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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA "IN COENA DOMINI"

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo, 27 de marzo de 1997

 

1. Cada año esta Basílica de san Juan de Letrán acoge a la asamblea reunida para el solemne Memorial de la Última Cena.

Acuden fieles de Roma y de todo el mundo para renovar el recuerdo de aquel acontecimiento que se realizó un jueves de hace muchos años en el Cenáculo, y que la liturgia conmemora como siempre actual en el día de hoy. Lo prolonga como Sacramento del Altar, Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Lo prolonga como Eucaristía.

Estamos convocados para repetir ante todo el gesto que Cristo hizo al comienzo de la Última Cena, esto es, el lavatorio de los pies. El Evangelio de Juan presenta a nuestra consideración la resistencia de Pedro ante la humillación del Maestro y la enseñanza con la que Jesús ha comentado su propio gesto: "Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (Jn 13, 13-15).

En la hora del banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del servicio. "El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos" (Mc 10, 45).

Estamos, pues, convocados para expresar de nuevo la memoria viva del mayor de los mandamientos, el mandamiento del amor: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El gesto de Cristo lo representa en vivo ante la mirada de los Apóstoles: "Había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre"; la hora del sumo amor: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

2. Todo esto culmina en la Última Cena, en el Cenáculo de Jerusalén. Estamos convocados para revivir este acontecimiento, la institución del Sacramento admirable, del que la Iglesia vive incesantemente, del Sacramento que constituye la Iglesia en su realidad más auténtica y profunda. No hay Eucaristía sin Iglesia, pero, antes aún, no hay Iglesia sin Eucaristía.

Eucaristía quiere decir acción de gracias. Por esto hemos rezado con el salmo responsorial: "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? (Sal 115, 12). Presentamos sobre el altar las ofrendas del pan y del vino, como incesante acción de gracias por todos los bienes que recibimos de Dios, por los bienes de la creación y de la redención. La redención se ha realizado mediante el Sacrificio de Cristo. La Iglesia, que anuncia la redención y vive de la redención, ha de continuar haciendo presente sacramentalmente este Sacrificio, del cual debe sacar fuerza para ser ella misma.

3. La celebración eucarística in Coena Domini nos lo recuerda con singular elocuencia. La primera lectura, del libro del Éxodo, evoca el momento de la historia del pueblo de la Antigua Alianza en el que con más fuerza ha estado prefigurado el misterio de la Eucaristía: se trata de la institución de la Pascua. El pueblo debía ser liberado de la esclavitud de Egipto, debía dejar la tierra de esclavitud y el precio de este rescate era la sangre del cordero.

Aquel cordero de la Antigua Alianza ha encontrado plenitud de significado en la Nueva Alianza. Esto se ha realizado también mediante el ministerio profético de Juan Bautista, quien, al ver a Jesús de Nazaret que venía al río Jordán para recibir el bautismo, exclamó: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).

No es casual que estas palabras se hayan colocado en el centro de la liturgia eucarística. Nos lo recuerdan las lecturas de la santa Misa de la Cena del Señor para indicar que con este vivo Memorial entramos en la hora de la Pasión de Cristo. Precisamente en esta hora será desvelado el misterio del Cordero de Dios. Las palabras pronunciadas por el Bautista junto al Jordán se cumplirán así claramente. Cristo será crucificado. Como Hijo de Dios aceptará la muerte para liberar al mundo del pecado.

Abramos nuestros corazones, participemos con fe en este gran misterio y aclamemos junto con toda la Iglesia convocada en asamblea eucarística: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!"



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