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VISITA PASTORAL A CHIAVARI Y BRESCIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE GIUSEPPE TOVINI


Estadio municipal de Brescia
Domingo 20 de septiembre de 1998

 

1. «Pedro, ¿me amas?» (cf. Jn 21, 15).

En esta solemne celebración eucarística, con la que concluye el centenario del nacimiento del siervo de Dios Pablo VI, se ha proclamado el evangelio en que Cristo pregunta a Pedro si lo ama. Antes de encomendarle la función de jefe del colegio apostólico y la misión de ser el fundamento de la unidad de la Iglesia, Cristo examina a Pedro sobre el amor: «¿Me amas?». Y lo hace porque el servicio al que quiere llamarlo es un servicio de amor a Dios, a la Iglesia y a la humanidad.

En la primera lectura hemos escuchado también las palabras del libro del profeta Isaías: «El Señor (...) me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres» (Is 61, 1). Esas palabras traen a la memoria el testimonio evangélico de Giuseppe Tovini, a quien hoy he tenido la alegría de elevar al honor de los altares. Murió el mismo año en que nació Giovanni Battista Montini. El futuro Papa testimonió en numerosas ocasiones que había oído de labios de su padre y de amigos de su familia muchos episodios acerca del compromiso católico de Tovini y de las iniciativas que había promovido con otros brescianos valientes. Me alegra que la beatificación de esta figura tan destacada se haya llevado a cabo durante la clausura del centenario del nacimiento de Pablo VI.

Os saludo con afecto a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas que tomáis parte en esta solemne asamblea eucarística. Saludo al obispo de Brescia, el querido monseñor Bruno Foresti, al señor cardenal Martini y a todos los obispos de Lombardía, así como a los obispos huéspedes. Dirijo un saludo particular a monseñor Giovanni Battista Re, que nació en esta tierra y se formó en el seminario de Brescia. Saludo, asimismo, a monseñor Pasquale Macchi, que durante muchos años fue secretario particular del Papa Pablo VI. Dirijo un cordial saludo al representante del Gobierno y a todas las autoridades presentes.

Con intenso afecto te saludo a ti, ciudad de Brescia, tan rica en obras de inspiración cristiana; saludo a tus sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los numerosísimos laicos que se han distinguido y se distinguen en los diferentes cargos eclesiales y civiles por su compromiso religioso, social y cultural.

2. «Pedro, ¿me amas?». Podemos decir que toda la vida de Pablo VI fue una respuesta a esta pregunta de Cristo: una gran prueba de amor a Dios, a la Iglesia y a los hombres. Amó a Dios como Padre condescendiente y solícito y, en los momentos importantes de su existencia, especialmente en los de mayor dificultad y sufrimiento, mostró siempre un fortísimo sentido de la paternidad divina.

Cuando, siendo arzobispo de Milán, decidió realizar una misión popular para dar un nuevo impulso a la tradición cristiana de la ciudad, eligió como tema fundamental: Dios es Padre. Asimismo, al concluir su vida terrena en Castelgandolfo, el 6 de agosto de hace veinte años, quiso rezar como última oración el padrenuestro. ¿Y qué decir de su amor apasionado a Cristo? Su espiritualidad fue esencialmente cristocéntrica. En la homilía que pronunció al comienzo de su pontificado explicó que había elegido el nombre de Pablo, porque es el Apóstol «que amó en grado supremo a Cristo, que en grado supremo deseó y se esforzó por llevar el evangelio de Cristo a todas las gentes, y que dio su vida por el nombre de Cristo» (Homilía del 30 de junio de 1963). Y en otra ocasión añadió que es imposible prescindir de Cristo, «si queremos saber algo seguro, completo y revelado, sobre Dios; o, mejor, si queremos tener una relación viva, directa y auténtica con Dios» (Audiencia general del 18 de diciembre de 1968).

3. Además de su amor a Dios Padre y a Cristo Maestro, Pablo VI tuvo un intenso amor a la Iglesia, por la que consumió todas sus energías físicas, intelectuales y espirituales, como testimonia la conmovedora confesión que hizo en su Meditación ante la muerte: «La Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; (...) y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).

De ese amor a Cristo y a la Iglesia brotaba casi espontáneamente su celo pastoral por el hombre, con aguda intuición de las dificultades y las expectativas de la época contemporánea. Pocos como él supieron interpretar las inquietudes, los anhelos, los esfuerzos y las aspiraciones de los hombres de nuestro siglo.

Quiso caminar a su lado; por eso, se hizo peregrino por sus sendas, saliendo a su encuentro donde vivían y luchaban por construir un mundo más atento y respetuoso de la dignidad de todo ser humano.

Quiso ser servidor de una Iglesia evangelizadora de los pobres, llamada a construir, junto con todas las personas de buena voluntad, la «civilización del amor», donde a los últimos no les tocan sólo las migajas del progreso económico y civil, sino donde deben reinar la justicia y la solidaridad.

