CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES
Y ENTREGA DEL ANILLO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Miércoles 22 de octubre de 2003
1. "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Durante estos veinticinco años de pontificado, ¡cuántas veces he repetido estas palabras! Las he pronunciado en las principales lenguas del mundo y en numerosas partes de la tierra. En efecto, el Sucesor de Pedro no puede olvidar jamás el diálogo que se entabló entre el Maestro y el Apóstol: "Tú eres el Cristo...", "Tú eres Pedro...".
Pero este "tú" está precedido por un "vosotros": "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?" (Mt 16, 15). Esta pregunta de Jesús se dirige al grupo de los discípulos, y Simón responde en nombre de todos. El primer servicio que Pedro y sus Sucesores realizan a la comunidad de los creyentes es precisamente este: profesar la fe en "Cristo, Hijo de Dios vivo".
2. "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Hoy renovamos la profesión de fe del apóstol Pedro en esta basílica, que lleva su nombre. En esta basílica los Obispos de Roma, que se suceden a lo largo de los siglos, convocan a los creyentes de la urbe y del orbe y los confirman en la verdad y en la unidad de la fe. Pero, al mismo tiempo, como bien expresa delante de nosotros la columnata de Bernini, esta basílica abre de par en par sus brazos a la humanidad entera, como queriendo indicar que la Iglesia es enviada a anunciar la buena nueva a todos los hombres, sin excepción.
Unidad y apertura, comunión y misión: esta es la vida de la Iglesia. Esta es, en particular, la doble dimensión del ministerio petrino: servicio de unidad y de misión. El Obispo de Roma tiene la alegría de compartir este servicio con los demás sucesores de los Apóstoles, unidos a él en el único Colegio episcopal.
3. Según una antigua tradición, en este servicio el Sucesor de Pedro se vale, de modo particular, de la colaboración de los cardenales. En su Colegio se refleja la universalidad de la Iglesia, único pueblo de Dios extendido por la multiplicidad de las naciones (cf. Lumen gentium, 13).
En esta circunstancia me complace expresaros, amadísimos y venerados hermanos cardenales, mi gratitud por la valiosa ayuda que me garantizáis. De modo especial, quisiera saludar también a los nuevos miembros del Colegio cardenalicio. El anillo que dentro de poco os entregaré, venerados hermanos, es símbolo del renovado vínculo que os une íntimamente a la Iglesia y al Papa, su Cabeza visible.
4. Volvamos a escuchar juntos las palabras del salmo, que acaban de resonar: "Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre" (Sal 33, 4).
Es una invitación a la alegría y a la alabanza que, en círculos concéntricos, se extiende a vosotros, amadísimos cardenales, patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos. Os implica, además, a todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, que miráis con aprecio a la Iglesia de Cristo. Repito a todos y a cada uno: proclamad conmigo el Nombre del Señor, porque es Padre, amor, misericordia. Por este nombre, venerados hermanos cardenales, estamos llamados a dar nuestro testimonio "usque ad sanguinis effusionem".
Si alguna vez nos sobreviene el temor y el desaliento, que nos sirva de aliento la consoladora promesa del divino Maestro: "En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).
Jesús anunció claramente que la persecución de los Apóstoles y de sus sucesores no sería un hecho extraordinario (cf. Mt 10, 16-18). Nos lo ha recordado también la primera lectura, presentando la detención y la prodigiosa liberación de Pedro.
5. El libro de los Hechos subraya que, mientras Pedro estaba en la cárcel, "la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios" (Hch 12, 5). ¡Qué gran valentía infunde el apoyo de la oración unánime del pueblo cristiano! Yo mismo he podido experimentar su consuelo.
Amadísimos hermanos, esta es nuestra fuerza. Y es también uno de los motivos por los cuales he querido que el vigésimo quinto año de mi pontificado estuviera dedicado al santo rosario: para destacar la primacía de la oración, de modo especial de la oración contemplativa, realizada en unión espiritual con María, Madre de la Iglesia.
La presencia de María —deseada, invocada, acogida— nos ayuda a vivir también esta celebración como un momento en el que la Iglesia se renueva en el encuentro con Cristo y en la fuerza del Espíritu Santo.
¡Acerquémonos a Cristo, piedra viva!, nos ha dicho Pedro en la segunda lectura (cf. 1 P 2, 4-9). Recomencemos desde él, desde Cristo, para anunciar a todos los prodigios de su amor. Sin temer y sin dudar, porque él nos asegura: "¡Ánimo!: yo he vencido al mundo".
Sí, Señor, confiamos en ti, y contigo proseguimos nuestro camino al servicio de la Iglesia y de la humanidad.
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