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VIAJE APOSTÓLICO A NIGERIA
[21-23 DE MARZO DE 1998]

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Explanada de Kubwa, Abuya
Lunes, 23 de marzo de 1998

 

«Sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Estas palabras de la carta de san Pablo a los Efesios asumen un significado particular aquí, en la ciudad de Abuja, nueva capital federal. En un sentido muy real, esta ciudad quiere representar el alba de una nueva era para Nigeria y para los nigerianos, una era llena de esperanza, en la que todo ciudadano nigeriano, todo hombre y toda mujer, está llamado a desempeñar un papel en la construcción de una nueva realidad en este país. Nigeria, como toda África, busca satisfacer las aspiraciones de su pueblo, superar los efectos de la pobreza, los conflictos, las guerras, la desesperación, a fin de poder aprovechar bien los inmensos recursos del continente y lograr la estabilidad política y social. África necesita esperanza, paz, alegría, armonía, amor y unidad: es lo que afirmaron los padres de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (cf. Ecclesia in Africa, 40). Eso mismo pedimos a Dios hoy en nuestra oración.

Desde Abuja deseo expresar mi estima y afecto a todos los nigerianos: a vosotros, presentes en esta liturgia eucarística, y a cuantos la siguen a través de la televisión y la radio. Dirijo un saludo particular al arzobispo John Onaiyekan, a los demás obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de todas las Iglesias particulares de Nigeria y de otras partes de África. Saludo a los miembros del Gobierno, a los líderes tradicionales y a las demás autoridades presentes esta mañana. Doy una cordial bienvenida a los miembros de las demás Iglesias y comunidades eclesiales cristianas, representadas en la Asociación cristiana de Nigeria, y a los seguidores de las demás tradiciones religiosas que se han unido a nosotros, en particular a los miembros de la comunidad musulmana.

2. Queridos hermanos y hermanas en Cristo, han pasado ya dieciséis años desde mi última visita a Nigeria. El calor de vuestra acogida me hace sentir, una vez más, en casa. Y ¿no estamos todos llamados a sentirnos en casa como miembros de la única gran familia de Dios? Esto es precisamente lo que nos dice san Pablo: somos «familiares de Dios», o sea, miembros de la familia de Dios.

En el orden natural, la familia constituye el fundamento y la base de todas las comunidades y sociedades humanas. De ese núcleo, que es la familia, derivan los clanes, las tribus, los pueblos y los Estados; también la gran familia de las naciones africanas nace, en definitiva, de la familia humana, compuesta por marido y mujer, madre, padre e hijos.

La cultura y la tradición africanas tienen en gran estima a la familia. Por eso, los pueblos de África se alegran por el don de la nueva vida, una vida que es concebida y nace; rechazan espontáneamente la idea de que la vida puede ser destruida en el seno materno, incluso cuando las así llamadas «civilizaciones avanzadas» tratan de llevarlos por esa dirección; muestran respeto a la vida humana hasta su término natural y reservan un lugar en el seno de la familia a los padres y parientes ancianos (cf. Ecclesia in Africa, 43). Las culturas africanas tienen un agudo sentido de la solidaridad y de la vida comunitaria, especialmente por lo que atañe a la gran familia y a la aldea (cf. ib.). Estos son signos que comprendéis y que cumplen las exigencias de la justicia y la integridad a las que se refiere el profeta Isaías en la primera lectura (cf. Is 56, 1). Precisamente en las relaciones dentro de la familia y entre las familias, la justicia y la integridad se convierten en una realidad inmediata y un compromiso práctico.

3. Cuando este orden natural es elevado al orden sobrenatural nos transformamos en miembros de la familia de Dios y llegamos a ser templos espirituales donde mora el Espíritu de Dios. Sin embargo, ¿cómo puede acceder a lo sobrenatural lo que es natural? ¿Cómo nos convertimos en miembros de la familia de Dios y en templos sagrados para que more en nosotros el Espíritu de Dios?

La realidad de la familia, tal como existe en el ámbito cultural y social, es elevada por la gracia a un nivel superior. Entre los bautizados, las relaciones en el seno de la familia asumen un carácter nuevo: se convierten en una comunión de vida y de amor, llena de gracia, al servicio de la comunidad más amplia. Además, edifican la Iglesia, familia de Dios (cf. Lumen gentium, 6). La Iglesia, por su misión evangelizadora y su presencia activa en todo el mundo, da un nuevo significado al concepto mismo de familia y, en consecuencia, al concepto de nación como «familia de familias» y al de mundo como «familia de naciones».

Un signo admirable del carácter universal de la familia de Dios, que incluye realmente a todos los pueblos, fue la beatificación que celebramos ayer, en Onitsha, en honor de uno de los hijos de Nigeria, la primera ceremonia de este tipo realizada en tierra nigeriana. Constituyó una fiesta familiar para el pueblo y la nación nigerianos. Al mismo tiempo, fue una celebración para toda la familia de Dios: toda la Iglesia de Dios, esparcida por el mundo, se alegró con la Iglesia que está en Nigeria, y ahora ha recibido de Nigeria el edificante ejemplo de la vida y el testimonio del beato Cipriano Miguel Iwene Tansi.