4. Esta singular sensibilidad del Papa Montini por las grandes cuestiones sociales de nuestro siglo hunde sus raíces en la tierra bresciana. En su misma familia, y después, durante los años de la juventud que pasó en Brescia, respiró el clima y el fervor de iniciativas que hicieron del catolicismo bresciano uno de los puntos de referencia significativos de la presencia de los católicos en la vida social y política del país. Al comienzo de su pontificado, dirigiéndose a sus paisanos, Pablo VI expresaba esta deuda de gratitud: «Brescia, ciudad donde nací y donde recibí en gran parte la tradición civil, espiritual y humana; además, me enseñó qué es la vida en este mundo y siempre me ofreció un marco que, a mi parecer, resiste ante las sucesivas experiencias, dispuestas en el decurso de los años por la divina Providencia» (Discurso a una peregrinación de Milán y Brescia, 29 de junio de 1963).

5. Un gran testigo del Evangelio encarnado en las vicisitudes sociales y económicas de la Italia del siglo pasado es, ciertamente, el beato Giuseppe Tovini. Brilla por su fuerte personalidad, por su profunda espiritualidad familiar y laical, así como por el empeño con que se prodigó para mejorar la sociedad. Si observamos bien, entre Tovini y Giovanni Battista Montini existe un íntimo y profundo vínculo espiritual e ideal.

En efecto, el mismo Pontífice escribió sobre Tovini: «El recuerdo que dejó entre las primeras personas que conocí y estimé era tan vivo y presente, que muy a menudo escuché comentarios y encomios de su singular persona y de sus diversas actividades; oí con sorpresa expresiones de admiración ante su virtud y de añoranza por su muerte prematura » (Prólogo de Giovanni Battista Montini a la biografía de Giuseppe Tovini, escrita por el padre Antonio Cistellini en 1953, p. I).

6. Giuseppe Tovini, ferviente, leal y activo en la vida social y política, proclamó con su vida el mensaje cristiano, siempre fiel a las indicaciones del Magisterio de la Iglesia. La defensa de la fe fue su constante preocupación, pues, como afirmó en un congreso, estaba convencido de que «nuestros hijos sin la fe no serán jamás ricos; con la fe no serán jamás pobres». Vivió en un período delicado de la historia italiana y de la misma Iglesia, y vio muy claro que no era posible responder plenamente a la llamada de Dios sin una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales.

Tuvo una mirada profética, respondiendo con audacia apostólica a las exigencias de los tiempos que, a la luz de las nuevas formas de discriminación, pedían que los creyentes realizaran una obra más eficaz de animación de las realidades temporales.

Gracias a la competencia jurídica y al rigor profesional que lo distinguían, promovió y guió numerosas organizaciones sociales, asumiendo también cargos políticos en Cividate Camuno y en Brescia, con el deseo de dar a conocer la doctrina y la moral cristiana al pueblo. Consideró el esfuerzo por la educación como una prioridad, y, entre sus numerosas iniciativas, sobresalió la defensa de la escuela y de la libertad de enseñanza.

Con medios humildes y con gran valentía, se prodigó incansablemente para salvar lo más característico de la sociedad bresciana e italiana, es decir, su patrimonio religioso y moral.

La honradez y la coherencia de Tovini tenían sus raíces en su relación profunda y vital con Dios, que alimentaba constantemente con la Eucaristía, la meditación y la devoción a la Virgen. De la escucha de Dios en la oración constante obtenía la luz y la fortaleza para las grandes batallas sociales y políticas que debió sostener a fin de tutelar los valores cristianos. Testigo de su piedad es la iglesia de San Lucas, con la hermosa imagen de la Inmaculada, donde se encuentran ahora sus restos mortales.

Ya en vísperas del tercer milenio, Giuseppe Tovini, a quien hoy contemplamos en la gloria del paraíso, nos anima. Queridos fieles laicos de Brescia y de Italia, os invito sobre todo a vosotros a dirigir vuestra mirada a este gran apóstol social, que supo dar esperanza a cuantos no tenían voz en la sociedad de su tiempo, para que su ejemplo os estimule y aliente a todos a trabajar también hoy y siempre con generosidad en la defensa y en la difusión de la verdad y de las exigencias del Evangelio. Que él desde el cielo os proteja y os sostenga con su intercesión.

Queridos brescianos, habéis recibido una gran herencia religiosa y civil: conservadla como un patrimonio incomparable, y dad testimonio activo de ella con la genialidad y la coherencia, la fidelidad y la perseverancia que distinguieron a Pablo VI y a Giuseppe Tovini.

7. «He librado una buena batalla (...). El Señor me ha asistido» (2Tm 4, 7.17). Estas palabras de la segunda lectura de la misa resumen la experiencia espiritual de las dos personalidades que hoy recordamos con devota admiración. Demos gracias a Dios por su testimonio: es un don precioso no sólo para Brescia, sino también para Italia y para la humanidad entera. El paso del tiempo no debe debilitar su recuerdo. En campos diversos y con responsabilidades diferentes, sembraron mucho bien y libraron una buena batalla: la batalla de la verdad y de la civilización del amor.

Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a recoger su herencia y a seguir sus huellas, para que también nosotros, como el apóstol Pedro, podamos responder a Cristo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (Jn 21, 17). Amén.

 



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