MISA DE CANONIZACIÓN DE LA BEATA EDUVIGIS, REINA DE POLONIA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Cracovia, domingo 8 de junio de 1997
1. Gaude, mater Polonia! Repito hoy esta exhortación a la alegría, que durante siglos los polacos cantaban en recuerdo de san Estanislao. La repito, porque el lugar y la circunstancia impulsan a hacerlo de modo particular. En efecto, debemos volver nuevamente a la colina de Wawel, a la catedral real y situarnos ante las reliquias de la Reina, Señora de Wawel. Ha llegado el gran día de su canonización. Por eso, cantamos:
«Gaude, mater Polonia.
Prole fecunda nobili,
Summi Regis magnalia
Laude frequenta vigili».
Eduvigis, ¡has esperado tanto tiempo este día solemne! Han transcurrido casi seiscientos años desde tu muerte, en plena juventud. Amada por toda la nación, tú, que estás en el origen de la época de los Jaguellones, iniciadora de la dinastía, fundadora de la Universidad Jaguellónica en la antiquísima Cracovia, has esperado largo tiempo el día de tu canonización, el día en que la Iglesia proclamaría solemnemente que tú eres la santa patrona de Polonia en su dimensión hereditaria, de la Polonia unida por obra tuya con Lituania y con la Rus’: de la República de tres naciones.
Hoy ha llegado este día. Muchos han deseado presenciar este momento y no lo han logrado. Han transcurrido los años y los siglos, y parecía que tu canonización era, incluso, imposible. Que este día sea un día de alegría no solamente para nosotros, los que vivimos en estos tiempos, sino también para todos los que no han llegado a él en esta tierra. Que sea el gran día de la comunión de los santos. Gaude, mater Polonia!
2. El evangelio de hoy orienta nuestro pensamiento y nuestro corazón hacia el bautismo. Nos encontramos, una vez más, en Galilea, desde donde Cristo envía a sus Apóstoles al mundo entero: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20). Se trata del mandato misionero que los Apóstoles cumplieron, comenzando desde el día de Pentecostés. Lo cumplieron y lo transmitieron a sus sucesores. Por medio de ellos, el mensaje apostólico alcanzó poco a poco al mundo entero. Y, hacia el final del primer milenio, llegó el tiempo en que los apóstoles de Cristo evangelizaran las tierras de los Piast. Entonces Mieszko I recibió el bautismo, y eso, según la convicción de esa época, constituía a la vez el bautismo de Polonia. En 1996 celebramos el milenio de ese bautismo.
¡Cuánto habría gozado hoy el Primado del milenio, el siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, si hubiera tenido la oportunidad de participar, junto con nosotros, en este gran día de la canonización. Era una ilusión que tenía, al igual que los grandes metropolitanos de Cracovia, el príncipe cardenal Adam Stefan Sapieha y todo el Episcopado de Polonia. Todos intuían que la canonización de la reina Eduvigis constituiría la coronación del milenio del bautismo de Polonia. Lo es también porque, por obra de la reina Eduvigis, los polacos, bautizados en el siglo X, cuatro siglos después emprendieron la misión apostólica y contribuyeron a la evangelización y al bautismo de sus vecinos. Eduvigis estaba convencida de que su misión consistía en llevar el Evangelio a sus hermanos lituanos. Y lo hizo, juntamente con su esposo el rey Ladislao Jaguellón. En el Báltico surgió un nuevo país cristiano, renacido en las aguas del bautismo, como en el siglo X esas mismas aguas habían hecho renacer a los hijos e hijas de la nación polaca.
Sit Trinitati gloria, laus, honor, iubilatio (...). Hoy damos gracias a la santísima Trinidad por tu sabiduría, Eduvigis. El autor del libro de la Sabiduría pregunta: «¿Quién habría conocido tu voluntad, oh Dios, si tú no le hubieses dado la sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu Espíritu Santo?» (cf. Sb 9, 17). Así pues, damos gracias a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por tu sabiduría, Eduvigis; porque reconociste el plan de Dios no sólo con respecto a tu propia vocación, sino también con respecto a la de las naciones: con respecto a nuestra vocación histórica y a la vocación de Europa que, por obra tuya, completó el cuadro de la evangelización en su continente, para poder después emprender la evangelización de otros países y de otros continentes en todo el mundo.
En efecto, Cristo había dicho: «Id (...) y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 18). Hoy nos alegramos por tu elevación a la gloria de los altares. Nos alegramos en nombre de todas las naciones, de las que te has convertido en madre en la fe. Nos alegramos por la gran obra de sabiduría. Y damos gracias a Dios por tu santidad, por la misión que realizaste en nuestra historia; por tu amor a la nación y a la Iglesia, por tu amor a Cristo crucificado y resucitado. Gaude, mater Polonia!