En el orden humano, el padre Tansi era hijo de este país. Nació en el Estado de Anambra. Sin embargo, en el orden sobrenatural de la gracia, se convirtió en algo más: sin perder su índole original, trascendió sus orígenes terrenos y se transformó, como dice san Pablo, en un miembro de la «familia de Dios», «edificado sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2, 19-20).

Por la gracia, fue «colmado de alegría en la casa de oración» (cf. Is 56, 7). Comprendió que la casa de Dios es una «casa de oración para todos los pueblos» (Is 56, 7). Es una casa de oración para los hausa, los yoruba y los igbo. Es una casa de oración para los efik, los tiv, los edo, los guari, y para muchos otros pueblos, demasiado numerosos como para citarlos aquí, que habitan en esta tierra de Nigeria. Y no sólo lo es para estos pueblos, sino también para todos los pueblos de África, de Europa, de Asia, de Oceanía y de América: «Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos».

4. En el evangelio de hoy, Jesús mismo nos enseña cómo se ha de entender la familia de Dios y cómo ésta puede abarcar a todos los pueblos. Nos dice: «Quien cumpla la voluntad de Dios ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).

Con esas palabras, Jesús revela un secreto de su reino.

Nos habla de la relación con María, su madre. Aunque Jesús la amaba mucho por ser su madre, la amaba aún más porque hacía la voluntad del Padre celestial. En la Anunciación respondió «sí» a la voluntad de Dios, manifestada por el ángel Gabriel (cf. Lc 1, 26-38). Compartió, en todas sus etapas, la vida y la misión de su Hijo, hasta el pie de la cruz (cf. Jn 19, 25). Como María, también nosotros aprendemos y aceptamos que toda relación humana es renovada, elevada, purificada, y recibe nuevo significado por la gracia de Cristo: «Por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu (...), edificados hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 18-22).

Esta es la casa espiritual que los misioneros comenzaron a construir hace más de cien años. Nigeria tiene una gran deuda de gratitud hacia ellos por sus esfuerzos de evangelización, realizados sobre todo en las escuelas, en los hospitales y en otras áreas del servicio social. Siguiendo el ejemplo de estos intrépidos heraldos del Evangelio, la Iglesia católica en Nigeria está profundamente comprometida en la lucha por el desarrollo humano integral. Dios ha bendecido a la Iglesia en Nigeria hasta el punto de que los misioneros nigerianos trabajan fuera de sus diócesis, en otros países africanos y en otros continentes. Guiada por vuestros obispos y sacerdotes, toda la comunidad católica debe seguir avanzando por ese camino, colaborando con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, mediante un intenso diálogo ecuménico e interreligioso.

Con el fin de edificar la casa espiritual de Dios, la Iglesia invita a todos sus miembros a tratar siempre con compasión a los necesitados: a los pobres, a los enfermos y a los ancianos, a los refugiados que se han visto obligados a huir de la violencia y de los conflictos de sus países; a los hombres, mujeres y niños afectados por el sida, que sigue causando numerosas víctimas en este continente y en todo el mundo; a todas las personas que sufren persecución, dolor y pobreza. La Iglesia enseña el respeto a toda persona, a toda vida humana. Predica la justicia y el amor, e insiste en los deberes tanto como en los derechos: los derechos y deberes de los ciudadanos, de los empresarios y de los trabajadores, del Gobierno y del pueblo.

En efecto, existen derechos humanos fundamentales, de los que ninguna persona puede jamás verse legítimamente privada, dado que están arraigados en la naturaleza de la persona humana y reflejan las exigencias objetivas e inviolables de una ley moral universal. Esos derechos sirven de fundamento y de medida para cualquier sociedad y organización humana. El respeto a toda persona humana, a su dignidad y sus derechos, debe ser siempre el principio inspirador y guía de vuestros esfuerzos por incrementar la democracia y reforzar el entramado social de vuestro país. La dignidad de cada ser humano, sus inalienables derechos fundamentales, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia, el sentido de solidaridad y el rechazo de la discriminación: son las piedras con las que se ha de construir una Nigeria nueva y mejor.

5. Toda la Iglesia se está preparando para celebrar el bimilenario del nacimiento de Cristo, el Verbo de Dios que se hizo hombre. Por eso, os digo: hoy vosotros sois la esperanza de nuestra Iglesia, que cumple dos mil años. Al ser jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía. Seguid el camino de la santidad. Así seréis signo de Dios en el mundo y reviviréis en vuestro país la epopeya misionera de la Iglesia primitiva (cf. Ecclesia in Africa, 136).

El gran jubileo quiere vivificar el espíritu de renovación proclamado por el profeta Isaías y confirmado por Jesús: anunciar la buena nueva a los pobres, proclamar la liberación a los prisioneros, devolver la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4, 18). Haced que este espíritu sea el auténtico clima de vuestra vida nacional. Que este tiempo de transición sea un tiempo de libertad, de perdón, de unión y de solidaridad.

El beato Cipriano Miguel Tansi comprendió claramente que es imposible realizar algo duradero al servicio de Dios y del propio país sin una verdadera santidad y una verdadera caridad. Seguid su ejemplo. Dirigid a él vuestras oraciones por las necesidades de vuestras familias y de toda la nación.

Con gratitud por todo lo que la divina Providencia sigue haciendo por el pueblo de Nigeria, repitamos las palabras del salmista:

«Cantad al Señor, bendecid su nombre (...). Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones» (Sal 95, 2-3). Amén.

 



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