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MISA DE BEATIFICACIÓN DE CUATRO SIERVOS DE DIOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo 25 de octubre de 1998

 

1. «Que los humildes escuchen y se alegren» (Sal 33, 3). Con estas palabras, la liturgia de hoy nos invita a la alegría, a la vez que damos gracias al Señor por el don de los nuevos beatos. La alegría de la Iglesia se expresa en el canto de alabanza que la asamblea eleva al cielo. Sí, que los humildes escuchen y se alegren, considerando las obras que Dios realiza en la vida de sus siervos fieles. La Iglesia, que es el «pueblo de los humildes», escucha y se alegra, porque en estos miembros suyos, incluidos entre los beatos, ve reflejado el amor misericordioso del Padre celestial. Con la liturgia hacemos nuestras las palabras inspiradas de Jesús: «Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los secretos del Reino a los pequeños» (Aleluya).

Los «pequeños»: ¡cuán diferente es la lógica de los hombres con respecto a la divina! Los «pequeños», según el Evangelio, son las personas que, reconociéndose como criaturas de Dios, huyen de toda presunción: ponen toda su esperanza en el Señor y por eso jamás se quedan defraudadas. Ésta es la actitud fundamental del creyente: la fe y la humildad son inseparables. Lo prueba también el testimonio que dieron los nuevos beatos: Ceferino Agostini, Antonio de Santa Ana Galvão, Faustino Míguez y Teodora Guerin. Cuanto más grande es una persona en la fe, tanto más se siente «pequeña», a imagen de Cristo Jesús, que, «siendo de condición divina (...), se despojó de sí mismo» (Flp 2, 6-7), y vino a los hombres como su servidor.

2. Los nuevos beatos son para nosotros ejemplos que debemos imitar y testigos que debemos seguir. Confiaron en Dios. Su existencia demuestra que la fuerza de los pequeños es la oración, como pone de relieve la palabra de Dios de este domingo. Los santos, los beatos son, ante todo, hombres y mujeres de oración: bendicen al Señor en todo momento, en su boca está siempre su alabanza; gritan y el Señor los escucha, los libra de sus angustias, como nos ha recordado el Salmo responsorial (cf. Sal 33, 2. 18). Su oración atraviesa las nubes, es incesante; no descansan y no cejan, hasta que el Altísimo los atiende (cf. Si 35, 16-18).

La fuerza de la oración de los hombres y mujeres espirituales va acompañada siempre por la profunda conciencia de su limitación y de su indignidad. La fe, y no la presunción, alimenta la valentía y la fidelidad de los discípulos de Cristo. Como el apóstol Pablo, saben que el Señor reserva la corona de justicia para cuantos esperan con amor su manifestación (cf. 2 Tm 4, 8).

3. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas» (2 Tm 4, 17).

Estas palabras del Apóstol a Timoteo se aplican muy bien a don Ceferino Agostini, que, a pesar de numerosas dificultades, jamás se desanimó. Se nos presenta hoy como humilde y firme testigo del Evangelio, en el fecundo período de la Iglesia veronesa de fines del siglo XIX. Fue firme su fe, eficaz su acción caritativa y ardiente el espíritu sacerdotal que lo caracterizó.

El amor del Señor lo impulsó en su apostolado dirigido a los más pobres y, en particular, a la educación cristiana de las muchachas, especialmente las más necesitadas. Había comprendido muy bien la importancia de la mujer como protagonista de la renovación de la sociedad, en su papel de educadora en los valores de la libertad, de la honradez y de la caridad.

A las ursulinas, sus hijas espirituales, recomendaba: «Las muchachas pobres sean el objeto más preciado de vuestra solicitud y de vuestras atenciones. Sensibilizad su mente, educad su corazón en la virtud, y salvad su alma del pestífero contacto con el mundo perverso» (Escritos a las ursulinas, 289). Que su ejemplo constituya un aliciente para cuantos hoy lo honran como beato y lo invocan como protector.

4. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje» (2 Tm 4, 17).

Estas palabras de san Pablo a Timoteo reflejan muy bien la vida de fray Antonio de Santa Ana Galvão, que quiso responder a su consagración religiosa dedicándose con amor y devoción a los afligidos, a los enfermos y a los esclavos de su época en Brasil.