3. Lo más grande es el amor. «Nosotros sabemos —escribe el evangelista san Juan— que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3, 14). Y, por tanto, quien ama participa en la vida, en la vida que viene de Dios. «En esto hemos conocido lo que es amor —prosigue san Juan—: en que él (Cristo) dio su vida por nosotros» (1 Jn 3, 16). Por eso también nosotros deberíamos dar la vida por nuestros hermanos (cf. ib.). Cristo nos dijo que así, entregando la vida por nuestros hermanos, manifestamos el amor. Y este es el amor más grande (cf. 1 Co 13, 13).
Y nosotros hoy, poniéndonos a la escucha de las palabras de los Apóstoles, queremos decirte, nuestra reina santa, que tú, como pocos, comprendiste esta enseñanza de Cristo y de los Apóstoles. En muchas ocasiones te arrodillaste a los pies del Crucifijo de Wawel para aprender de Cristo mismo ese amor generoso. Y lo aprendiste. Supiste demostrar con tu vida que lo más grande es el amor. En un antiquísimo canto polaco cantamos:
«¡Oh cruz santa,
árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
que este que da a Dios mismo (...).
Inaudita bondad es morir
en cruz por otro.
¿Quién puede hacerlo hoy?
¿Por quién dar la propia vida?
Sólo el Señor Jesús lo hizo,
porque nos amó fielmente»
(cf. Crux fidelis, siglo XVI).
De este Cristo crucificado de Wawel, de este Crucifijo negro, al que los habitantes de Cracovia vienen cada año en peregrinación el Viernes santo, aprendiste, reina Eduvigis, a dar la vida por tus hermanos. Tu profunda sabiduría y tu intensa actividad brotaban de la contemplación, del vínculo personal con el Crucifijo. Aquí la contemplación y la vida activa encontraban el justo equilibrio. Por eso, nunca perdiste la «parte mejor », la presencia de Cristo. Hoy queremos arrodillarnos junto contigo, Eduvigis, a los pies del Crucifijo de Wawel, para oír el eco de esa lección de amor, que tu escuchabas. Queremos aprender de ti el modo de actuarla en nuestros tiempos.
4. «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Mt 20, 25-26) Estas palabras de Cristo penetraron profundamente en la conciencia de la joven reina de la estirpe de los Anjou. La más profunda característi- ca de su breve vida y, al mismo tiempo, la medida de su grandeza fue el espíritu de servicio. Puso su posición social, sus talentos y toda su vida privada completamente al servicio de Cristo y, cuando le correspondió gobernar, dedicó su vida también al servicio del pueblo que se le había confiado.
El espíritu de servicio animaba su compromiso social. Con gran esmero se consagró a la vida política de su época. Y, además, ella, que era hija del rey de Hungría, supo unir la fidelidad a los principios cristianos con la coherencia en la defensa de la razón de Estado polaca. Emprendiendo grandes obras, tanto en el ámbito estatal como en el internacional, no deseaba nada para sí misma. Enriquecía con liberalidad a su segunda patria con todo tipo de bienes materiales y espirituales. Experta en el arte de la diplomacia, puso los cimientos de la grandeza de la Polonia del siglo XV. Impulsó la cooperación religiosa y cultural entre las naciones y su sensibilidad con respecto a las injusticias sociales fue a menudo alabada por sus súbditos.
Con una claridad que hasta hoy ilumina a toda Polonia, sabía que, tanto la fuerza del Estado como la de la Iglesia tienen su fuente en una esmerada instrucción de la nación; que el camino para el bienestar del Estado, para su soberanía y su reconocimiento en el mundo, pasa por las activas universidades. Eduvigis sabía también que la fe promueve la comprensión racional; que la fe necesita la cultura y forma la cultura; y que la fe vive en el espacio de la cultura. E hizo todo lo posible por enriquecer a Polonia con todo el patrimonio espiritual de los tiempos antiguos y del Medioevo. Dio a la universidad incluso su cetro de oro, y ella utilizó uno de madera dorada. Este hecho, aunque tuvo un significado concreto, es sobre todo un gran símbolo.
Durante su vida, su prestigio y la estima de que gozaba no venían de las insignias reales, sino de la fuerza de su espíritu, de la profundidad de su mente y de la sensibilidad de su corazón. Después de su muerte, su obra siguió dando frutos con la riqueza de sabiduría y con el florecimiento de una cultura arraigada en el Evangelio. Por todo esto damos gracias a la reina Eduvigis, mientras recordamos con orgullo esos seiscientos años que nos separan de la fundación de la facultad de teología y de la renovación de la universidad de Cracovia; unos años —podríamos decir— de incesante esplendor de la ciencia polaca.
Y si pudiéramos visitar los hospitales medievales en Biecz, en Sandomierz, en Sącz, en Stradom, veríamos con admiración las numerosas obras de misericordia que fundó esta reina polaca. En ellas se realizó de una forma muy elocuente la exhortación a amar «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).
5. Ergo, felix Cracovia,
Sacro dotata corpore,
Deum, qui fecit omnia,
Benedic omni tempore.
