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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DE INAUGURACIÓN DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

II Domingo de Pascua, 19 de abril de 1998

 

1. «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete iglesias» (Ap 1, 11). Estas palabras del libro del Apocalipsis son muy actuales. En efecto, todas las Iglesias a las que se refieren estaban situadas en Asia. Y nosotros estamos reunidos aquí, esta mañana, para inaugurar, con una solemne liturgia eucarística, la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos.

Los obispos del continente asiático, junto con representantes de otras comunidades eclesiales, se han reunido en Roma para esta importante cita. El fruto de los trabajos sinodales se recogerá después en un libro, que constituirá el documento postsinodal destinado a todas las Iglesias de Asia. En él se «escribirá» lo que el Espíritu sugerirá, de modo análogo a cuanto, al final del primer siglo después de Cristo, hizo Juan, dirigiendo el Apocalipsis a las comunidades cristianas presentes entonces en Asia.

En éxtasis, mientras se encontraba en la isla de Patmos, oyó una voz potente (cf. Ap 1, 10) que le ordenaba escribir las cosas que veía, para enviarlas después a las Iglesias de Asia. Juan refiere que era la voz del Hijo del hombre, que se le presentó en su gloria. Lo vio y cayó a sus pies como muerto. Cristo puso su mano sobre él y le dijo: «No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del infierno. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde » (Ap 1, 17-19).

Venerados hermanos de las Iglesias de Asia, estas mismas palabras se dirigen, en cierto sentido, también a nosotros. Durante los trabajos del Sínodo, debemos escribir lo que testimoniaremos. Como sucesores de los Apóstoles, estamos llamados a anunciar a Cristo crucificado y resucitado. En efecto, la verdad con que avanzamos hacia el tercer milenio es esta: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8).

2. Inauguramos esta Asamblea sinodal el segundo domingo de Pascua. La liturgia recuerda hoy lo que sucedió en el cenáculo de Jerusalén, el domingo después de la Resurrección, cuando Cristo se apareció de nuevo a los Apóstoles, esta vez en presencia de Tomás. En efecto, ya se había producido una aparición ocho días antes, pero Tomás no estaba y, cuando los demás le dijeron: «Hemos visto al Señor», no quiso creer y les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25).

¡Tomás, el incrédulo! Precisamente por él Cristo se apareció ocho días más tarde en el cenáculo, entrando a pesar de que estaban las puertas cerradas. Dijo a los que estaban allí: «Paz a vosotros », y luego, dirigiéndose a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás pronunció entonces las palabras que expresan toda la fe de la Iglesia apostólica: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Y Cristo afirmó: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).

3. «Dichosos los que crean sin haber visto». Los Apóstoles fueron testigos oculares de la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo. Después de ellos, los demás, que no han podido ver todo eso con sus propios ojos, deberán aceptar la verdad transmitida por los primeros testigos, para convertirse a su vez en testigos. La fe de la Iglesia se transmite y vive gracias a esta cadena de testigos que se prolonga de generación en generación. Así, desde el cenáculo de Jerusalén, la Iglesia se ha extendido por todos los países y todos los continentes.

Según una tradición muy antigua, el Evangelio fue llevado a la India por santo Tomás, el apóstol al que Jesús dijo: «Porque me has visto has creído». Tomás, que ya no era incrédulo sino que estaba convencido de la resurrección de su Señor, transmitió a muchas otras personas la certeza expresada en su confesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!». Su fe sigue viva en la India y en Asia.

Queridos hermanos en el episcopado, congregados aquí, la Iglesia que representáis, edificada sobre los cimientos de los Apóstoles, se reúne en Roma hoy, en el umbral del tercer milenio, para los trabajos sinodales, con el fin de transmitir a las generaciones futuras el mismo testimonio de Cristo que dieron los Apóstoles, el mismo testimonio que dio Tomás hace casi veinte siglos.

4. «Jesucristo, el Salvador, y su misión de amor y servicio en Asia: "para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10)». Este es el tema de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos que inauguramos hoy con esta solemne celebración litúrgica. Este tema nos invita a dirigir nuestra mirada a Cristo, de cuyo corazón traspasado brota la fuente inagotable de vida eterna que vivifica nuestra existencia humana. Esta Asamblea sinodal es un tiempo providencial de gracia para todo el pueblo cristiano, y especialmente para los fieles de Asia, que están llamados a un nuevo impulso misionero. Para que este «tiempo» favorable resulte verdaderamente fructífero, hay que presentar una vez más la figura de Jesús y su misión salvífica en todo su esplendor. En los labios de todos debe resonar con renovada conciencia la profesión de fe del apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».

En efecto, sólo manteniendo su mirada fija en Cristo la Iglesia puede responder adecuadamente a las esperanzas y desafíos del continente asiático, así como a los del resto del mundo. El impulso de la nueva evangelización con vistas al tercer milenio exige un conocimiento cada vez más profundo de Jesús y una fidelidad inquebrantable a su Evangelio.

