la presencia de Cristo resucitado, damos el último saludo a los restos mortales de este amado hermano, valiosísimo colaborador mío. Lo encomendamos con confianza al buen Pastor, mientras invocamos para su alma elegida la misericordia divina.

Demos gracias al Padre por haberlo donado a su Iglesia. Que Cristo, el buen pastor, lo acoja en su morada de luz y paz y le dé la recompensa reservada a los siervos buenos y fieles.

Y que la Virgen María, Salus populi romani, cuyo hijo devoto fue, lo introduzca en la gozosa liturgia del cielo.

«In paradisum deducant te angeli», dilectissime frater! Amén.



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