«¡Alégrate hoy, Cracovia!». Alégrate, porque ha llegado, por fin, el momento en que todas las generaciones de tus habitantes pueden rendir homenaje de gratitud a la santa Señora de Wawel. Tú, sede real, debes a la profundidad de su mente el hecho de haberte convertido en un importante centro de pensamiento en Europa, en cuna de la cultura polaca y en puente entre el Occidente cristiano y el Oriente, dando una incalculable contribución a la formación del espíritu europeo.
En la Universidad Jaguellónica se educaron y enseñaron personas que hicieron famoso en todo el mundo el nombre de Polonia y de esta ciudad, participando con pericia en los debates más importantes de su época. Basta recordar al gran rector del Ateneo de Cracovia, Paweł Włodkowic, quien, ya al inicio del siglo XV, ponía las bases de la teoría moderna de los derechos del hombre; o Nicolás Copérnico, cuyos descubrimientos impulsaron una nueva visión del mundo creado.
¿No debería Cracovia, y con ella toda Polonia, dar gracias por esa obra que dio magníficos frutos, los frutos de la vida de santos estudiantes y profesores? Así pues, se presentan hoy ante nosotros estas grandes figuras de hombres y mujeres de Dios, de todas las generaciones, desde Juan de Kety y Estanislao Kazimierczyk hasta el beato José Sebastián Pelczar y el siervo de Dios Józef Bilczewski, para entrar en nuestro himno de alabanza a Dios porque, gracias a la obra generosa de la reina Eduvigis, esta ciudad se ha convertido en cuna de santos.
¡Alégrate, Cracovia! Me complace poder compartir hoy tu alegría, aquí, en Błonia Krakowskie, en compañía de tu arzobispo, el cardenal Franciszek Macharski, los obispos auxiliares y los eméritos, los cabildos de la catedral y de la colegiata de Santa Ana, los sacerdotes, las personas de vida consagrada y todo el pueblo de Dios.
¡Cuánto deseaba venir a ti, Cracovia, mi amada ciudad, y, en nombre de la Iglesia, asegurarte solemnemente que no errabas cuando venerabas como santa, desde hace siglos, a la reina Eduvigis. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha sido posible, porque me concede el poder contemplar, juntamente con vosotros, esta figura que brilla con el resplandor de Cristo y aprender lo que quiere decir «lo más grande es el amor».
Doy las gracias a todos los obispos polacos, a todo el Episcopado, encabezado por el cardenal primado, al igual que a todos los obispos huéspedes nuestros. Doy las gracias a los cardenales y a los obispos que han venido de Roma y de los países vecinos, en particular de Hungría, República Checa, Eslovaquia y Lituania. Queridos hermanos, vuestra presencia en este día es para nosotros muy apreciada.
6. «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18), así escribe el Apóstol. Hermanos y hermanas, aprendamos de la reina santa Eduvigis cómo se cumple el mandamiento del amor. Reflexionemos en la «verdad polaca». Reflexionemos si se respeta en nuestras casas, en los medios de comunicación social, en las oficinas públicas, en las parroquias. ¿No se nos pierde a veces bajo la presión de las circunstancias? ¿No es distorsionada o simplificada? ¿Está siempre al servicio del amor?
Reflexionemos en la «praxis polaca». Meditemos si se pone por obra con prudencia. ¿Es sistemática y perseverante? ¿Es valiente y magnánima? ¿Une o divide a los hombres? ¿No perjudica a alguien con odio o con desprecio? ¿O, tal vez, tiene demasiado poco de praxis de amor, de amor cristiano? (cf. St. Wyspiański, Wesele).
«No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad».
Hace diez años, en una encíclica sobre los problemas del mundo contemporáneo, escribí que toda nación «debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad» (Sollicitudo rei socialis, 44). Entonces nos enfrentábamos al problema del «descubrimiento de la libertad». Ahora, la divina Providencia nos encomienda una tarea nueva: amar y servir. Amar con las obras y según la verdad.
La reina santa Eduvigis nos enseña a usar precisamente así el don de la libertad. Ella sabía que la plenitud de la libertad es el amor, gracias al cual el hombre está dispuesto a consagrarse a Dios y a sus hermanos, y dispuesto a pertenecerles. Por eso, consagró su vida y su reino a Cristo y a las naciones, que quería llevar hacia él. Dio a toda la nación ejemplo de amor a Cristo y al hombre, a un hombre sediento de fe y de ciencia, así como de pan de cada día y de vestido. Quiera Dios que también hoy se siga ese ejemplo, para que la alegría del don de la liberad sea plena.
Santa Eduvigis, reina nuestra, enséñanos hoy, en el umbral del tercer milenio, la sabiduría y el amor que constituyeron la senda de tu santidad. Llévanos a todos, reina Eduvigis, ante el Crucifijo de Wawel para que, como tú, conozcamos lo que significa amar con las obras y según la verdad, lo que significa ser realmente libres. Toma bajo tu protección a tu nación y a la Iglesia que la sirve, e intercede por nosotros ante Dios, para que nuestra alegría sea incesante. ¡Alégrate, madre Polonia! Gaude, mater Polonia!
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