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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
PARA LA INAUGURACIÓN DEL AÑO ACADÉMICO EN LAS UNIVERSIDADES PONTIFICIAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Viernes 15 de octubre 1999

 

1. "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia" (Rm 4, 3). Las palabras del apóstol san Pablo, que acaban de resonar en esta basílica, nos introducen en el centro de la liturgia de hoy, con la que inauguramos el año académico 1999-2000.

Con gran afecto saludo al señor cardenal Pio Laghi, prefecto de la Congregación para la educación católica. Os saludo a vosotros, queridos rectores, profesores y alumnos, que habéis querido participar en esta solemne celebración eucarística. A todos os deseo un provechoso año académico. Éste será un año particular, puesto que coincide con el gran jubileo del año 2000. Quiera Dios que este tiempo de alegría sea para vosotros una ocasión propicia no sólo para profundizar el conocimiento teológico, sino sobre todo para crecer en la fe en Jesucristo.

2. El Apóstol habla de esta fe, presentando el ejemplo de Abraham, padre de los creyentes. Ilustra un punto fundamental de su predicación apostólica:  la fe como fundamento de la justificación. El hombre es justificado ante Dios mediante la fe. La justicia que salva al hombre no deriva de las obras de la ley, sino de la fe, es decir, de su actitud de apertura total y acogida plena de la gracia de Dios, que transforma al ser humano y lo convierte en una nueva criatura.

El acto de fe no consiste simplemente en la adhesión del intelecto a las verdades reveladas por Dios; y tampoco en una actitud de entrega confiando en la acción de Dios. Es, más bien, la síntesis de ambos elementos, porque implica tanto la esfera intelectual como la afectiva, al ser un acto integral de la persona humana.

Estas reflexiones sobre la naturaleza de la fe tienen consecuencias inmediatas para el modo de elaborar, enseñar y aprender la teología. En efecto, si el acto de fe que lleva a la justificación del hombre implica a la persona en su totalidad, también la reflexión teológica sobre la revelación divina y sobre la respuesta humana ha de tener debidamente en cuenta los múltiples aspectos ―intelectual, afectivo, moral y espiritual―, que intervienen en la relación de comunión entre Dios y el creyente.

3. "Dije: confesaré al Señor mi pecado" (Sal 32, 5). El Salmo responsorial que hemos repetido juntos subraya la conciencia tanto de la imposibilidad de llegar a Dios únicamente con nuestras fuerzas como de nuestra condición de pecadores. La persona humana, partiendo de la toma de conciencia de que está alejada de Dios, busca el encuentro con él y se abre a la acción de la gracia.

Mediante la fe, el hombre acoge la salvación que le ofrece el Padre en Jesucristo. Es verdaderamente dichoso el hombre a quien el Señor da la salvación (cf. estribillo del Salmo responsorial); el corazón de quien está en paz con Dios rebosa alegría: "Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo todos los de recto corazón" (Sal 32, 11).

La primera parte del pasaje evangélico de hoy se refiere a esta sincera confesión de los propios pecados y a la necesidad de abrirse a la acción de Dios. Jesús define "levadura de los fariseos" la dureza del corazón que no quiere reconocer las propias culpas y la incapacidad para acoger el don de Dios:  "Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía" (Lc 12, 1). Con estas palabras, Jesús no sólo condena la actitud de falsedad y el afán de hacerse notar, sino también la presunción de creerse justos, que excluye toda posibilidad de auténtica conversión y de fe en Dios.

El acto de fe considerado en su integridad debe traducirse necesariamente en actitudes y decisiones concretas. De este modo, es posible superar la aparente contraposición entre la fe y las obras. Una fe entendida en sentido pleno no es un elemento abstracto, separado de la vida diaria; al contrario, abarca todas las dimensiones de la persona, incluidos sus ámbitos existenciales y sus experiencias vitales.

Un ejemplo elocuente de esta síntesis entre fe y obras, contemplación y acción, es la santa carmelita Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, cuya fiesta celebramos precisamente hoy. Alcanzó la cumbre de la intimidad con Dios y, al mismo tiempo, fue siempre muy activa desde el punto de vista apostólico y muy concreta en su acción. Su experiencia mística, como la de todos los santos, demuestra claramente que en quien busca a Dios todo converge hacia un único centro:  la respuesta total a Dios que se comunica. También la teología, fiel a su índole de reflexión sapiencial sobre la fe, desemboca por su misma naturaleza en los campos de la moral y la espiritualidad.

4. En el texto de san Lucas que acabamos de proclamar, leemos: "Nada hay oculto que no haya de descubrirse" (Lc 12, 2). Esta expresión no indica simplemente el hecho de que Dios escruta el corazón de todo hombre. Lo que está oculto y ha de ser revelado reviste un significado mucho más amplio y tiene alcance universal:  se trata del anuncio evangélico sembrado en lo más íntimo de las conciencias, que hay que proclamar hasta los confines de la tierra.

Estas palabras de Jesús añaden un elemento importante a la reflexión sobre el acto de fe:  el paso de la esfera personal y, por decirlo así, de la intimidad del hombre, a la esfera comunitaria y misionera. La fe, para que sea plena y madura, tiene que ser comunicada, prolongando en cierto sentido el movimiento que parte del amor trinitario y tiende a abrazar a la humanidad y a la creación entera.

5. El anuncio evangélico no carece de riesgos. La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de fidelidad heroica al Evangelio. También durante nuestro siglo, incluso en nuestros días, numerosos hermanos y hermanas en la fe han sellado con el supremo sacrificio de la vida su adhesión plena a Cristo y su servicio al reino de Dios.

Ante la perspectiva de la renuncia y del sacrificio, que en algunos casos puede llevar hasta el martirio, nos sostienen las palabras consoladoras de Jesús:  "No temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más" (Lc 12, 4). Las fuerzas del mal intentan entorpecer el progreso del Evangelio, tratan de anular la obra de la salvación y matar a los testigos de Cristo; pero precisamente el sacrificio de estos valientes obreros de la viña del Señor constituye la prueba elocuente del poder de Dios. ¡Cuántos momentos de prueba ha superado la Iglesia con la fuerza del Espíritu Santo! ¡Cuántos mártires de nuestro siglo han entregado su vida por la causa de Cristo! De su sacrificio han brotado abundantes frutos para la Iglesia y para el reino de Dios.

Por eso, al comienzo de este nuevo año académico nos consuelan y animan las palabras de Jesús: "No temáis" (Lc 12, 7). Queridos hermanos, no tengamos miedo de abrir las puertas de nuestro corazón a la fe, de convertirla en experiencia viva en nuestra existencia y de anunciarla continuamente a nuestros hermanos.

La santísima Virgen, modelo de fe y sede de la Sabiduría divina, nos haga discípulos fieles de su Hijo Jesús y heraldos generosos de su Palabra.

Amén.

 



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