5. Al mismo tiempo, la nueva evangelización requiere una atención respetuosa y un sano discernimiento con respecto a las «realidades asiáticas». Este vasto continente, rico en historia y sabiduría antigua, llega al umbral del año 2000 con la gran variedad de sus pueblos, sus culturas, sus tradiciones y sus religiones.

Junto a la herencia de antiguas civilizaciones, vemos los signos de un progreso tecnológico y económico muy avanzado. Existe una notable diferencia entre pueblos, culturas y estilos de vida. Y, sin embargo, ha habido una larga tradición de convivencia pacífica y tolerancia mutua. Casi en todas partes se aprecia el esfuerzo por alcanzar el progreso humano, y aunque no faltan dificultades y motivos de preocupación, también pueden verse notables signos de esperanza. Las antiguas culturas del continente, con su reconocida sabiduría, ofrecen bases sólidas para construir el Asia del futuro.

¿Cómo podemos ignorar el hecho de que más de tres quintas partes de los habitantes del mundo están en Asia, y que una parte importante de ellos son jóvenes? A esta vasta porción de la humanidad de nuestro tiempo, que vive en el continente asiático, debemos llevarle con entusiasmo y vigor el anuncio pascual que resuena en la liturgia de hoy: «Hemos contemplado, oh Dios, las maravillas de tu amor» (Salmo responsorial); «Hemos visto al Señor» (Evangelio).

6. Queridos hermanos y hermanas, la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla del fervor que unía a la comunidad primitiva y de su actividad misionera, que asombraba al pueblo (cf. Hch 5, 12-13). Ojalá que sea un modelo para nosotros, que hemos sido convocados por el Espíritu del Señor a esta Asamblea especial del Sínodo.

Nos preguntamos: ¿qué debemos hacer para anunciar y dar testimonio de Cristo a los hombres y mujeres que viven en Asia? En el umbral del año 2000, ¿cuál debe ser el compromiso de la Iglesia en este vasto continente, que es antiguo y, sin embargo, presenta nuevas realidades? Fundamentalmente, encontramos la respuesta en la liturgia de hoy: tenemos que dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado, Redentor del mundo. Al mismo tiempo, hemos de proseguir, en lo que nos corresponde, la historia iniciada por los Apóstoles: tenemos la tarea de escribir nuevos capítulos de testimonio cristiano en todo el mundo y, de modo particular, en Asia: desde la India hasta Indonesia, desde Japón hasta el Líbano, desde Corea hasta Kazajstán, desde Vietnam hasta Filipinas, desde Siberia hasta China. Y precisamente a los cató- licos de la China continental y a sus pastores va nuestro pensamiento en este momento. Para que ese Episcopado también pueda estar representado en esta Asamblea sinodal he invitado a tomar parte en ella, además de los obispos que trabajan en la diócesis de Hong Kong, a otros dos obispos, a saber, Matías Duan Yinming, obispo de Wanxian, y su coadjutor, monseñor José Xu Zhixuan. Espero que pronto puedan ocupar su lugar entre nosotros para dar testimonio de la vitalidad de esas comunidades.

En este tiempo todas las Iglesias deben movilizarse, puesto que todas tienen su origen en esa dinámica comunidad de Jerusalén, que sentía de forma tan intensa su deber de anunciar el Evangelio. Todas nacieron de los mismos Apóstoles, testigos de la cruz y la resurrección de Cristo; los mismos Apóstoles que, el día de Pentecostés, por obra del Espíritu Santo, recibieron la luz y la fuerza necesarias para ir por todo el mundo y dar vida a nuevas comunidades de creyentes. Somos los sucesores de esos Apóstoles, y debemos estar dispuestos a aceptar su herencia misionera.

7. «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete iglesias». Sentimos que estas palabras se dirigen de modo particular a nosotros. Durante el Sínodo queremos testimoniar lo que el Espíritu de Cristo dice a las Iglesias del gran continente asiático. Nos preguntaremos cómo escuchan su voz, cómo viven en la comunión de la palabra de Dios y de la Eucaristía, y cómo pueden impulsar la acción evangelizadora entre los pueblos de Asia.

Queremos ponernos a la escucha de cuanto el Espíritu dice a las Iglesias, para que sepan anunciar a Cristo en el ámbito del hinduismo, del budismo, del sintoísmo y de todas las corrientes de pensamiento y de vida que ya estaban arraigadas en Asia antes de que llegara la predicación del Evangelio. Y también queremos reflexionar juntos sobre cómo acogen los hombres de hoy el mensaje de Cristo y cómo continúa hoy entre ellos la historia de la salvación, y cuál es el eco que producen en sus almas las palabras de la buena nueva. Nos preguntaremos en la oración y en la escucha recíproca cómo Cristo, «la piedra que desecharon los arquitectos» (Sal 117, 22), puede ser aún la piedra angular para la construcción de la Iglesia en Asia.

Todo esto a la luz de la Pascua, que inunda nuestro corazón de la alegría y de la paz del Señor resucitado.

«Haec est dies quam fecit Dominus. Exultemus et laetemur in ea!» (Sal 117, 24). Amén.



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