Demos gracias a Dios por los continuos beneficios otorgados mediante la fuerza evangelizadora que el Espíritu Santo ha infundido hasta hoy en tantas almas, a través de fray Galvão. Su fe genuinamente franciscana, vivida evangélicamente y gastada apostólicamente al servicio del prójimo, servirá de estímulo para imitarlo como «hombre de paz y de caridad». La misión de fundar los Retiros dedicados a Nuestra Señora y a la Providencia sigue produciendo frutos sorprendentes: fue fervoroso adorador de la Eucaristía, maestro y defensor de la caridad evangélica, consejero prudente de la vida espiritual de tantas almas y defensor de los pobres. Que María Inmaculada, de quien fray Galvão se consideraba «hijo y esclavo perpetuo», ilumine el corazón de los fieles y suscite en ellos el hambre de Dios, hasta la entrega al servicio del Reino, mediante su testimonio de vida auténticamente cristiana.

5. «El que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 14). Al elevar a la gloria de los altares al sacerdote escolapio Faustino Míguez se cumplen estas palabras de Jesús que hemos escuchado en el evangelio. El nuevo beato, renunciando a sus propias ambiciones, siguió a Jesús Maestro y consagró su vida a la enseñanza de la infancia y la juventud, al estilo de san José de Calasanz. Como educador, su meta fue la formación integral de la persona. Como sacerdote, buscó sin descanso la santidad de las almas. Como científico, quiso paliar la enfermedad liberando a la humanidad que sufre en el cuerpo. En la escuela y la calle, en el confesionario y el laboratorio, el padre Faustino Míguez fue siempre transparencia de Cristo, que acoge, perdona y anima.

«Hombre del pueblo y para el pueblo », nada ni nadie le fue ajeno. Por eso constata la situación de ignorancia y marginación en la que vive la mujer, a la que considera el «alma de la familia y la parte más interesante de la sociedad». Con el fin de guiarla desde su infancia por el camino de la promoción humana y cristiana, funda el Instituto Calasancio de Hijas de la Divina Pastora, para la educación de las niñas en la piedad y las letras.

Su ejemplo luminoso, entretejido de oración, estudio y apostolado, se prolonga hoy en el testimonio de sus hijas y de tantos educadores que trabajan con denuedo e ilusión para grabar la imagen de Jesús en la inteligencia y el corazón de la juventud.

6. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje» (2 Tm 4, 17).

Con estas palabras dirigidas a Timoteo, san Pablo recuerda los años de su ministerio apostólico y confirma su esperanza en el Señor frente a la adversidad.

Las palabras del Apóstol se grabaron en el corazón de la madre Teodora Guerin cuando, en el año 1840, con sus cinco compañeras, abandonó su tierra natal, Francia, para afrontar las incertidumbres y los peligros del territorio fronterizo de Indiana. Su vida y su obra estuvieron guiadas siempre por la mano segura de la Providencia, en la que tenía plena confianza. Comprendió que debía consagrarse al servicio de Dios, tratando siempre de cumplir su voluntad. A pesar de las dificultades e incomprensiones iniciales y de los sucesivos sufrimientos y aflicciones, sintió profundamente que Dios bendecía su congregación de Hermanas de la Providencia, haciéndola crecer y creando una unión de corazones entre sus miembros. En las escuelas y los orfanatos de la congregación, el testimonio de la madre Teodora hizo que numerosos muchachos y muchachas experimentaran en su vida la protección amorosa de Dios.

Hoy, sigue enseñando a los cristianos a abandonarse en manos de la providencia de nuestro Padre celestial y a esforzarse con todo empeño por hacer lo que le agrada. La vida de la beata Teodora Guerin testimonia que todo es posible con Dios y por Dios. Que sus hijas espirituales y todos los que han experimentado su carisma vivan ese mismo espíritu hoy.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido de diversas partes del mundo para participar en esta solemne celebración, os saludo cordialmente y os agradezco vuestra presencia.

El testimonio que dieron los nuevos beatos nos aliente a proseguir con generosidad por el camino del Evangelio. Al contemplarlos a ellos, que hallaron gracia ante Dios por su humilde obediencia a su voluntad, nuestro espíritu se sienta impulsado a seguir el Evangelio con paciente y constante generosidad.

«Quien sirve a Dios, es aceptado, su plegaria sube hasta las nubes» (Si 35, 16). La gran lección que nos dan nuestros hermanos es ésta: honrar, amar y servir a Dios con toda nuestra vida, conscientes siempre de que «todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc, 18, 14).

Dios, que «escucha las súplicas del oprimido» (Si 35, 13); que «está cerca de los atribulados» (Sal 33, 19); que libra a los pobres «de sus angustias» (Sal 33, 18); y que recompensa a los justos y restablece la justicia (cf. Si 35, 18), abra a todos con generosidad los tesoros de su misericordia.

Que la Virgen María, Reina de todos los santos, nos obtenga a nosotros y a todos los creyentes el don de la humildad y de la fidelidad, para que nuestra oración sea siempre auténtica y agradable al Señor. Amén.



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